Están los balones de oxígeno y está el balón del fútbol, que es un balón de asfixia. Esta cualidad asfixiante no la perciben sus adoradores, en cuya alienación aceptan que el respirar sea algo secundario (¡lamentable servidumbre!); solo la sufrimos los que lo detestamos, minoría selecta y exquisita de la humanidad, la gran víctima de los siglos XX y XXI, la gran vilipendiada, la gran apestada, la receptora de todos los odios, la única aguafiestas en las fiestas del balón: unánimes si no fuera por ella. Cada vez somos menos y cuando desaparezcamos el balón de fútbol se habrá confundido al fin con la Tierra, que es la aspiración totalitaria con la que nació. Chaplin lo vio muy bien en la famosa escena de la pelota de El gran dictador; y lo vio perfectamente Shakespeare, que en El rey Lear (acto I, escena 4) sorprendió con un insulto tremendo y precursor: «¡Vil futbolista!».
En España la ridiculez del fútbol estuvo clara al principio, cuando se le llamó balompié. Pero no tardó en imponerse la voz inglesa, que oculta la ridiculez y da misterio con esas dos sílabas que en español no significan nada: fút-bol. En toda mística hay una fonética enigmática. Al principio hubo cierta resistencia a la actividad futbolística. Cuando yo era niño, en la década de los setenta, todavía los viejos se reían de esos hombres en calzoncillos corriendo detrás de la pelotita. El principio del fin fue el fichaje millonario de Cruyff por el Barcelona, en 1973, que invistió al fútbol con el valor indiscutible del dinero. Al cabo de unos años, ya nadie se reía de aquellos hombres en calzoncillos. Es más, en los ochenta los intelectuales empezaron a salir del armario de esa afición que hasta entonces habían llevado en secreto y lo invistieron también de valor cultural. Los noventa fueron los años definitivos de la consagración, con los intelectuales dedicándose a tope a teorizar sobre el fútbol y erigiendo a Valdano como el intelectual mayor.
Como buen intelectual, o intelectualeta, yo me dejé arrastrar, naturalmente. En uno de mis alardes de falta de personalidad, me rendí a ese deporte que no me gustaba y le eché un montón de horas. Fui un hincha que cantaba goles con el histerismo necesario y me dejaba galvanizar por los berridos de los locutores. Aunque un síntoma de mi desprecio de fondo por el fútbol es que yo realmente no era aficionado de ningún equipo, sino que me definía a la contra: como antimadridista. Sin duda porque entonces vivía en Madrid y le sacaba gusto a llevar la contraria. Las grandes derrotas del Madrid fueron mi alegría de aquella época. Pero no dejaba de ser una pasión triste, y me fui quitando. Sí intentaba convencerme de que me gustaban los partidos de la selección. Y ahí sí que me alegraba cuando ganaba. Pero poco a poco se fue imponiendo la evidencia de que el fútbol me aburre un montón. No soporto un partido entero, pues ahí (y no con las películas de Rohmer) sí que me parece estar asistiendo a cómo crece el césped. Las victorias españolas de la Eurocopa y el Mundial me pillaron ya muy desapegados. Me alegré un poquito, eso es indudable. Pero no mucho más que con los éxitos en el bádminton.
Lo insufrible es el contraste entre mi pacífico desinterés y el achicharramiento ambiente. Para colmo, las nuevas generaciones de futboleros nos llaman haters a los antifutboleros, y nos sueltan unas monsergas en las que descubren el Mediterráneo de «los valores del fútbol», como si no se hubieran soltado ya en los ochenta y en los noventa, y como si muchos no viniéramos rebotados precisamente de ahí. Los neofutboleros llegan a explicarnos, con cándido adanismo, aquello que nos sabemos de sobra y que está incluido en nuestro desprecio.
El primer delincuente del futbolitismo fue el sobrevalorado Camus, con aquella frase de que «todo cuanto sé sobre la moral y las obligaciones de los hombres se lo debo al fútbol», que les ha permitido creerse campeones de la ética a los presumidos, caprichosos y despiadados futbolistas. Lo que le faltaba a su bestial egoísmo era la coartada de un premio Nobel. En Latinoamérica fueron apóstoles del futbolitismo tipos tan sospechosos como Galeano y Benedetti, y en España el ínclito Vázquez Montalbán. Este, que no percibía lo netamente religioso que era su marxismo, dijo que el fútbol (o el Barça) era el último reducto religioso de su vida. El daño que han causado entre todos (hay muchos más) es incalculable. El fútbol ya era una atosigante moda popular (¡una moda sin esa elegancia última que tienen las modas, que es la de pasar!), con una expansión temible. La literatura era el refugio tradicional de los antifutboleros, con ese emblema enternecedor del niño que se queda leyendo en el recreo mientras sus compañeros se arrean patadas con la excusa de la pelota. Pero esos intelectuales y escritores partidarios del fútbol hicieron que la literatura también se llenase de tan odioso deporte. Con lo que, técnicamente, no queda ninguna salida.
Ya no se puede hacer una vida sin fútbol, del mismo modo que en la Edad Media no se podía hacer una vida sin Dios. Y es que los atributos del viejo Dios son hoy los del fútbol: omnipotencia, omnisciencia, omnipresencia… El fútbol es el nuevo Dios, repartido en los millones de balones de asfixia que pueblan la Tierra y la trabajan para convertirla en el Balón.
Quizás el deporte esté para practicarlo y no tanto para verlo. Yo, lo único que puedo aconsejar es que busques un deporte que te apasione, que te apasione practicar, incluso contra toda esperanza y abandona el mero espectáculo hinchado por el dinero.
Si me hubiera faltado la redonda de cuero
otra habría sido mi naturaleza, tal vez un
salvaje, o un marciano con una marcada
inclinación de gamberro, o con el complejo de
Edipo sin resolver, ya que en el equipo contrario
siempre jugaba mi viejo solo pa’ verme perder.
«Fulbo», que ni el hambre despertaba del sueño.
No habría memoria de tardes inútiles con gurises
y sus cicatrices de honor: rodillas peladas y en patas,
y el gringuito en alpargatas, no habría memoria
de potreros sacros y prohibidos a las inmobiliarias,
no tendríamos un buen recuerdo de la lluvia
y del barro, ni del barrio, ese que nos vio nacer
ya con la pelota y la camiseta de River en la cuna.
(Gambeta y tiro, amansarla con el pecho, el pase
con efecto banana, peinarla, palo, rebote y… gol!!!)
Lo que se ha perdido, señor.
Para ir de intelectualoide el articulo es bastante simple.
Lo único que entendí fue «mimimimí ni mi gusti el fitibol»
Me ha encantado ver que todavía queda vida inteligente. Yo soy otro antifútbol que intento pasar desapercibido en este mundo. Y algo hace este deporte del maligno en el cerebro humano cuando, de los que han intentado ridiculizar el artículo, uno no es capaz de usar la misma vocal para completar su chanza, y al otro basta con responderle que el artículo es simple porque del fútbol no se puede sacar más, por más que se intente.
Pues no se, pero para mi que al autor le gusta el fútbol y todo el artículo es ironía
Así es «más mejor»
Si me hubiera faltado la redonda de cuero
otra habría sido mi naturaleza, tal vez un snob
en exceso, o un vecino tranquilo con una secreta
Inclinación de gamberro, o con el complejo
de Edipo sin resolver, ya que en el equipo contrario
siempre jugaba mi viejo solo pa’ verme perder.
“Fulbo”, que ni el hambre despertaba del sueño.
No habría recuerdos de tardes inútiles con gurises
y sus cicatrices de honor: rodillas peladas y en patas,
¿zapatillas? Solo el gringuito. No habría memoria
de potreros sacros prohibidos a las inmobiliarias,
no tendríamos un buen recuerdo de la lluvia
y del barro, ni del barrio ese que nos vio nacer
ya con la pelota y los colores de River en la cuna.
(¡Gambeta corta y tiro cruzado!, ¡la amansa con el pecho!,
¡media vuelta y mira!, ¡el centro con efecto banana!,
¡la peina!, ¡palo!, ¡el arquero salió a cazar mariposas!,
¡revote!, ¡polvareda!, ¡entrevero en el área!,
¡rodillas, muslos, codos, hombro, cabeza! !!y … gol)!!
lo que se ha perdido, señor.)