Me aventuré a comprar El maestro y Margarita cuando estaba en una época de «rusofilia» y me dio por leer todo lo que pudiera de Dostoyevski, Gógol, Tolstói, Pushkin y cualquier otro compatriota suyo; así que la predisposición era buena ya de inicio. Pero la misma (o más) tenía cuando empecé Anna Karénina y lo terminé solamente porque tenía la esperanza de que en la última página la historia diera un vuelco insospechado e hiciera que me enamorara de la novela, cosa que ni siquiera un tren arrollando el cuerpo de una sosaina consiguió. Pero con Bulgákov me sentí subyugado ya desde el principio. Y es que un libro que se abre con una cita de Fausto de Goethe, cuyo primer capítulo se llama «Nunca hables con desconocidos» y en el que ya en las primeras páginas el diablo aparece en los Estanques del Patriarca de Moscú interrumpiendo una conversación entre dos intelectuales y le dice a uno de ellos que ese mismo día morirá decapitado… a ver quién es el guapo que lo deja y no se lanza como un demente a devorar el segundo capítulo. Es como si a los pocos minutos de iniciarse el metraje de la película soviética Я шагаю по Москве (Walking the Streets of Moscow) —la primera película con Nikita Mijalkov de protagonista, en la que unos jóvenes pasean por Moscú sin que aparentemente pase nada importante— Guy Ritchie y Quentin Tarantino decidieran tomar las riendas de la dirección y el guion y provocar el caos y la destrucción. Bueno, más o menos lo que hará el personaje de Woland (el diablo) en la novela de Bulgákov.
Impaciente tras lo prometido en el primer capítulo, el lector empieza a leer el segundo… y se queda totalmente descolocado: de repente se encuentra leyendo una especie de Biblia remastered: Jesús de Nazaret, Pilatos, Judas… Al principio puede pensar que los Testigos de Jehová cada vez son más astutos y ya no se conforman con dar la turra por las calles con sus folletos, sino que le tientan con un relato de desmembraciones para captar su atención y, de repente, echar las redes del proselitismo. Pero no, que ahuyente sus temores el titubeante lector, se puede lanzar sin miedo, que Mijaíl Afanásievich da lo que promete. En la novela se van alternando los capítulos sobre las diabluras del «wild bunch from hell» en el Moscú de los años treinta del siglo XX con los de Jesús en el Medio Oriente del siglo I, y por allí aparece un gato alto como una persona llamado Beguemot (‘hipopótamo’ en ruso) que solo quiere ver el mundo arder, una fiestaza por todo lo alto organizada por el mismo Satanás con ocasión de la celebración pagana de la noche de Walpurgis, un manicomio con locos que le gritan a la luna llena, brujas que sobrevuelan desnudas la ciudad, un mago-hipnotizador que engaña y ridiculiza a la más alta sociedad moscovita… Poco más se le puede pedir a una novela escrita en la Unión Soviética de los años treinta.
Evidentemente, todo apuntaba a que al tito Koba no le iba a hacer mucha gracia que en un libro escrito bajo su régimen se rieran abiertamente de la sociedad del país en el que mandaba, se narrara la vida de Jesús de Nazaret como la de un personaje histórico cuando el ateísmo era la «religión» oficial, apareciera el diablo como un personaje y a alguien se le pudiera ocurrir que no era más que una metáfora del propio Stalin… Y, efectivamente, así fue. Aunque Bulgákov falleció en 1940 (antes de poder acabar la historia de Margarita y el maestro), la novela no se pudo publicar en la URSS hasta 1966 (trece años hacía ya que por las venas del georgiano de acero corría formaldehído en lugar de sangre), e incluso entonces se trataba de una versión muy censurada. Hasta 1990 no se pudo publicar la versión íntegra en el país donde fue escrita (aunque de ese país ya quedaba poco), pero el samizdat, evidentemente, hacía maravillas, así como algunos ejemplares de las ediciones publicadas en el extranjero que conseguían cruzar el telón de acero. Así, el mundo comprendido en El maestro y Margarita y frases que en ella aparecen pasaron a formar parte del día a día soviético, donde expresiones como «tiene un grado de frescura de segunda categoría» (es decir, amable tendero soviético, no me intente colar este esturión como fresco, que ya huele, acordemos que tiene un grado de frescura de segunda categoría y todos contentos) y «los manuscritos no arden» (curiosamente, Bulgákov quemó su primer manuscrito de la obra y tuvo que reescribirla de memoria) aparecían en las conversaciones de camaradas que, oficialmente, jamás las habían leído. Quien sí las leyó, por cierto, tras recibir el libro como regalo de Marianne Faithfull, que entonces era su novia, fue Mick Jagger; y algo debió de ver en ellas, ya que le inspiraron para componer una de las canciones más representativas de The Rolling Stones: «Sympathy for the Devil». Quizá sin lo escrito por Mijaíl Afanásievich Bulgákov Sus Satánicas Majestades hoy no serían tales.
Si estas líneas han hecho que alguien se interese por leer las andanzas de Woland, Margarita, Beguemot, Herodes, Jesús, Barrabás y demás personajes repartidos entre el Jerusalén del siglo I y el Moscú del XX y tiene la desgracia (nadie es perfecto) de no dominar la lengua de Kropotkin, sería muy recomendable que se hiciera con la traducción de Marta Rebón (Ediciones Nevsky), excelente tanto en la forma (léxico, ritmo y estilo muy cuidados que intentan emular el original ruso) como en el fondo, ya que se basa en la versión de 1990, la más completa hasta la fecha, sin censura y con todos los fragmentos recuperados de los manuscritos aparecidos tras la muerte de Bulgákov.
Esa novela es magnífica. Solo por narrar una dimensión infinita en el interior de un espacio finito (el Más Allá dentro de un piso de Moscú), y lograrlo sin maquillar ninguno de los dos escenarios, merece ya la pena. Pero todavía hay más: cómo relata Bulgákov los acontecimientos que giraron alrededor de la muerte de Jesucristo es «pa mear y no echar gota»: arte narrativo en mayúsculas. A pesar de que todas las reseñas y todas las referencias a El maestro y Margarita contienen la coletilla de que el diablo llega a Moscú, lo cierto es que esa frase no se dice literalmente en el texto; de hecho, el texto «no dice nada»: la novela es un compendio del mantra de la buena escritura: no contar sino mostrar. Ver (al leer) tantos paisajes y tantos colores y tantas cosas es algo impresionante. Qué se puede esperar de alguien que coge una máquina del tiempo, retrocede 2000 años en la Historia y presenta a Poncio Pilatos con estas dieciséis palabras: Con un manto forrado de rojo sangre, arrastrando los pies como hacen todos los jinetes…:
Me la recuerdo, sobre todo, por las extremas manifestaciones de humanidad de algunos de sus protagonistas: Jesús rogándole que no le hiciera daño a Mata Ratas, un gigantesco e inquietante legionario a quien Poncio Pilatos, ofendido porque Jesús se dirigió a él con el apelativo de «buen hombre» le ordena que lo frustre. Y después, la más desgarradora, el pedido de que finalizara el suplicio de una mujer condenada por un crimen al infierno. Una lectura imperecedera. Gracias por recordarla.
Gracias por el artículo 👍 Siempre he pensado que era, El Maestro Y Margarita, una punkarra revisitación de Fausto. Me flipó el libro, leído además en un tiempo muy convulso para mí, y llevo tatuado en el antebrazo externo izquierdo la catedral de san Basilio con un gato en la cúpula, y la frase, <>. Desde 1997, lea lo que lea, siempre hay una rusa o un ruso en mi atril (todo empezó con Humo de Turguenev, y Crimen Y Castigo de Dostoievski)…