Inquieto, con ese calificativo definió a Jean Dubuffet uno de sus amigos parisinos, un adjetivo que le quedaba como anillo al dedo a este artista, nacido en El Havre, Normandía, en 1901 y muerto en París en 1985. Vivió con el siglo en todos sus aspectos —no solo en el cronológico— y es conocido en la historia del arte como el padre del «art brut», un término de intensa semántica que él mismo inventó.
Fue pintor, escultor, escritor, compuso música, hizo incursiones en el teatro, la fotografía, el collage, la litografía y los grafiti; fue amigo de antropólogos, etnólogos y psiquiatras. Trató con pintores, marchantes, ricos adinerados, locos y tuaregs y fue coleccionista de obras de outsiders a los que clasificaría como artistas.
Su amplia producción y sus colecciones no menos extensas se reparten entre las sedes de la Fundación J. Dubuffet en Périgny—sur—Yerres, París y Lausana (Suiza), museos y coleccionistas privados; algunas de sus obras se muestran al aire libre en Nueva York —sede del Chase Manhattan Bank— o en los Países Bajos —Museo Kröller-Müller—.
El IVAM exhibe desde el 8 de octubre de 2019 y hasta el 16 de febrero de 2020 un conjunto de ciento cincuenta obras y objetos varios que previamente han estado expuestos en el MUCEM —Museo de las Civilizaciones de Europa y del Mediterráneo— de Marsella y que continuarán su itinerario expositivo en el Museo de Etnografía de Ginebra hasta 2021.
Ha sido comisariada por Baptiste Brun e Isabelle Marquete y coordinada por Marta Arroyo. Se la ha titulado Un bárbaro en Europa parafraseando el poemario Un bárbaro en Asia de Henry Michaux, gran amigo de Dubuffet.
La trasposición lo dice casi todo: barbari era el término latino con el que los romanos nombraban a los pueblos que vivían más allá del limes, la frontera del imperio. La supuesta rudeza y el retraso que se les atribuía con respecto a la cultura dominante hizo que la palabra bárbaro pasara al lenguaje común con esas connotaciones. Micheaux se sintió extranjero en un viaje por Asia, como reflejan sus versos, en una época en la que el arte de los pueblos primitivos se había introducido en Europa por mor de las colonizaciones del siglo XIX y había revuelto el patio de las primeras vanguardias. Había vida más allá de lo clásico y en aquellas lejanas culturas se habían desarrollado estructuras sociales que ahora eran también observadas y no solo sometidas.
Las reflexiones sobre lo primitivo, sobre el arte de otras civilizaciones o de personas ajenas a los circuitos oficiales y el impacto de las guerras en Europa serían algunos de los puntos de partida de un Dubuffet inconformista, crítico y falto de prejuicios que buceó en todas las disciplinas humanistas que le fueron contemporáneas en busca de su propia voz artística.
No parecía estar destinado a ser lo que acabaría siendo. O se lo tomó con calma (aparente).
Comerciante exitoso de vinos y licores
Nació en el seno de una familia pequeñoburguesa dedicada al comercio de alcoholes y destilados. Fue hijo único hasta la adolescencia y sufrió, según cuenta en su Biografía a paso de carga»el carácter colérico de un padre autoritario al que se enfrentó desde que tuvo uso de razón. Quizá fue esa circunstancia la que forjaría el carácter contestatario y la tendencia a cuestionar cualquier principio de autoridad en las creencias o en la misma concepción de cultura.
Su afición al dibujo le llevó a estudiar en la Academia Julian de París, donde se aburrió enormemente pues lo académico le resultaba en extremo tedioso. Abandonó París y ese modelo de aprendizaje para volver al negocio familiar en el que tampoco se sentiría ubicado. Dibujaba y escribía sin considerar entonces que su inclinación a las artes se pudiera convertir en un modo de vida. Viajó a Argentina en un intento de labrarse un porvenir, aprendió algo de español, pero acabó retornando al negocio familiar que tomó como profesión relegando la creación artística a la categoría de afición.
De su estancia en la capital le quedaría siempre el impacto de lo nuevo, la amistad forjada con Georges Limbour y con el surrealista André Masson, el tutelaje de Léger y del marchante Kahnwailer y la admiración por Juan Gris.
Como comerciante tuvo éxito, viajó al sur de Francia y a Argelia, siempre acompañado de sus cuadernos y sus colores. Estudió ruso y se aficionó a la fotografía mientras se hacía cargo del negocio familiar una vez muerto el padre. Contrajo primeras nupcias con una chica a la que apenas conocía, matrimonio, según cuenta, insoportable, y del que nacería su única hija… «Me gustaba tirar los dados y lanzarme al azar sobre lo inesperado», confiesa en sus memorias a modo de justificación de su carácter agitado y compulsivo.
Hasta los cuarenta y un años su vida giró en torno al negocio, con vaivenes económicos de los que salía airoso. La expedición de vinos que le permitiría disponer de capitales y llevar una vida desahogada le forjarían una mente económica que aplicaría más tarde a sus actividades en el mundo del arte.
En París, a donde se había trasladado, continuaba con su actividad vinatera mientras recorría las calles mirando los rótulos de las tiendas, los decorados de las barracas de feria, los jeroglíficos egipcios, los grafiti o las caligrafías romanas, buscando en todas partes al hombre común y su cotidianeidad alejada de los ambientes culturales de los poderosos.
En 1939 conoció a Èmile Carlu, su buena Lili, con la que frecuentaría los cafés de Montparnasse y con la que compartiría el resto de su vida. Sus inquietudes literarias y artísticas bebían del Surrealismo, del Dadá; entre sus amigos se encontraba el antropólogo y etnógrafo Lévi-Strauss, su pensamiento se alineaba con Sartre, con el existencialismo y con el nihilismo nietzscheano.
El estallido de la Segunda Guerra Mundial, las movilizaciones, la inseguridad y la desolación en que quedó sumida Europa desterraron para siempre los días alegres y placenteros que alumbraran las rupturas vanguardistas. Nada podía quedar de aquello sobre las cenizas de la cultura dominante, del poder de los poderosos: las guerras pusieron en evidencia la arrogancia de los europeos al haber construido la idea de una jerarquía en cuya cúspide se situaba, cómo no, la tradición clásica.
El desastre obligaba y la irracionalidad se había hecho patente; se imponía empezar desde cero, corregir el pensamiento, mirar con otros ojos y abandonar lo aprendido.
Con un seis y un cuatro hago la cara de tu retrato: l’Art Brut
A partir de 1941 su afición se impuso, abandonaría el comercio de vinos para dedicarse en exclusiva a lo que antaño consideraba «una distracción de diletantes» y hasta su muerte, cuatro décadas después, desarrolló una carrera artística en la que experimentó con todo tipo de materiales e investigó nuevas técnicas poniendo interés en todo aquello que le sugería creación. Trabajó en diferentes direcciones, a veces simultáneamente, para crear obras que iría agrupando en series.
La del IVAM es solo una pequeña muestra de su universo, aunque muy significativa, y la disposición que se ha elegido recorre la mayoría de las parcelas que lo compusieron. Sus trabajos reflejan cada momento creativo que surgía de un lugar, de una visión, de una conversación o por pura casualidad; no hubo en su carrera una línea argumental al modo clásico, aunque su estilo inconfundible se haga presente en cada uno de ellos.
No se ha seguido, por tanto, un orden cronológico, más bien si existe una organización esta se rige por los temas que le conmovieron porque las piezas que se han expuesto, sean de producción propia o provengan de su intenso afán coleccionista, giran en torno a sus propias ideas.
Las cuatro salas que acogen la exposición se articulan en torno a tres conceptos generales: en la primera sala, bajo el epígrafe Un bárbaro en Europa se han colocado las obras que celebran al hombre nuevo, «aquel que huye de los artistas que están sobre un pedestal», en palabras del comisario Brun.
En la segunda sala, la más amplia, se muestra al etnógrafo, al artista interesado por el arte de los otros, de los que no se hallan en los circuitos oficiales, y por el folclore; las piezas conviven en armonía con sus propias obras texturizadas, matéricas, en definitiva, el universo que conformaría para él el art brut.
La tercera y última sala muestra al crítico de la cultura (oficial).
En efecto, el punto central del planteamiento de Dubuffet, según el profesor Ángel Cagigas, es la certidumbre de un mundo occidental agonizante cuyas instituciones culturales esclerotizan el pensamiento y sumen la creatividad en el mimetismo y la banalización.
En Asfixiante cultura, el manifiesto publicado en París en 1968, Dubuffet afirma que «la cultura tiende a tomar el lugar que hasta hace poco perteneció a la religión y, como esta, ahora tiene sus sacerdotes, sus profetas, sus santos, sus correligionarios».
Sin embargo, el hombre común que no haya sido obligado por los convencionalismos culturales es capaz de producir arte inmediato, sin experiencia ni formación, arte tildado de primitivo pero que tendría para él la misma consideración que el llamado arte clásico, obviando cualquier forma de jerarquía. «En cuanto a la superioridad del erudito o del precioso sofisticado sobre el próximo labrador, tengo mis dudas», escribía por aquellos días.
No se trata de celebrar al hombre del pueblo, como haría el socialista Léger, sino de trazar el retrato del hombre en su esencia, desprovisto de los condicionantes cultos establecidos por la tradición.
Abre el espacio la obra de 1978 Dramatisation, perteneciente a la serie Los teatros de la memoria que Dubuffet realiza casi al final de su vida: papeles pintados y recortados pegados sobre un gran lienzo que parece ser el resumen visual de sus inquietudes filosóficas y artísticas, trazos gruesos y rayajos que sugieren desorden alrededor del hombre, figuras reconocibles solo por los elementos que integran un cuerpo humano, personajes solitarios o dialogantes.
En la misma sala un gran panel denominado Ontogénesis, creado en 1974 y realizado en colores planos y contornos irregulares, toma su nombre de la biología: se conoce como ontogénesis el desarrollo natural de un organismo vivo. Es una de sus obras expansivas en las que el propio argumento va más allá del concepto de cuadro al salirse de sus límites mientras componen su interior una paleta de colores restringida con formas que crecen en todas direcciones, también hacia el espectador.
Detrás de un panel que hay que descubrir se han colocado dos de sus obras figurativas: la marioneta y el retrato de Lili, pintado en 1936, cuando todavía no había dado el salto definitivo hacia el inconformismo.
La introducción al hombre común, al hombre que quiso reflejar, contrario al héroe, gira aquí en torno a tres ideas básicas: el nacimiento y desarrollo natural, el amor y su representación y la memoria personal o colectiva.
El segundo espacio, dedicado al etnógrafo, contiene gran cantidad de objetos, documentos e imágenes que, reunidas por Dubuffet o confeccionadas por él mismo, definen lo que bautizó como art brut
En 1945, después de un viaje por Suiza y Francia crea el concepto que iría definiendo con el tiempo y al que dotaría de contenido en sucesivas etapas: de un lado haría referencia al arte creado por gentes libres de cultura artística, marginados, enfermos mentales y niños de orfanatos (los niños criados en familia pueden estar contaminados de cultura), un arte sin reglas de perspectiva, sin técnicas o materiales tradicionales; y de otro se referiría a cualquier producción artística creada de forma espontánea, con materiales terrosos, texturizados, elementos de la naturaleza o pinturas raspadas que al ser utilizados por el artista le obligan a un nuevo concepto del espacio.
Muy influido por las vanguardias, especialmente por el surrealismo, había rechazado la idea albertiana del cuadro y la construcción de la perspectiva que había dominado la pintura desde el Renacimiento; el espectador debe ser partícipe de la creación y no un mero observador, el artista sugiere pero no cierra la composición en la que se debe incluir al que observa.
Pretende llevar a cabo una reflexión sobre la actividad artística como esencialmente antropológica e inherente a la condición humana, no desea epatar o mirar lo tenido como primitivo desde la perspectiva jerárquica de la cultura, su afán consiste en estudiar como entomólogo aquello que surge directamente de la creatividad sin que medien interferencias sociales o esquemas establecidos.
Investiga ayudado por un grupo de cooperadores compuesto por etnógrafos, psiquiatras y antropólogos y reúne una colección de objetos que considera en pie de igualdad con las producciones del arte oficial, objetos que se exhibirán en 1947 en la galería de René Drouin, convertida más tarde en el Foyer de l’Art Brut. Había quedado muy impresionado por la colección reunida por el doctor Prinzhorn (que se puede conocer hoy a través del documental Between Insanity and Beauty de Christian Beetz).
Con sus colaboradores y amigos formaría un año más tarde la Compagnie de l’Art Brut y continuaría reuniendo obras de artistas marginales y produciendo él mismo otras de lo más variopinto, siempre con la voluntad puesta en el rechazo a lo que considera un corsé cultural, evitando la mitificación del arte o su clasificación en las llamadas actividades sublimes. No aceptaba que lo que llamamos civilización (occidental) fuera algo muy distinto de lo catalogado por ella como folclore.
La Etnografía en actos muestra figuras como la Kamenaia Baba (Ucrania, siglos IX-XIII), fotografías, vitrinas con cuernos grabados, máscaras, dibujos realizados en sus viajes a El Gola (Argelia) tanto por el propio Dubuffet como por su casero; también se exhibe el retrato de Henry Micheaux como actor japonés (1946) al que se ha dado una relevancia especial.
Este óleo sobre lienzo de 130 x 97cm que sugiere el nombre de la exposición, representa una figura en tonos ocres sobre fondo oscuro, cuyos elementos humanos se han reducido a referencias simbólicas: compuesto de cabeza, tronco y extremidades, el poeta aparece retratado de manera muy tosca como una antítesis entre la cultura oficial y la alternativa, una manera de afirmarse contra las figuras de los retratos oficiales construidas y alentadas por los poderes públicos y fácticos. Es la visión interpretada por Dubuffet del que fue mirado como extranjero por los habitantes de Asia.
El tercer y último espacio, dedicado a la crítica de la cultura, contiene algunas de sus series más conocidas como L’Hourloupe y el famoso Geólogo.
La Tierra, que es el objeto de estudio de estos científicos, adquiere aquí el protagonismo que le es esencial: la materia, casi monocolor y rayada en su textura, ocupa prácticamente todo el lienzo hasta la línea del horizonte en la que se sugiere un pequeño hombrecillo. La perspectiva para el espectador se sitúa en el interior de la protagonista, el geólogo es casi una anécdota en el entorno.
Se encuentra también aquí La pesca milagrosa del borceguí de Talía, montada sobre un cristal a dos caras que permite recrearse en La noche de bodas, ambas pintadas por Aloïse Corbaz hacia 1954, una de las más alegres creaciones del arte marginal, muy cerca de otros dibujos de la misma procedencia sobre los que esta obra destaca por su colorido.
Música atonal, figuras de madera y un punto final: algunas de las pinturas en acrílico que forman parte de la serie Oriflammes y que pintó en 1983, poco antes de su muerte. Los colores vivos, puros y enmarañados prescinden de cualquier referencia al objeto, es el alegato final de un hombre inconformista, de un artista contestatario hacia lo que la civilización en la que había nacido consideraba como auténtico, dejando de lado todas aquellas producciones que no se ajustaban a sus preceptos.
Dubuffet vivió con su tiempo, fue amigo de surrealistas y dadaístas, fue coetáneo de los estudiantes de mayo del 68 y abominó siempre de la cultura oficial negándose a recibir cualquier tipo de distinción exceptuando el título honorífico del Colegio de Patafísica (creado por el surrealista Alfred Jarry para maquinar estudios sobre ciencias inventadas e inútiles) que le concedieron en el año 1961.
No consideraba que el arte fuera objeto de transacción monetaria —en el art brut el carácter no lucrativo es una regla esencial— pero cuidó muy bien sus intereses económicos: compraba y vendía parcelas y casas, no dudó en despedir a los empleados que habían viajado a Nueva York para el montaje de la obra Los cuatro árboles por haber abusado de los cobros, tuvo más que problemas con Alfonso Ossorio que mantuvo la colección de art brut durante diez años guardada y sin exhibirla en unos almacenes de Nueva York y quedó muy afectado por el escaso éxito de público que tuvo el Coucou Bazar, una obra de teatro/ballet para la que construyó escenarios y trajes con poliestirenos, alambres y otros materiales entonces muy novedosos y costosos.
De sus palabras se podría deducir que era ciertamente reservado y algo huraño, enemigo de la publicidad y de los salones, pero de sus actos se concluye que de su formación previa como comerciante había aprendido bastante bien el manejo de los negocios. En sus memorias señaló él mismo la contradicción: «las ventas representaban un fracaso respecto a mi aspiración de producir obras completamente imposibles de introducir en los circuitos culturales»… que se cotizaban al alza.
Giulio Carlo Argan definió su producción como «caótica e inconcluyente pero extraordinariamente variada y vivaz» y fue uno de sus más acerados críticos como lo fue asimismo Gilbert Lascault que se atrevió a hacer un paralelismo entre Dubuffet y el Mayo del 68 lo que le valió una réplica llena de violencia por parte del artista.
Amado u odiado, fue uno de los personajes más importantes del siglo XX, su obra tuvo y tiene muchos seguidores y sus colecciones son una muestra de la variedad de sus intereses en el pensamiento y en el arte. En España compartieron su visión rompedora y ecléctica pintores como Miguel Hernández (homónimo del poeta), exiliado de la República que trabajó en París, o Joaquim Vicens Gironella.
De su carácter inquieto da cuenta, además de su extensa producción, la frase que en la que resumió su siempre viva curiosidad: «el auténtico arte se encuentra allí donde nadie se lo espera».