Ha viajado a todos los confines del planeta; desde Harvard hasta Bangladés, desde el Yucatán hasta Australia y desde el sur de Francia —su lugar de residencia desde hace más de veinte años— hasta el norte de África, donde vivió con una tribu bereber del Atlas. Ha trabajado como informático, como agricultor en una granja de coliflores y ha sido hasta guía botánico en el Baix Empordà. Con esto ya daría para una conversación más que interesante, pero es que, además de pintor y fotógrafo, William J.R. Curtis es uno de los críticos e historiadores de arquitectura más importantes del mundo. Ha escrito una decena de volúmenes y monografías, sus artículos se publican habitualmente en periódicos y revistas de todo el globo, ha impartido clase en otras tantas universidades y su libro Arquitectura moderna desde 1900 está en las estanterías de los estudios de arquitectura de cien países. Además de todo esto y de ser autor de Le Corbusier: Ideas and Forms, uno de los compendios más exhaustivos sobre la carrera del colosal arquitecto suizo, Curtis también expone periódicamente parte de su obra fotográfica y pictórica.
¿Para qué sirve un crítico de arte o un crítico de arquitectura?
Bueno, en realidad no es mi actividad principal; es solo una de las cosas que hago. Lo único que puedo decir es que yo escribo crítica reflexiva sobre edificios pero no tengo ni idea de cómo la gente la recibe o la usa. Para mí, es un compromiso con la cultura arquitectónica contemporánea, que por supuesto me influye: saber lo que está pasando ahora o hacia dónde vamos. Pero quiero hacerlo de una manera que sea verdaderamente incisiva, no quiero simplemente repetir los modelos o las corrientes. Siempre busco obras que sean capaces de perdurar, que nos sigan interesando dentro de cincuenta años. Las mejores obras de nuestro tiempo.
La palabra «crítica» viene de una palabra griega que significa separar el grano de la paja. Es lo que intentas hacer, evaluar. Y eso teniendo siempre en cuenta que no hay ningún método racional para hacer crítica, es un mito pensar que lo hay. Cuando escribo crítica estudio los edificios muy detenidamente, los experimento —a menudo varias veces—, y luego escribo una reflexión sobre ello.
En realidad, la crítica tiene diferentes funciones y esta es la más positiva de todas porque es muy satisfactorio hablar de edificios que tienen calidad. Pero otra de sus funciones es la de hablar de los desastres, donde usas un método diferente y un canal de información diferente. Por ejemplo, he escrito muchas cosas para El Croquis; es una revista maravillosa, pero es para expertos. Cuando descubres algo muy problemático no quieres hablar solo a los conversos, quieres explicar al público general por qué hay un problema social o político que ha creado ese edificio tan malo. Entonces el estilo cambia, se vuelve mucho más directo y más dramático, utilizas todos los medios para torpedear el barco. Y además tienes una circulación mucho mayor, por lo que acabas siendo muy polémico. Y haces eso porque crees que hay algo que vale la pena revelar, aunque se convierta en un escándalo.
En España, el periodo del gran boom post-Bilbao produjo muchos proyectos ridículos.
Por favor, cuéntanos un ejemplo.
Bueno, hablemos de Peter Eisenman en Santiago de Compostela, la Cidade da Cultura. Este edificio me parece particularmente ofensivo. Hay tantas cosas catastróficas en este proyecto, como poner un falso paisaje Disney a la vista de una ciudad tan extraordinaria y con tanto significado. Y al mismo tiempo, siempre he estado muy interesado en saber cómo se vendió un proyecto de este tipo. Por un lado, los políticos son esencialmente ingenuos y, por tanto, el proyecto también se vendió usando metáforas muy ingenuas, como la imagen de la vieira, por ejemplo.
Y sin embargo, si nos fijamos en la maqueta inicial…
No es nada mala, pero aquí es donde tienes que ser profesional y saber que ahí va a haber problemas. La maqueta era muy sugerente, pero no había un verdadero sentido de la escala, no se podía saber lo grande que iba a ser el edificio en realidad. Y con todo, vendieron el proyecto, convencieron a los políticos.
Pero luego está el otro lado, la estructura de poder de la profesión de la arquitectura. Esta estructura tiene su propio mecanismo de defensa, especialmente a través de la academia en Estados Unidos, por ejemplo. Eisenman era una figura involucrada en una supuesta teoría —aunque la mayor parte es un sinsentido— y envolvió el discurso proyectual con capas de esa teoría. Utilizó Le Pli, El pliegue, de Deleuze, para justificar su proyecto. Y consiguió epatar al público, sobre todo al académico. ¿Qué hay que hacer entonces? Pues tienes que ir quitando todas las capas de esa cebolla y ver lo que queda debajo, y lo que queda es un proyecto horrible que además también es un escándalo político.
Y ahora es un edificio vacío.
Es un edificio vacío que absorbe el presupuesto cultural de Galicia. Cuánto mejor sería si ese presupuesto estuviese en las bibliotecas de todos los pueblos de Galicia.
En estos casos, la crítica penetra mucho más dentro de sociedad, incide en el conflicto, en decidir qué edificios son válidos, cuáles no y por qué. Ya no es solo una actividad más o menos amable o insustancial. Entonces, ¿la crítica tiene alguna función? Pues no sé, cuando haces este tipo de crítica a veces te sientes un poco como Don Quijote [risas].
¿Y no hay una falta de verdadera crítica arquitectónica? La mayoría de las revistas de arquitectura son esencialmente informativas.
Sí, hacen sobre todo información o promoción.
Hay pequeños estallidos de verdadera crítica, pero los hacen periodistas o humoristas. Y por lo general dicen lo feo que es este o aquel edificio, pero no por qué es tan feo.
Sí, pero creo que tienen todo el derecho a hacerlo. Todo el mundo tiene derecho a ser crítico de arquitectura porque todos vivimos en edificios, todos tenemos reacciones a la arquitectura. A veces son reacciones muy ignorantes, pero no siempre. Te sorprendería lo perceptivo que puede ser un taxista, también en Galicia, por cierto. A menudo te dicen lo monstruosa que es la Cidade da Cultura.
La arquitectura es una parte muy importante de la sociedad, pero es la menos articulada de todas. Es muy extraño, todos vamos a la escuela, aprendemos a contar, aprendemos lengua, aprendemos geografía… y todos vivimos en edificios, pero apenas hay enseñanza sobre arquitectura, sobre el espacio o sobre cómo expresar nuestra experiencia dentro de ese espacio. Todo el mundo reacciona ante los edificios y se ve afectado por los edificios pero no son capaces de articular esas reacciones. Es una cuestión mucho mayor, en realidad. Creo que todas las personas deberían ser educadas en materia arquitectónica. Sería mucho mejor, habría mejores clientes, habría mejores alcaldes, todo el mundo sería mejor.
¿Entonces estamos hablando de la separación entre arte culto y arte popular? ¿De la diferencia de percepción de la arquitectura entre personas educadas en la materia y el público general?
Yo diría que también se necesita una buena crítica de arte popular. Cualquier forma de arte tiene su parte culta y su parte más popular. Y hay que saber hablar de ambas, no importa a qué parte se adscriba determinada obra. Es un poco como la crítica cinematográfica. En Francia no es nada mala; en Liberation, por ejemplo, son bastante buenos. Generan una impresión muy buena y muy exhaustiva de lo que se está proyectando en los cines y son muy perceptivos para explicar por qué una película es buena o mala. Así, el público general francés acaba siendo muy cinematográfico, su sensibilidad cinematográfica está muy afinada. Sin embargo, no hay ningún lugar en la Tierra que tenga una sensibilidad arquitectónica igual de afinada. Así que, efectivamente, tenemos un problema real.
¿Crees que es un problema de comunicación entre arquitectos, historiadores o críticos y el público general?
Sí. Creo que hay un problema muy importante porque hay muchos malentendidos. Los arquitectos piensan que están haciendo algo que no son capaces de comunicar y la gente no está entendiendo la intención arquitectónica de los creadores. A menudo hay una enorme distancia, un fuerte desajuste entre ambos, lo cual es un problema grave. Y, de hecho, no creo que vaya a mejorar.
¿El público general suele ver a los arquitectos como una especie de artistas que flotan en su nube por encima de todos nosotros?
En primer lugar, creo que la gente es más práctica que muchos arquitectos. La funcionalidad es muy importante en los edificios, y la buena crítica debe ser capaz de decir cuándo un edificio realmente funciona, cuándo sirve para lo que se supone que debe servir y cuándo no. Si la sala de conciertos tiene una buena acústica, si las sillas son cómodas, si la lluvia se va a colar… todo esto es realmente importante. Voy a poner un ejemplo muy interesante de esto. Hace unos años, en la parte de Francia donde vivo, en Rodez, se inauguró el Museo Soulages, dedicado a la obra de Pierre Soulages. Es un edificio proyectado por RCR: Aranda, Pigem y Vilalta, muy buenos arquitectos en mi opinión. El caso es que ganaron el concurso y han construido el edificio, muy bien colocado en un emplazamiento difícil, entre la catedral y la ciudad nueva, con vistas a las montañas. Y está totalmente recubierto de acero Cor-ten, de acero oxidado. Cuando lo miras, podrías imaginar que todo lo relacionado con el edificio es demasiado agresivo para la gente de Rodez, y sin embargo es enormemente popular. Los profesionales piensan que es un edificio maravilloso, pero también lo piensan personas de toda condición. Una amiga mía se llevó a su hija de nueve años y la niña dijo: «Estar en este edificio es como vivir en un cuadro», porque el edificio tiene un diálogo con la obra abstracta del pintor. Conocí a un granjero que nunca había estado en un museo en su vida y me dijo: «Je suis transformée par cette expérience».
Me gustan mucho estas historias. Historias de cómo la arquitectura se comunica de una manera muy directa con la gente. Un edificio tiene muchos niveles y a mí me parece bien que haya muchas maneras distintas de verlo.
¿Entonces, la calidad de esa comunicación reside en el propio edificio?
El papel de un crítico se basa en decir qué es lo que hay allí, qué es a lo que estamos reaccionando, qué se ha hecho, qué está pasando. Pero en un determinado nivel también tenemos que explicar las intenciones de los arquitectos, lo que hicieron y por qué. Por otra parte, todos los edificios tienen conflictos; tú tomas una decisión que te gusta mucho pero esa misma decisión crea nuevos problemas en otras partes del edificio. Es todo una cuestión de ajustes.
Escribí una reflexión crítica muy cuidadosa sobre el edificio de Rodez. Dije que es un edificio admirable pero que las propias decisiones que se tomaron crean problemas de otro tipo: en el restaurante, con las dimensiones, las circulaciones… En ese momento estás revelando el proceso de pensamiento interno de una obra; de dónde viene, dónde funciona bien y dónde no. Es algo con lo que la mayoría de la gente lidia cada día porque forma parte de la existencia humana: en el momento en el que haces algo, ese algo genera una serie de efectos. Sucede en cualquier vida cotidiana, no está en un plano separado de pensamiento.
Otra cosa que hay que hacer es escribir en una prosa buena y clara. A mí no me gusta la palabrería teórica. Creo que cualquier chico inteligente de dieciséis años debería poder leer tus textos y entenderlos. Deben ser sencillos, no ofuscados. Por ejemplo, en Estados Unidos siempre tienen que soltar los nombres de unos cuantos filósofos y teóricos. No creo que tengamos que hacer eso.
¿Todo es arquitectura? Tú estudias historia del arte, pero luego decides concentrarte en la arquitectura. ¿Por qué arquitectura?
La arquitectura tiene muchos niveles. Está la primera impresión, la primera experiencia, que tiene que ver con espacios, materiales, el lugar y también tiene que ver con moverse a través de ella. Pero no es solo eso; hay mucho detrás. Por eso, para entender la arquitectura tienes que equilibrar tu percepción en diferentes niveles.
Yo soy de la opinión de que el primer documento que se debe emplear como historiador es la propia obra de arte, la propia obra de arquitectura. En el caso de Le Corbusier, mi libro es principalmente sobre sus edificios. No le doy vueltas y vueltas a su vida o a sus ideas políticas, aunque hay bastante de ella. Pero tampoco le he dado vueltas y vueltas a sus textos, aun sabiendo que son muy importantes. Su principal medio de expresión es la arquitectura. También es pintor, sí, pero al final es arquitecto. Me interesa descifrar sus edificios, pero partiendo de la base de leerlos como experiencia. Lógicamente, para hacer eso también tienes que tener un enorme conocimiento de la persona, cómo piensa y cómo opera.
En cuanto a mi decisión de concentrarme en la arquitectura, digamos que en mi caso llevo la arquitectura en el código genético, o al menos en mi infancia. Crecí en un entorno absolutamente extraordinario, una casa preciosa diseñada en 1947, de planta clásica y con un jardín maravilloso: diferentes alturas, estanques, pérgolas… Todo esto me influyó mucho, porque el espacio era algo que me afectaba mucho. Vivíamos muy cerca del mar del Norte, donde los horizontes son verdaderamente impresionantes. Los horizontes son una de las obsesiones que aparecen en todos mis cuadros. De hecho, donde yo crecí era donde iba Turner a pintar sus cielos, así que Turner también es una de mis influencias. Creo que, cuando eres pequeño, esos espacios se meten en tu sistema nervioso. También hay otras asociaciones; mi padre era ingeniero especialista en hormigón y, aunque murió cuando yo era joven, pude mirar muchos dibujos de presas, puentes… y solíamos visitar la catedral de Canterbury cada sábado. Todo eso es muy poderoso.
Así que, para mí, la arquitectura es un mundo interior además de uno exterior. No es solo mirar hacia ella, sino también sacar desde dentro. Posiblemente mis cuadros vengan desde allí, desde el espacio entre un mundo interior y otro exterior. Mirar es importante, pero no creo que la arquitectura sea únicamente una experiencia visual, creo que circula por todo tu sistema nervioso. Experimentamos los espacios a través de sonidos, temperaturas, texturas de materiales, etc.
El proyecto que hice en la Alhambra volvió a sacar todo esto a la superficie, porque la Alhambra es un lugar mágico.
La Alhambra es un conjunto precioso, allí está uno de mis edificios favoritos de todos los tiempos: el Palacio de Carlos V.
Sí, leí tu artículo «Si van a Granada y solo pueden ver una cosa…», y estoy totalmente de acuerdo: ese edificio es asombroso. También leí tu artículo sobre California y el Instituto Salk. El Instituto Salk es magia. Enmarca las fuerzas de la naturaleza.
Viví en La Jolla varios meses, hace como veinticinco años, en los restos de los apartamentos Pueblo Rivera de Schindler, esos estupendos edificios con patio construidos en 1922 junto a la playa. Cada dos o tres días solía ir con mis hijos al Instituto Salk y sencillamente me sentaba allí. Recuerdo verlo una vez en medio de una tormenta; era como un teatro griego. Di una conferencia allí con Jonas Salk en primera fila, una conferencia sobre Kahn en Bangladés. Cuando terminé, salimos y el sol ya se había puesto pero la luz seguía allí. Es un espacio que reacciona a todas esas energías y aun así es muy estático en sí mismo, pero profundamente dinámico en sus relaciones. Es una maravillosa lección de arquitectura.
Allí puedes sentir la rotación de la Tierra.
Sí, el horizonte, las fuerzas del planeta. Es telúrico. Creo que eso es muy importante: la dimensión cósmica en arquitectura. Y creo que el Palacio de Carlos V también la tiene. Tengo gran admiración por ese edificio; es una formidable obra renacentista pero es mucho más que eso. Es un teatro y también es una ventana al cosmos. No es una imposición, es una respuesta a los increíbles espacios de los Palacios Nazaríes. Es un diálogo. Cuando entras al espacio interior desde fuera te das cuenta de que es un mundo dentro de otro mundo. Y además, está tan bien hecho: los materiales, la escala… Imagina cuando tuve que exponer mis cuadros en ese edificio tan extraordinario. Fue un verdadero honor, pero también me dio un poco de miedo, la verdad [risas].
Estudié el Renacimiento cuando estaba en el Courtauld Institute of Art, pintura y luego arquitectura. Tuve muy buenos profesores, pero incluso en esos días aún había una cierta tendencia a provincializar España, a no darle importancia. Italia era el centro del Renacimiento y también se hicieron muchas cosas en Francia, pero a España siempre la pusieron demasiado al borde de todo. Trataban al Palacio de Carlos V como «Bueno, y entonces construyeron eso allí». Lo siento, pero esta es una obra de primer orden, con un enorme conocimiento de todo lo que se había hecho antes: Giulio Romano, Bramante… Es un edificio maravilloso y además, ni siquiera está terminado, ya sabes.
Hemos estado hablando del Renacimiento, pero tú has concentrado tu trabajo en la arquitectura del siglo XX.
Sí y no. La realidad es que a mí me interesa la arquitectura de todos los tiempos. De hecho, mi formación comenzó con el Renacimiento, y fue una decisión deliberada porque sentía que ese era el punto más alto en la historia del arte y, por tanto, era la mejor manera de comenzar a estudiarla.
Te voy a contar una pequeña nota autobiográfica: los edificios tienen tal efecto en mí que me cambian la vida. Cuando vi el Gimnasio Maravillas aquí en Madrid en 1987 no podía creer cómo es que yo no había conocido ese edificio antes. Inmediatamente me interesé por De la Sota y sigo pensando que ese edificio es uno de los hitos máximos de la arquitectura mundial. Es uno de esos edificios que te golpean muy fuerte.
Cuando era estudiante tuve un montón de trabajos de todo tipo. Fíjate que mi primer trabajo lo tuve en España cuando tenía diecisiete años. Trabajé como guía botánico en el Jardí Botànic de Calella de Palafrugell, y eso que no tenía apenas conocimiento sobre plantas [risas]. Hice muchas cosas distintas: trabajé en una granja recogiendo coliflores, hice autostop por Grecia y Turquía… y luego conseguí un trabajo serio en la industria informática en Londres. Un día, cuando tenía diecinueve años, iba de camino al trabajo por mi ruta habitual junto a Regent’s Park y tuve que desviarme y conducir por el otro lado del parque. De repente, me encontré con un edificio moderno precioso. Era el Royal College of Physicians, diseñado por Denys Lasdun. En ese momento yo ni siquiera conocía el nombre del arquitecto pero esa misma tarde lo busqué y, desde ese día, pasaba siempre por ahí para mirar el edificio. Bien, entonces empecé a estudiar historia del arte —casi por accidente, de hecho— y comencé por el Renacimiento. En mi segundo año de carrera, estaba un día en clase leyendo un ensayo a mi tutor, un ensayo sobre Mantegna, el pintor, pero mi tutor me interrumpía a cada momento. Cuando llegamos al descanso estaba muy cabreado, y decidí no volver. Así que me fui directamente a Regent’s Park, miré a ese edificio y dije: «Ahí es adónde tengo que ir». Me metí en una cabina, llamé a la oficina de Lasdun y conseguí hablar con él y decirle que quería montar una exposición sobre su trabajo. Diez minutos después estaba sentado con ese fantástico arquitecto, que tenía treinta y cinco años por entonces. Hablamos durante horas, sobre Brunelleschi, el Renacimiento, la arquitectura moderna, esto y lo otro. Monté la exposición en la sala común de Courtauld y la verdad es que fue una exposición muy mal organizada, pero significó el principio de algo.
Así que tu pasión por la arquitectura es mitad código genético y mitad la epifanía de San Pablo.
A ver, el ADN ya estaba allí, esperando para salir a la superficie. Te voy a contar algo: Juan Domingo Santos, arquitecto granadino que trabajó en el proyecto del Atrio de la Alhambra junto a Álvaro Siza, también montó la instalación de mi exposición. Escribió un texto precioso que se llama «Un viaje de reminiscencias». Trata sobre jardines y la importancia de los jardines en mi existencia, y sobre los jardines de la Alhambra como una respuesta a la naturaleza. Hace unos años vino a visitarnos a Francia y vio el jardín de mi casa. Mi jardín es mi obra. He estado trabajando en él durante años; una destilación de ruinas, plataformas… Entonces le conté la historia del jardín de mi infancia y le enseñé algunas fotos de esa época. Allí estaba yo, con tres años, sentado junto a un tanque de agua. Curiosamente, en esa foto, los peldaños que aparecen detrás de mí son estratificaciones en voladizo. Esos peldaños eran un homenaje del arquitecto a la profesión de mi padre. Le enseñé esa misma fotografía a un arquitecto francés amigo mío y dijo: «Pero todo estaba allí ya: Frank Lloyd Wright, Lasdun, las casa Dom-ino, Le Corbusier…» [Risas].
Es muy bonito porque no es hasta muchos años después cuando te das cuenta de la importancia de todas esas capas de experiencia que se han acumulado en tu vida. Incluso mis cuadros vienen de allí.
Ha habido debate sobre la comunicación en la ciencia y sobre quién es más adecuado para ejecutarla: científicos o periodistas. ¿Quién es más adecuado para comunicar sobre arquitectura? ¿Arquitectos, críticos, periodistas?
Bueno, piensa que la arquitectura es muy diferente a la ciencia. La ciencia tiene que ser verificable mientras que en arquitectura hay mucha más ambigüedad. Creo que hay veces en las que un texto escrito por alguien que no tiene nada que ver con la arquitectura puede ser mucho más bonito y revelador que un texto más profesional. Aldous Huxley escribió una pieza formidable sobre el Palacio de los Gonzaga en Mantua; capturó la atmósfera, la melancolía, el declive… algo de lo cual arquitectos e historiadores no hablan a menudo.
Comienzas a pintar pasados los cincuenta, así que eres una especie de flor tardía, ¿no?
Soy una flor tardía pero también soy una flor temprana. En realidad comencé a pintar cuando tenía catorce años. Me he pensado bastante si incluir esas primeras pinturas en la exposición, pero al final he decidido no hacerlo. Sería excesivo, demasiado confuso. Pero un día quiero enseñarlas, porque son muy emotivas. Conservo la mayoría, aunque algunas las tiene mi familia o las vendí en su momento porque era una manera de conseguir dinero rápido. Cuando las miro, me doy cuenta de que gran parte de mi trabajo ya estaba en ellas: el espacio marítimo, el mar del Norte en invierno, el horizonte.
Aunque también hay influencias. Yo era un niño muy naíf, pero leía y miraba. A los catorce años cogí un tren a Londres y fui a una exposición que incluía a varios expresionistas abstractos americanos: Rauschenberg, Pollock, Jasper Johns… y también había algunos pintores abstractos europeos como Pierre Soulages. Yo era un niño pero esas obras de arte me golpearon muy duro. Luego, a los dieciséis, escribí un ensayo sobre Dadá y el surrealismo.
¿Con dieciséis años?
Sí. Me interesaba mucho el surrealismo y los automatismos en el arte. Así que algunos de esos primeros cuadros son muy precisos, o al menos muy precisos para el mundo tal y como yo lo veía con esa edad.
Luego comencé mis estudios y cuando eres estudiante tienes que elegir; no puedes hacerlo todo. Así que aparqué mis cuadros y me concentré en convertirme en historiador, en profesor. Pero entonces, cuando tenía veintiocho años, las pinturas volvieron a otra vez. Había terminado mis estudios y comenzado mi primer trabajo como profesor en el Carpenter Center de Harvard, el edificio de Le Corbusier; así que estaba impartiendo clase en el edificio del cual había escrito. Estaba en el Departament of Visual and Environmental Studies, que no trataba sobre arte ni sobre arquitectura; trataba de educación visual en un sentido general. Mi trabajo consistía en introducir a los estudiantes en el universo de la imagen, enseñarles a mirar; no solo sobre arquitectura sino sobre objetos, películas, fotografías… era genial trabajar con esas ideas. El seminario más importante se llamaba «De la idea a la forma», y trataba del símbolo, de cómo operan los símbolos. Éramos casi como una especie de sociedad secreta.
Bien, en ese momento estaba escribiendo mi libro Arquitectura moderna desde 1900, pero lo hacía en secreto, nadie sabía nada salvo mi novia. Podría haberme quedado trabajando como profesor en Harvard, pero una vocecita me dijo: «No, esto no es lo que eres. Tienes que ser creativo». Así que dimití. Y nunca me he arrepentido de esa decisión. Sabía que el libro estaba a punto de publicarse y que iba a ser mi pasaporte internacional, aunque nadie supiese que lo había escrito.
El entorno de Harvard era muy bueno porque solo daba clase en periodos de medio año —era un requisito de mi visado—. Era estupendo porque me permitía no estar absorbido por el trabajo y así pude viajar por América y por el norte de África, pude hacer algo de dinero dando conferencias aquí y allá. Y me permitía escribir. Escribí muchísimo en esa época. Algo que ayudó mucho a que todo ese trabajo saliese a la superficie fue la observación durante mis viajes. En los años de Harvard fui desarrollando un cuaderno de dibujos de mis viajes: ruinas, edificios, paisajes. Alrededor de 1984 hice muchos dibujos que ahora están en la exposición: de Palenque, Chichen Itzá, Yucatán…Toda mi manera de ver el mundo se agrupaba en esos dibujos. Solo se trataba de intentarlo una y otra vez. De hecho, algunos de esos croquis son el material crudo del que se extraen mis cuadros y fotografías: estratificación, espacio, el horizonte. Siempre está el horizonte.
Luego sí, las cosas hicieron clic definitivamente en 1996. El lenguaje estaba allí pero todo salió a la luz en 1996. Fue una liberación.
Aunque casi todo el mundo te conoce como crítico, ahora estás al otro lado, eres un objeto de crítica. ¿Cómo te sientes al respecto?
Eso lo tiene que decidir el resto del mundo. Yo solo me veo a mí mismo como alguien que hace cosas distintas, aunque la gente me considera principalmente un crítico. Y es comprensible porque solo conocen una parte de tu trabajo. Le Corbusier usaba ese nombre como arquitecto y otro como pintor: Jeanneret. El mismo Juan Navarro Baldeweg a veces dice estar cansado de que los arquitectos le llamen pintor y los pintores le llamen arquitecto. Creo que por eso soy un late bloomer para la mayoría de la gente, porque solo conocen mi trabajo de los últimos quince años, y ni siquiera lo conocen necesariamente demasiado. Pero no creo que sea mi problema; yo tan solo produzco obras. Y estoy verdaderamente agradecido de haber tenido la oportunidad de exponer esas obras en un lugar tan bonito como la Alhambra.
La Alhambra ha cruzado mi vida muchas veces. Yo creo que tú no decides las cosas más importantes que te pasan en la vida, como con quién te casas o qué estudias. Las cosas sencillamente suceden. La Alhambra ha aparecido en mi vida de forma casi natural; es un lugar que me encanta, sí, pero un día sucedió algo. Fue durante el Hay Festival, el festival literario que normalmente se celebra en Segovia pero que hace unos años lo hizo en Granada. De algún modo, alguien se puso en contacto conmigo para preguntarme si quería escribir un discurso sobre la Alhambra para leerlo en la inauguración. Dije que sí y escribí un pequeño texto llamado «Meditación sobre la Alhambra». A la gente le gustó, lo cual es curioso porque los escritores son incluso más narcisistas que los arquitectos [risas]. Bien, una noche había un evento flamenco en la Alhambra, un precioso concierto con Eva Yerbabuena, y allí me encontré de repente a Juan Domingo Santos, a quien no había visto en años. Un par de minutos después estaba rodeado del mundo de la cultura granadina. Esa noche fue el principio de algo, porque Juan quedó muy impresionado con algunas de las fotos que había hecho en la Alhambra. Allí fue donde empezó.
Pero hay otra fase, una que nos enseña lo poderoso que puede ser un monumento. Yo conocí a Álvaro Siza casi por accidente cuando estaba escribiendo una pieza sobre su trabajo para El Croquis en 1994, pero luego estuvimos juntos en un jurado en Alicante en el 96. Después de comer yo estaba tomándome un café y empecé a hacer algunos dibujos en un cuaderno, Siza vino hasta mi mesa y preguntó qué hacía, y si podía ver mis dibujos; al final se los enseñé y le gustaron. Esa noche nos encontramos de nuevo y me dijo que él era arquitecto, pero también hacía escultura, y que yo era historiador, pero que tenía otra vida con mis dibujos y que debía ir a por ello. Fue muy bonito.
De vuelta a la Alhambra. En 2011, Siza y Juan Domingo Santos ganaron el concurso para el Atrio de la Alhambra; un proyecto muy bueno, por cierto. Álvaro me escribió una carta diciendo que mi texto «Meditación sobre la Alhambra» había sido importante para su proyecto, porque hacía una reflexión sobre la Alhambra como una realidad contemporánea, no como una reflexión sobre el pasado.
Todas esas piezas comenzaban a unirse. Fue hace seis o siete años cuando surgió la idea de montar una exposición de mis fotografías, sobre todo las de la Alhambra. Era genial porque tenía como seis mil fotos de la Alhambra, en todas las estaciones. Pero entonces decidimos que es un riesgo montar una exposición solo de fotografía, básicamente por el hecho de que se toman un millón de fotos de la Alhambra cada semana. Hay un problema de sobrecarga de imágenes. Así que decidimos incluir también algunos de los dibujos y las pinturas más relevantes, pues eso también es una forma de mirar. Más tarde los dibujos y los cuadros cobraron más y más importancia hasta que todo tomó una configuración que, a mi parecer, tenía sentido para la exposición. Hay otra energía detrás, que viene de toda la gente que participó, consciente o inconscientemente en ellos. Siza, Juan, yo mismo, y también Carmen Moreno Álvarez, que hizo un catálogo realmente precioso.
En tus propias palabras: «Le Corbusier es el Papa de la arquitectura moderna». ¿Por qué es tan importante no solo para los arquitectos, sino para todo el mundo?
En la historia de las civilizaciones a veces surgen ciertas personas que inventan un universo creativo completo. Un modelo total del mundo. Miguel Ángel, Goethe, Picasso… piensa en esa escala. Se involucran con su mundo pero profundizan mucho más, llegan hasta algo que podemos llamar universal. Y cambian nuestra percepción de todo, cambian las reglas del juego dentro de un determinado campo o disciplina. Esa es la escala de Le Corbusier: cambia la arquitectura y los edificios, cambia los procesos de pensamiento, crea un nuevo lenguaje. Pero es mucho más. Genera toda una percepción del mundo moderno: espacio, industrialización, urbanismo. Es un catalizador de la transformación de la sociedad moderna; y siempre con un ojo en el pasado.
«Mi único verdadero maestro es el pasado».
Voilà. Esto es algo extraordinario. Es una de esas cosas por las que le admiro profundamente y de las que más he aprendido de él, porque yo también he aprendido a pensar así.
Le Corbusier toca prácticamente todos los problemas relevantes de la modernización. Presta atención a cada categoría de las cosas: el rascacielos, la casa, la construcción de hormigón, la ciudad; y todo lo que hace no es solo lo que es, lo convierte en una tipología. En la reedición de mi libro añadí algún capitulo nuevo, uno de ellos se llama «Lo único y lo típico», y trata del proceso de pensamiento. De hecho, los cuatro últimos capítulos son un intento de resumir mi punto de vista sobre los principios arquitectónicos de Le Corbusier. He intentado aunar un compendio completo de mis pensamientos sobre su trabajo y su dimensión cultural y mental, que no tenía antes y tengo ahora porque ahora lo percibo mejor. La primera versión del libro se publicó en 1986, en pleno posmodernismo, cuándo tenías casi que defender a Le Corbusier: «En realidad no era funcionalista, siempre estaba involucrado con el pasado…».
Yo a veces digo que Le Corbusier no era funcionalista, era emocionalista.
Todo el mundo tiene a su propio Le Corbusier, es una figura absolutamente poliédrica. Algo que intento mostrar en el último capítulo, «Transformando Le Corbusier», es cómo la misma cosa se lee de manera completamente diferente por distintas personas. Por ejemplo, la Villa Stein en Garches, construida en 1927; Terragni la entendía como un palacio renacentista. A él le interesaba la proporción, el clasicismo. A Aalto también le interesaba profundamente esa casa, pero de un modo completamente distinto: la planta libre, las diferencias entre la fachada frontal y la trasera y cómo esos elementos generaban un paisaje. Diez años después, toda esa reflexión apareció en una nueva configuración en su Villa Mairea.
Otro ejemplo de cómo Le Corbusier es influyente incluso en la arquitectura más contemporánea. En 1992 el Ayuntamiento de Bilbao me invitó a visitar la exposición donde estaban mostrando algunos de sus nuevos proyectos. Frank Gehry estaba allí y me enseñó una maqueta en madera del Museo Guggenheim, aunque todavía no estaba seguro de qué materiales iba a usar. Al día siguiente estábamos desayunando y al enterarse de que yo vivía en Francia, me dijo: «¿Sabías que mis dos edificios favoritos están en Francia?». «Creo que puedo adivinar uno de ellos: Ronchamp», le contesté. «Por supuesto. Me convertí en Frank Gehry el día que vi Ronchamp».
Esto es precioso: «Me convertí en Frank Gehry el día que vi Ronchamp».
Pero aún hay más sobre Ronchamp. En los 80 o 90 fui a Japón a entrevistar a Tadao Ando para El Croquis. Yo no hablaba japonés y él no hablaba inglés así que necesité un interprete. Todo el mundo preguntaba a Ando sobre sus referencias a la tradición japonesa pero yo quería saber si también estaba interesado en la arquitectura occidental. «Desde luego» me dijo. Me contó su peregrinaje en el Transiberiano hasta Finlandia y como después siguió viajando por toda Europa. Entonces le pregunté cuáles eran verdaderamente sus edificios favoritos. Dijo «[Imita sonidos japoneses] Ronchamp [sigue imitando sonidos japoneses] Panteón». [Risas]. Así que le pregunté que es lo que le gustaba de Ronchamp. «Es el vacío lleno con luz». Ya ves, una visión completamente diferente a la de Gehry, y ambas son ciertas. El edificio es todas esas cosas. Esa es la naturaleza de la verdadera influencia.
Aparte de Mies van der Rohe y Aalto, ¿hay algún otro maestro tan influyente como Le Corbusier?
Kahn es muy influyente, dependiendo de la parte del mundo en la que te fijes. Ha sido una figura absolutamente seminal en la India. Estuve en Bangladés hace unos meses revisitando la Asamblea de Dacca por primera vez en treinta años. Es un edificio asombroso. Es obviamente arquitectura moderna pero tiene una profunda comprensión del pasado, de la tradición, no solo islámica, también de la budista. Cuando estuve allí hace treinta años conocí a algunos niños que son ahora arquitectos, que han estado viviendo y estudiando bajo la poderosísima influencia de la obra de Kahn, así que está muy presente en su arquitectura. Sin embargo, la influencia de Kahn es muy distinta en Estados Unidos.
Pero, a pesar de ser tan importantes, no son inmunes a la crítica.
No no, eso sería ridículo.
De hecho, estaba pensando en la Unité d’Habitation, sobre todo la de Marsella. Ha habido muchísimas críticas contra ese edificio.
Sí y no. Esto es curioso porque la gente suele tener unos prejuicios esencialmente ilógicos; y a ese edificio se le ha hecho responsable de todos los bloques horribles que se han construido en el mundo, lo cual es una locura. Pero sin embargo, ahora se le considera monumento nacional en Francia y todos los bobos quieren vivir allí. ¿Sabes lo que es un bobo?
Pues no.
Un bourgeois-bohème.
Ah, ¿cómo un hipster?
Exacto, un hipster. Todos los hipsters quieren vivir allí, es muy popular. Ya sabes que la gente tiende a simplificar en exceso, cuando edificios muy inteligentes han surgido a raíz de la Unité. El Holyoke Center en Harvard de Sert, por ejemplo, es una solución magnífica. Yo sigo pensando que la Unité tiene un enorme futuro por delante. Gran parte de la crítica que se hizo contra ese edificio llegó en un segundo periodo, durante el neorracionalismo, cuando las escuelas de arquitectura rechazaban los edificios aislados de ese tipo. Intentaban recuperar la ciudad tradicional: la calle, la plaza; mientras que eso era un bloque. Pero en fin, las escuelas de arquitectura pueden ser muy dogmáticas, lo cual es curioso porque luego cambian cada pocos años en cuanto aparece algo nuevo.
Por otro lado, no creo que estos edificios no tengan problemas, y he hablado abiertamente de ello. Le Corbusier tuvo muchos problemas con la construcción. Por ejemplo, Villa Saboya tuvo goteras desde el primer día, el hormigón de Marsella tuvo que ser reconstruido. Volviendo a Kahn, no creo que la solución de los grandes huecos funcione muy bien en el clima tropical de Dacca. No son artefactos perfectos, pero aun así, son regalos a la humanidad. Tenemos que restaurarlos y cuidar de ellos, porque la gente suele ser muy negligente con la arquitectura moderna. Por eso, iniciativas como el Docomomo son tan necesarias, con todas esas personas peleándose para preservar la arquitectura moderna.
Intentan colocar los edificios modernos al mismo nivel que la arquitectura gótica o renacentista.
En el futuro, la arquitectura moderna será nuestro patrimonio.
Aquí en España probablemente tengamos un patrimonio de arquitectura moderna muy completo. Ya sabes, hay un puñado de arquitectos españoles muy conocidos actualmente: Rafael Moneo, Alberto Campo Baeza, Juan Navarro…Pero creo que nuestros maestros, esos arquitectos de los sesenta y los setenta no son los suficientemente conocidos fuera de nuestro país. Gente como Sáenz de Oiza, de la Sota, Coderch…
Absolutamente. Mira, de 1993 a 1995 hice una revisión profunda para la tercera edición de Arquitectura moderna desde 1900, y una de las cosas que integré fue la arquitectura moderna española, porque había sido muy ignorante de la mayoría de ella. En esa tercera edición fui muy consciente de incluir a Alejandro de la Sota y a José Antonio Coderch, en particular. Para mí son los pilares de la arquitectura moderna española.
Conocí a De la Sota en los noventa. Él había leído «La anatomía de las intenciones», el texto que escribí sobre el Gimnasio Maravillas, y le había gustado mucho, así que tuve la oportunidad de conversar con él en su estudio en Madrid. Fue como una comunión de espíritus, realmente estupendo. Un tiempo después escribí un texto más largo sobre el Gobierno Civil de Tarragona. Un día debería publicar una monografía sobre De la Sota porque está creciendo cada día que pasa.
Creo que todas las generaciones de arquitectos españoles han extraído inconscientemente de esos dos pilares. Fíjate, si me pusieras una pistola en la cabeza y me dijeses: «Nombra los dos mejores edificios españoles de los últimos setenta años», instantáneamente contestaría: «La Casa Ugalde de Coderch y el Gimnasio Maravillas de De la Sota».
Completamente de acuerdo, aunque quizá yo incluiría Torres Blancas de Sáenz de Oiza.
Es maravilloso, pero en realidad yo incluso prefiero la torre del Banco de Bilbao. Es un edificio extraordinario.
Absolutamente. Es uno de los mejores rascacielos…
Del mundo. Del mundo entero.
Hay ideas que resisten la acción disolvente del tiempo, aquí hay varias
Fantastica entrevista.
Perdón por el atrevimiento… sé que ponerlos a la altura de los Maestros que se citan es una desconsideración… pero, aquí en Canarias, para ser más precisos en Tenerife, está la obra de D. Javier Díaz-Llanos y D. Vicente Saavedra, para mí inesperadamente soberbia. Yo por culpa de sus edificios soy un humilde arquitecto que vive su profesión con pasión.
Sé que D. William Curtis la conocerá por sus visitas a la isla pero, como se comenta de la De la Sota, me parece que su obra «crece cada día que pasa».
Agradecido por poder leer estas publicaciones,
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