Soy de los que piensan que para ser bibliófilo hay que ser o rico por la cuna o rico por la cama, pero en cualquier caso con posibles y posibilidades. Por eso nunca podría ser realmente un bibliófilo, aunque sí un bibliófilo low–cost; es decir, un híbrido con todos los caprichos de los ricos y todas las necesidades de los pobres.
Decía Sigmund Freud que el hombre vive escindido entre el placer y la realidad, entre lo que le gustaría hacer y lo que tiene que hacer. Mismamente, la actividad sexual. ¿Qué ocurriría si el ser humano estuviera todo el tiempo dale que te pego y toma que toma? Pues que se abandonarían las actividades productivas, cundiendo el hambre y la miseria. Por eso —asegura Freud— la sublimación del deseo sexual y la canalización de su energía hacia el ocio y los negocios, el arte y la política, garantizan la existencia de la civilización. De ahí que el mundo se divida en continentes civilizados y continentes incontinentes.
A mí me parece justo que Freud haya desarrollado teorías originales y provocadoras sobre la insatisfacción que produce la represión de los grandes deseos. Genial. Pero ¿qué ocurre con los deseos minúsculos, con esos antojos que uno supone insignificantes y que por no haberse colmado a tiempo se convierten en tremebundas obsesiones? Y, aunque servidor no es psicoanalista, barrunto que, si la sublimación de los deseos esenciales engendra la civilización, la no sublimación de los caprichos podría condenarnos a la barbarie. La bibliofilia es uno de esos caprichos sofisticados capaces de transformar a un lord inglés en un gurkha del ejército británico, porque el deseo textual no se puede sublimar.
Solo así se comprende que los bibliofilow-cost aprendamos muy pronto a no desear incunables, ni atlas quinientistas, mucho menos impresos del Barroco y en ningún caso primeras ediciones de novelas del siglo XIX como La Regenta (1884) —a ochocientos euros en iberlibro.com— u Oliver Twist (1838), a diecinueve mil euros en abebooks.com. ¿Cuánto podría costar una primera edición de Les Fleurs du mal (1857)? Veinte mil euros en una librería de viejo de California, aunque yo le tengo echado el ojo a un ejemplar disponible en Copenhague por tres mil euros. ¿Debería endeudarme por tres mil para ganar quince mil? No puedo, porque soy un bibliofilow-cost y eso supone que, aunque sea buenecito para comprar, siempre seré pésimo para vender.
En realidad, los bibliofilow-cost nos especializamos en el siglo XX, lo que no significa que tengamos el poderío necesario y suficiente para adquirir una primera edición del Romancero gitano (1928) —veinte mil euros— o de Cien años de soledad (1967), en el mercado a veinticinco mil euros. Y, por supuesto, ni ebrios de mojitos de marihuana con anís del mono podríamos comprar la mítica edición parisina del Ulysses (1922), que puede alcanzar los ciento setenta y cinco mil euros si encima está dedicada por Joyce. No. Un bibliofilow-cost compra lo que puede y luego aumentamos el valor de lo adquirido gracias a nuestros conocimientos sobre autores, ediciones, tertulias, enemistades, generaciones, venganzas, adulterios, calabazas y todo lo que pueda provocar un sarpullido de caprichos entre otros enamorados de los libros, porque los bibliofilow-cost tenemos que mezclar el chisme con la erudición, para que cada una de nuestras pequeñas inversiones atesore una gran historia.
Por ejemplo, la primera escritora peruana fue la cusqueña Clorinda Matto de Turner, traductora de Machado de Assis, directora de la revista El Perú Ilustrado y autora de la novela Aves sin nido (1889), donde el principal personaje femenino lee la poesía completa de Carlos Augusto Salaverry en un tren que va de Cusco a Arequipa. ¿Qué edición de la poesía completa de Salaverry podía haber leído la protagonista de Aves sin nido? Sin duda se trataba de Albores y destellos (1871), impresa en Havre gracias a una donación del presidente Balta y que adquirí en uno de los puestos de los bouquinistes del Sena.
Otro libro del que me siento especialmente orgulloso es mi edición argentina de Pombo. Biografía del célebre café y de otros cafés famosos (1941) —que no hay que confundir con los dos volúmenes de La sagrada cripta de Pombo de 1918 y 1926—, que Ramón Gómez de la Serna dedicó a Enrique Jardiel Poncela. ¿Por qué considero que mi ejemplar es singular? Porque perteneció al propio Jardiel, como lo acredita un tarjetón manuscrito de su puño y letra, donde el autor de Amor se escribe sin hache consignaba que «comulgó en Pombo la noche del 13 de diciembre de 1923». Esta joya la conseguí gracias al editor, poeta y librero Abelardo Linares, lo que me resta puntos como buscador de oportunidades, pero me deja muy bien como bibliofilow-cost.
Por otro lado, es justo que comparta aquí también algún secreto, cual es permanecer al acecho de los volúmenes que dan de baja las bibliotecas de las universidades de los Estados Unidos. Todos los bibliofilow-cost conocemos la historia del escritor Juan Bonilla, quien adquirió por menos de diez dólares varias primeras ediciones dedicadas por poetas de la generación del 27 a un profesor español exiliado en Estados Unidos y que la universidad del finado remató al peso porque nadie las solicitaba. Cuando ciertos títulos no los pide ni Dios, un algoritmo analfabeto les sugiere a los bibliotecarios gringos que le coloquen al volumen el sello de «Withdrawn», y así salen al mercado primeras ediciones de Salinas, Cernuda o Juan Ramón. Por lo tanto, combinando los nombres de los autores deseados con la palabra withdrawn, a veces suena la flauta, como me ocurrió cuando encontré la edición de Poesías (1929) de José María Eguren, dedicada por el autor al crítico Ventura García Calderón.
Sin embargo, cuando he deseado un libro con vehemencia singular, he apelado al viejo truco de solicitarlo a través de una columna periodística. Fue el caso de una bellísima edición de Ocnos de Luis Cernuda, que la extinta Fundación Luis Cernuda de la Diputación de Sevilla editó allá por 1992. Como los lectores saben, no se trata de la primera edición, sino de una edición primorosa, una pequeña golosina encuadernada que venía dentro de un estuche elegantísimo y que se dejaba acariciar de maravilla porque su piel y sus nervios eran una constante provocación. Me sublevaba suponer que cientos de políticos y apparátchik tuvieran un ejemplar de aquella bella edición en sus casas, y así apelé a la complicidad de algún excónyuge, yerno, nuera o hijo de cualquier poseedor desaprensivo de semejante joya, a quienes prometí obsequiar el famoso Kindle de Amazon a cambio del Ocnos-alhaja que buscaba desde hacía más de quince años. Después de todo, ¿qué era un Kindle al lado de aquella preciosa edición? Pero no hizo falta hacer más ricos a los de Amazon, porque un lector altruista y bondadoso me regaló aquel Ocnos que desde entonces venero desvariante.
Sé perfectamente los libros que me compraría si tuviera suficiente dinero, pero como jamás podría invertir más de doscientos euros en un único título sin que se me venga abajo el quiosco de la economía familiar, siempre seré un bibliofilow-cost, estrujado por el deseo textual y los caprichos sin sublimar.
Perdone mi pesimismo posterior, inevitable reflexión después de leer tanta pasión bibliófila que comparto: ¿Qué será de su/nuestro tesoro cuando haya terminado este viaje? Sería tranquilizador saber que otros, no necesariamente humanos se sintiesen fatalmente atraídos por esas rarezas dedicándoles la misma atención.