«Nunca me propuse escribir obituarios», dijo en junio de 2018 Margalit Fox, autora de más de mil cuatrocientos obituarios para The New York Times, el día que anunciaba que dejaba de escribirlos para dedicarse a la literatura. «No ha nacido el niño que llega a casa de la escuela primaria y dice: “Cuando sea grande quiero ser… escritor de obituarios”». En su caso, Fox acabó escribiendo cientos de ellos —muy a menudo por adelantado— como resultado de quedar un puesto vacante. El departamento era considerado una especie de Siberia, a la que «te enviaban si querían castigarte, pero no tenían razones suficientes para despedirte», explicaba. Y, sin embargo, ella siempre sospechó que obituarios era «la mejor sección del periodismo», por la razón de que «seguías los temas desde la cuna hasta la tumba», y eso los volvía el género más narrativo de cualquier diario.
La necrológica exige una sensibilidad especial. Y también paciencia. En 2006, por una precipitación, The New York Times publicó el obituario de la bailarina estadounidense Katharine Sergava, que seguía viva, como le hicieron saber al diario amigos de la artista. Es un tipo de error esporádico, pero viejo. Ernest Hemingway decía disfrutar plenamente de las noticias periodísticas sobre su muerte tras un accidente aéreo en África. En aquella época, el escritor decía empezar los días con «el acostumbrado ritual matutino de una copa de champaña fría y un par de notas necrológicas» sobre su persona.
El obituario también exige nervios templados, como los del poeta británico Stephen Spender. En cierta ocasión se encontraba pasando unos días en casa de su amigo W. H. Auden cuando este recibió un encargo del Times de Londres para escribir la necrológica precisamente de Spender, para cuando se necesitase. Producto del desconcierto, esa noche Auden no durmió demasiado bien. De hecho, cuando por la mañana, durante el desayuno, se sentó a la mesa y tuvo a su amigo delante, no pudo sino confesar el encargo que le habían hecho desde el periódico, y le preguntó a Spender con cierto desenfado: «¿Hay alguna cosa en la que te gustaría que pusiese énfasis?». Después de todo deseaba que la nota necrológica quedase bien. Stephen Spender se encogió de hombros. No sabía bien qué decir. Su vida no era gran cosa. Se abrigó en el silencio y agachó la cabeza. No sabía si confesarle a su amigo Auden que él ya había escrito su necrológica por encargo del mismo periódico.
El obituario, de enorme tradición en los medios anglosajones, es un trabajo de escritura, que a veces se hace a contrarreloj, y en ocasiones con tiempo, huyendo de las prisas. En todo caso, Bruce Weber, uno de los componentes de la sección de obituarios de The New York Times, confesaba hace un par de años, para el documental Obit, de Vanessa Gould, que «literalmente, me presento por la mañana en el trabajo y digo, “quién ha muerto”, y alguien pone una carpeta en mi escritorio». Otras muchas jornadas el trabajo consiste en pensar quién puede morir, y empezar a acumular información sobre su historia. Después de todo, las necrológicas no tienen nada que ver con la muerte, y sí con lo que hiciste con tu vida, y el impacto que tuvo.
En septiembre de 2006, en una charla con sus lectores, el editor de obituarios de The New York Times, Bill McDonald, explicaba que la mayoría de los obituarios del periódico «se escriben rápidamente, en un día o menos». El diario dispone de tres escritores a tiempo completo que dedican la mayor parte de su tiempo a redactar «lo que llamamos obituarios “diarios”, que oscilan entre las doscientas palabras y las mil, incluso más». Cuando las necrológicas rebasan con creces esos límites significa que están escritas por adelantado. Para esos casos The New York Times cuenta con más personal, algunos colaboradores externos. «Tenemos alrededor de mil doscientos obituarios en el archivo, y reponemos y actualizamos esa biblioteca todo el tiempo. La razón es obvia. Nunca podríamos producir una biografía completa, bien investigada y bien elaborada de cinco mil palabras de un jefe de estado, digamos, o un gigante literario, en un día o menos».
El obituario aún sin publicar más antiguo de The New York Times data de 1982, explicaba McDonald hace doce años. El protagonista del mismo, obviamente, estaba vivo, y el autor del texto, muerto. El trabajo adelantado tiene a veces ese efecto curioso. Ya ocurrió varias veces. Fue, por ejemplo, el caso de la necrológica sobre el físico James Van Allen, publicada inmediatamente después de su muerte, el 9 de agosto de 2006. Su obituario aparecía firmado por Salter Seager Sullivan Jr., fallecido el 19 de marzo de 1996.
Una de las cuestiones a dilucidar cuando trabajas en el departamento de obituarios de un medio anglosajón es quién merece uno. Las preguntas básicas que se hacen en The New York Times son: «¿Es tal o cual muerte noticia nacional? ¿Tuvo esa persona tanto impacto en este mundo que su muerte es algo que los lectores deberían saber?» La cuestión es cómo se mide ese impacto. Porque no hay una regla. «Utilizamos la única herramienta que tenemos disponible: nuestro juicio, informado por años de experiencia en periodismo, vidas de lectura, conciencia del mundo, sentido de la historia. Llevamos ese juicio con nosotros, y The New York Times nos paga para usarlo bien», explicaba a un lector de Indianápolis McDonald, que acción seguida debió responder a la pregunta de otro lector interesado por saber quién escribía la necrológica de un editor de necrológicas. A menudo, un compañero del periódico. Aunque hay casos excepcionales, como el de Lowell Limpus, un reportero del New York Daily News, cuyo obituario apareció en ese diario en 1957, firmado por el propio fallecido. No se fiaba de sus colegas. El arranque de la nota era magnífico: «Este es el último de los 8.700 artículos que he escrito para que se publiquen en el News. Tiene que ser el último ya que fallecí ayer…».
Gay Talese recordaba precisamente el caso de Lowell Limpus en un perfil publicado en 1966 en la revista Esquire sobre Alden Whitman, el escritor que «inició y perfeccionó —tal como rezaría su obituario en 1990— un enfoque y estilo personalizados en la escritura de obituarios al entrevistar a sus protagonistas antes de su muerte». Entre 1964 y 1976, cuando se jubiló, Whitman escribió cientos de obituarios por anticipado. «Para perfeccionarlos, viajó por todo el mundo para hablar informalmente con las personas a las que después consagraría la necrológica». Por cortesía, antes les informaba por carta de que simplemente preparaba un ensayo biográfico, pero confiando en que interpretasen sus palabras correctamente.
Whitman tenía siempre «la muerte en la cabeza», y muchas mañanas, al llegar al trabajo, se dirigía «directamente a la morgue del periódico, la sala donde se archivaban todos los recortes de prensa y las necrológicas anticipadas», a menudo necesitadas «de una puesta al día». Whitman amaba su trabajo, y según confesó a Gay Talese, «después de escribir una muy buena necrológica anticipada, su orgullo de autor es tanto que no ve la hora de que esa persona caiga muerta para poder contemplar su obra maestra en letras de molde».
Otro obituario cuyo autor ha muerto años antes: https://www.theguardian.com/world/2019/jul/14/general-hussain-muhammad-ershad-obituary
Murió hoy, a la edad correspondiente, quien esto escribe, y sabiendo que irrelevante será el espacio vacío dejado por su falta, ruega a los vivos continuar con la rutina que confirma la sospecha de que, estamos de más o no servimos para nada, y parte con oscura pena en su corazón por haber fallado en su misión.
Murió hoy, pero de viejo por la espera, quien esto escribe inmensamente agradecido a la burocracia judiciaria pero apenado por no haber llevado a cabo su misión.
(Dos escritos póstumos de un asesino en serie existencialista condenado a muerte y hallados en sus pertenencias)
En el caso de dictadores y/o políticos canallas, sería interesante cotejar obituarios. Pienso en Franco, Stalin y Fidel Castro. Borges se habría deleitado con la idea.