Conversación en La Catedral (1969) es la tercera novela de Mario Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura de 2010. En sus primeras líneas, uno de los mejores inicios de una obra de ficción, el protagonista, Santiago Zavala, hace una pregunta: ¿En qué momento se jodió el Perú?
Desde la puerta de La Crónica, Santiago mira la avenida Tacna sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú?
La pregunta del periodista Zavala, trasunto del autor, se ha convertido en un mantra atemporal que trasciende la historia del Perú que quería dar a conocer: el país que sufrió la dictadura del general Manuel A. Odría entre los años 1948-1956.
El éxito alcanzado por Conversación en La Catedral ha permitido al mundo adentrarse en la realidad social de un país apasionante, pleno de melancolía y contradicciones.
Yo conozco muy poco Perú. Simplemente lo he visitado en dos ocasiones. Pero su trayectoria me resulta inquietante. Porque el Perú se ha jodido varias veces más desde que en 1969 el periodista Zavala lograra la fama, cuenta Vargas Llosa en entrevistas recientes. Si duda, el episodio más dramático tiene que ver con la aparición en 1980 del grupo terrorista Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso, liderado de forma lunática por el profesor Abimael Guzmán, cuya captura en 1993 motiva el declive de dicho colectivo que, de forma muy episódica, aún se mantiene a fecha de hoy.
Por mi profesión de psiquiatra me interesan mucho las formas de reaccionar de las poblaciones civiles que conviven de forma continuada con grupos violentos que llenan de terror su vida cotidiana. Supongo que será un interés reforzado por que los españoles también hemos cargado durante cincuenta años con la cruz cruelmente pesada de la barbarie etarra. Pero a la luz de las lecturas y los testimonios que he podido recoger, la magnitud de la tragedia engendrada por el «senderismo» no tiene parangón con lo sufrido en España.
La finalidad del senderismo era sustituir las estructuras sociales burguesas por un régimen revolucionario comunista basado en el concepto maoísta de Nueva Democracia.
De la actividad senderista dio cuenta con detalle el periodista Gustavo Gorriti, que hubo de exiliarse un tiempo del país para escapar de las amenazas. El cine ha mostrado la conmoción social causada en películas como La boca del lobo, de Francisco J. Lombardi (1988); la muy curiosa Pasos de baile, John Malkovich (2002) o la tiernamente terrible La teta asustada (2009), de Claudia Llosa. Todas ellas ayudan a conocer la sobredosis de angustia y terror a que fue sometida la población peruana durante los años en que las explosiones, los tiroteos, los registros nocturnos de viviendas o los apagones de luz fueron cotidianos. Pero tal vez sea el escritor y periodista Santiago Roncagliolo, afincado en España, quien más y mejor ha analizado el terrorismo de Sendero desde novelas como Abril rojo (2006) o La noche de los alfileres (2016), pero sobre todo desde su ensayo La cuarta espada (2007), donde cuenta la fundación, dinámica interna y evolución de Sendero Luminoso por medio de un minucioso análisis de la personalidad de Abimael Guzmán, Camarada Gonzalo, su líder supremo. La cuarta espada es un formidable cuaderno de bitácora para tener una noticia atinada del violento baile que durante veinte años mantuvieron Perú y el senderismo. Roncagliolo se apoya en los principales trabajos publicados al respecto, pero tras un valioso y paciente trabajo investigador aporta un importante bagaje de testimonios y entrevistas inéditas con personajes clave en el devenir de Sendero. El título hace referencia a la consideración que Abimael Guzmán tiene de sí mismo: «la cuarta espada del comunismo internacional tras Lenin, Stalin y Mao».
El terrorismo senderista tiene una serie de rasgos distintivos, diferenciales: su origen universitario, su ubicación básicamente rural, campesina, y su adscripción a un liderazgo fanático que transformó un ideario político en creencias letales, asesinas. Escribe, brillante, Roncagliolo: «La Comisión de la Verdad y la Reconciliación que se creó para analizar la violencia interna habida en Perú entre los años 1980 y 2000 concluyó que 69 280 peruanos habían muerto o desaparecido durante el conflicto entre la guerrilla y la represión gubernamental. Pero si algo tienen en común las víctimas, senderistas o militares, es que eran pobres. El 70 % de ellas pertenecía al ámbito rural de las Sierras Centro y Sur que rodean Ayacucho. Los victimarios, por cierto, también. La cifra de víctimas supera los peores cálculos de Chile y Argentina, pero con una diferencia: aquí los Gobiernos que ordenaron la más dura represión eran democráticos. Y las víctimas eran invisibles. No eran intelectuales ni profesores ni periodistas de la capital. Eran nadie, no tenían nombre. Los victimarios, por cierto, tampoco».
El Partido Comunista de Perú que Abimael Guzmán fundó en los años setenta del siglo pasado en la Universidad San Cristóbal de Huamanga (Ayacucho) hubo de diferenciarse de otros varios partidos comunistas peruanos. Para evitar confusiones, Guzmán y los suyos le cosieron a su partido un subtítulo: «PCP-Hacia el marxismo-leninismo por el sendero luminoso de José Carlos Mariátegui». Y de ahí viene el nombre por el que fueron conocidos en el mundo entero: Sendero Luminoso. José Carlos Mariátegui, El Amauta (El Maestro), fue un intelectual marxista fallecido en 1930 a los treinta y seis años de edad. Uno de sus hijos, Javier, sería uno de los más grandes psiquiatras del Perú. Y uno de sus nietos es Aldo Mariátegui, escritor de talento muy famoso —¡quién lo diría!— por sus durísimas críticas a la izquierda peruana.
Durante los años setenta y ochenta, los alumnos que ingresaban en Huamanga eran seleccionados y adoctrinados fuertemente en el maoísmo, en la «nueva democracia», y con el tiempo nutrían la guerrilla senderista o ejercían labores de proselitismo. Durante más de diez años sus acciones armadas se desarrollaron principalmente en el medio rural, aunque el grupo dirigente residía en Lima. De hecho, el primer gran atentado de Sendero en la capital significó el principio del fin del grupo terrorista. El 16 de julio de 1992 los senderistas hicieron estallar un coche cargado con doscientos cincuenta kilos de dinamita en la calle Tarata, en pleno centro limeño. Los edificios quedaron arrasados, murieron veintiséis personas y doscientas quedaron heridas. La indignación internacional tras dicha masacre se sumó al pánico nacional, desbocado en las grandes ciudades. En septiembre de ese mismo año Abimael Guzmán fue detenido junto con toda su cúpula directiva en Lima. Y, un año más tarde, el presidente Fujimori presentaba ante la ONU una carta manuscrita de Guzmán en la que este pedía entablar conversaciones de paz. La aventura de Sendero Luminoso se acababa. Fue el gran momento de Alberto Fujimori y de su curioso escudero Vladimiro Montesinos, que dirigió en la sombra el interrogatorio de Guzmán y el juicio por el que fue condenado a cadena perpetua. El declive del senderismo fue imparable. Actualmente el «Presidente Gonzalo» cumple dicha pena en la base naval de El Callao.
Conocida la secuencia de hechos y su imperturbable letanía, se impone la reflexión sobre lo sucedido y sus consecuencias. La violencia senderista obligó al Estado a movilizar fuerzas especiales del ejército, que imponían toques de queda y registros de viviendas o detenciones a cualquier hora del día o de la noche. La lucha antiterrorista no escatimó brutalidades ni torturas. Tras la declaración de guerra de Sendero Luminoso vinieron setenta mil muertos y veinte años de conflicto y pánico cotidiano. No hay sociedad civil que resista indemne ese aroma a muerte impregnando el aire. Si la finalidad senderista era trasladar a la sociedad peruana la impresión de que se estaba librando una guerra contra el Gobierno, parece que lo consiguieron. Leo los Diarios de vida y muerte (1988-1991) del jesuita Carlos Flores Lizana, recomendados por Mario Vargas. El joven cura, que se trasladó a Ayacucho para ayudar a las víctimas de la tragedia, escribía cada noche intentando recomponerse de las atrocidades vividas durante el día. Le dice una campesina: «el miedo es tan grande que los perros se esconden y los pájaros huyen». Flores Lizana cuenta cómo terroristas y fuerzas del orden compiten en demostrar quién puede ser más cruel, y que no hay límites para el sadismo: «Comandos senderistas ocupan un pueblo y ejecutan a los “ricos” y sus familias y a los “soplones” y allegados. Al poco, llegan policías y soldados que abusan sistemáticamente de todas las mujeres de las casas que registran». El miedo. El miedo crece entre el espanto y la impotencia. Recuerdo la película La teta asustada, con la enfermedad del miedo transmitiéndose de madres a hijos en la leche materna. Las mujeres se metían una patata en la vagina para evitar ser violadas. «A las atrocidades senderistas se opuso una lucha antiterrorista que no escatimó torturas y matanzas escalofriantes», concluye el sacerdote Lizana. El miedo. El íntimo terror que nunca ha abandonado a Santiago Roncagliolo: «Morir violentamente siempre era una opción en la Lima de los ochenta. Yo crecí ahí. Mi educación básica de supervivencia consistía en pegar cinta adhesiva en las ventanas para que no estallasen en pedazos si volaba un cartucho de dinamita cerca. También aprendí a arrojarme al suelo con la boca abierta en caso de detonación. Y, por supuesto, a llevar velas a todas partes, por si se iba la luz tras las frecuentes voladuras de torres eléctricas». La Lima de los «cristales con Scotch», terrible recuerdo.
El tiempo es dolor. El tiempo pasa dejando huella. Los estudios realizados en la población ayacuchana que sobrevivió a aquellos años informan de que la violencia terrorista y su represión fomentaron un desmesurado incremento en el consumo de alcohol y drogas entre los adultos, pero también entre los menores de edad, como forma de acallar el miedo (Coral Cordero, Les cahiers ALHIM, 2002). Alcohol metílico, bebían alcohol metílico cuando no había nada. El metílico, el alcohol de quemar, destroza los ojos y el cerebro. El mismo alcohol con el que las madres acallaban los llantos nocturnos de los bebés y niños pequeños para que no llamasen la atención de los soldados. Y luego, con el mismo brebaje, se acallaban ellas. Las consecuencias de aquel consumo desmesurado de tóxicos son bien patentes hoy día, señalan esas investigaciones. Hay una tasa muy elevada de adicciones en la zona. Por otro lado, cuando la violencia generalizada, sistemática, se mantiene durante años la salud mental de la población civil se resiente y aflora la violencia individual, psicopática, principalmente familiar. Los mismos estudios enfatizan que esta situación también fue frecuente en el Perú de aquellos años.
Volvemos a La cuarta espada, el libro de Roncagliolo, nuestra hoja de ruta en este viaje al infierno. Estamos llegando a puerto y el joven periodista peruano está confuso y mareado. Ha visitado las más inhóspitas prisiones y se ha entrevistado con casi todo el elenco dirigente de Sendero. Salvo con Guzmán, Presidente Gonzalo. Escribe en el capítulo 10: «Algo dentro de mí está funcionando mal. Al principio de mi investigación tenía pesadillas. Creía estar persiguiendo a un grupo de psicópatas, de fanáticos sanguinarios. Pero cuando hablas con alguien inevitablemente le atribuyes humanidad. Es un mecanismo natural. No quiero decir que te vuelvas su defensor, pero es más difícil odiar con tranquilidad a alguien con quien has conversado y que, en el fondo, no es tan distinto de ti. (…) Pero ¿cómo explicar las conductas inhumanas? ¿Cómo pueden ellos? Y para colmo está lo de la ideología. La inmersión en un corpus de ideas te obliga a asimilar esas ideas, a incorporarlas a tu visión del mundo. El contacto con los senderistas ha inoculado un componente inesperado en la mía. Lo he notado en los mendigos. Siempre les he ignorado pero estos días no consigo invisibilizarlos». Santiago Roncagliolo lo ha pasado mal en el trayecto, vuelve a casa muy tocado. Le faltan argumentos con los que sostenerse en su otro viaje, por su fuero interno. Pero se agradece su sinceridad, esa mezcla de intimidad superficial con lo puramente fáctico.
En el capítulo 11 el mareo se transforma en desfallecimiento: «Es muy difícil alcanzar la verdad en este tema. Solo hay posiciones, versiones… (…) ¿A quién debo creer? (…) Uno toma posición desde el vocabulario que escoge. No existe en este tema un lenguaje neutral, esterilizado. No hay un código cero, sin opinión, sin matices personales».
Un sistema de valores está quebrándose para que Roncagliolo haya escrito esas líneas. Sí que hay una verdad, Santiago. En este tema hay una verdad que supera las versiones de los hechos. Esa verdad es la que estaría detrás de ese lenguaje equidistante, respetuoso, que demandas para llevar el silencio a tus corderos. Cierto que esa verdad no es neutra. No sería justo que lo fuera. Esa verdad obliga a separar la violencia fanática de los terroristas de las conductas violentas de los soldados al servicio de un Gobierno democrático. También ayuda recordar quién atacó primero. Ningún justicierismo puede permitirse ser a la vez gobierno y grupo guerrillero. Es el mal de muchos gobernantes, profundos hipócritas, que ante una revolución en su contra dicen arder en deseos de echarse a la calle y marchar con los manifestantes. Siempre están a tiempo. Ojalá lo mostrasen y no lo declarasen. Es lo que tienen las dobles morales.
Hay libros que se sostienen entre sí de tal manera que se acaban haciendo complementarios. La lectura de La cuarta espada se aprovecha más si se lee a la par La violencia de los fanáticos (2013), un prodigioso esfuerzo pedagógico de José Lázaro para explicar el mecanismo que lleva de las creencias a los dogmas, de los dogmas al fanatismo y del fanatismo a la violencia. Ese mecanismo que termina por construir un enemigo a aniquilar depende poco del tipo de creencias que lo nutran (políticas, nacionalistas, religiosas, racistas, etc.). Depende mucho más del grado de pasión con que se impregnen y de su conversión en marca básica de identidad de un grupo. Esto es lo que Santiago Roncagliolo detecta cuando entrevista a los lugartenientes de Guzmán y que tanto le sorprende. Incluso en la «abeja reina» Elena Iparraguirre, la pareja de Guzmán, condenada también a cadena perpetua, encuentra Roncagliolo la total identificación con el discurso casi religioso del líder. «La gran fuerza de Sendero fue la convicción casi mística que les permitía pensar como un solo cerebro. Su mente era tan hermética que casi ningún senderista de entonces se ha quebrado en décadas». Disiento de Roncagliolo en que el declive senderista viniese por la vía pasional; el amor entre dirigentes, las rivalidades por el liderazgo, que no dudo que existieran. Pero no. El declive llegó tras el trabajo de las fuerzas de seguridad, desde los policías al ejército.
Las creencias. Las creencias asesinas. José Ortega y Gasset tiene un libro breve y delicioso titulado Ideas y creencias. Para Ortega, las personas tienen un conjunto de ideas diversas, que va desde las ocurrencias a las verdades científicas. Dichas ideas conviven e interactúan con un estrato más profundo: las creencias, a las que no llegamos como llegamos a las ocurrencias. Para Ortega, las ideas se tienen o se dejan de tener, pero las creencias «nos tienen», son «ideas que somos». Las ideas, incluso las científicas, se discuten y hasta se muere por ellas, pero no se puede vivir de ellas. La propia vida, en cambio, se sostiene sobre un profundo plano creencial que no elaboramos nosotros, ni cuestionamos, sino que estamos en ellas, en las creencias. Nosotros sostenemos las ideas, pero son las creencias las que nos sostienen a nosotros. Las ideas se tienen, en las creencias se está. Por ejemplo, como ejemplifica José Lázaro: «aunque usted tenga una cirrosis terminal no debe aceptar un trasplante de hígado porque la resurrección de los muertos devolverá ese hígado a su donante». Hay una idea, la cirrosis y su tratamiento, y una creencia que nos impide desarrollar ideas. De ahí el famoso deseo orteguiano: «más pensantes y menos creyentes», o esa exquisitez einsteniana: «es más fácil creer que pensar».
Cierto que no todos los creyentes son fanáticos violentos porque no todas las creencias tienen la misma capacidad mortífera, pero hay una pendiente muy inclinada que une a las creencias con la barbarie. Hay un proceso mediante el cual ciertos creyentes se convierten en dogmáticos, los dogmáticos en fanáticos y los fanáticos en genocidas. Lázaro narra con detalle este proceso: «hay una afirmación cada vez mayor de las convicciones propias, que van ganando afectividad y haciéndose cada vez más refractarias a la crítica racional; esas creencias emocionales se identifican con el grupo al que se pertenece; se designan grupos próximos como competidores y enemigos peligrosos y, finalmente, se decide exterminar al enemigo ante de que él pueda llevar a cabo su secreta intención de eliminarnos a nosotros. No hay terrorista que no esté convencido de que actúa en defensa propia». Y prosigue: «Todos los grandes asesinos son creyentes. Y todos actúan por amor. Los grandes asesinos, no los pequeños. Stalin mató a millones de personas por amor al proletariado; Bin Laden mataba por amor al islam; Franco por amor a España; De Juana Chaos por amor a Euskal Herria, el Che por amor a las masas oprimidas; Bush por amor a la democracia y a la libertad». Y Abimael Guzmán, Elena Iparraguirre y los miembros de Sendero Luminoso mataban por amor al pueblo peruano. Tal vez esto sea lo que confunde a Santiago Roncagliolo tras tantas entrevistas con los senderistas presos: que no hay un gran asesino que no tenga una inmensa capacidad de amar.
El maoísmo, algo utilizado hasta la saciedad y que nadie sabe lo que es consiste en la apropiación de kilómetros cuadrados para el comunismo, no la infiltración cultural, obrera y urbana. Mao empezó por una puntita de China y fue haciendo caer provincias o como se llamen bajo su control, sobre todo con el miedo porque el poblado, la provincia o ciudad vecina ya había caído…
Solo barbarie, lavado de cerebros, lideres celestiales, papas infalibles, verdades absolutas, dogmas inamovibles. Desde siglos conocemos ese manipuleo y parece que recién entonces nos dimos cuenta de la perversidad implícita. No podían no llevar la semilla de la autodestrucción porque escapaban a cualquier consideración racional. Pido disculpas si me alejo de Sendero Luminoso, pero fue gracias a Al Qaeda que el IRA comenzó su declino, y quizá el ETA y tantos otros. No era posible justificar tanta barbarie.