Cine y TV

Marty, Sam y Lou… hicieron lo que les dio la gana

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Martin Scorsese, Lou Reed y Sam Shepard,. Fotos: Cordon Press.

Nos nutrimos de las imperecederas obras de nuestros artistas favoritos, aquellos que parecen hablarnos como si nos conocieran y alumbran recónditos lugares de nuestra psique que no habíamos osado hollar, adhiriéndose a nuestros propios recuerdos como si formasen parte de la existencia vivida. Sin embargo, a menudo olvidamos que trenzar una creación suprema —un poema o canción, un cuadro o escultura, una novela o película…— requiere un largo aprendizaje, que no es tanto técnico como vivencial, durante el cual los esbozos tirados a la papelera y los proyectos abandonados a medias, o sencillamente no iniciados, han superado ampliamente a la obra materializada y traída hasta la realidad. Convengamos en que esta pauta tiene su reflejo en la naturaleza, cuyas criaturas son el exiguo producto del desperdicio seminal en nombre de la supervivencia del más fuerte. Solo que nosotros podemos, a veces, rescatar esos esbozos o imaginar lo que hubiese podido ser y no fue. 

¿Cuántas grandes obras se perdieron antes de nacer? La pregunta parece pertinente en esta época de acceso total e instantáneo a casi toda expresión cultural del pasado. Hoy que vuelven películas y discos restaurados y ampliados, en una generosa limpieza de armario que —con excepciones— desmerece la obra original más que la amplía o explica, tal vez el siguiente paso sea el de las ideas que no llegaron a cuajar o quedaron en el tintero. Un campo inabarcable, por supuesto, pero soñar aún es gratis. No caigamos, empero, en la glotonería imaginativa, ciñámonos a lo plausible y olvidemos a Homero dándole ideas a Shakespeare para el guion —firmado por Charles Dickens y Ben Hecht— de una producción virtual en 3D con decorados de Velázquez, efectos especiales a cargo de Picasso y dirección de Federico Fellini u Orson Welles (quien, por cierto, fue un campeón de los grandes sueños irrealizables o, más prosaicamente, no realizados). Seamos realistas y pongamos, un ejemplo, que Sam Shepard, Lou Reed y Martin Scorsese hubiesen hecho una película juntos.

Y ahora viene lo bueno: pudo haber sucedido. En 1985, recién salido de la universidad, Jack Lechner logra un primer empleo como chico para todo en una productora, con sede en Manhattan, que elabora programas dramáticos para la televisión pública. Consciente de que su jefe sueña con algún día poder levantar una producción cinematográfica de alcurnia, el esforzado empleado trata de imaginar posibles escenarios para que eso suceda en el futuro próximo. En aquellos días de la plaga yuppie, escucha a todas horas el nuevo álbum de Lou Reed, New Sensations, músico a quien sigue desde sus años universitarios. En el nuevo repertorio y remozado sonido del disco, el áspero cantautor rock parece más amable y contemporáneo que en anteriores grabaciones. Abre la segunda cara del elepé una canción titulada «Doing the Things that We Want to», en la que sorprendentemente Lou proclama su amor por las películas de Martin Scorsese y las obras teatrales de Sam Shepard.

«He escrito esta canción porque me gustaría estrecharos la mano / Haciendo las cosas que queremos / En cierto modo, tíos, sois los mejores amigos que jamás tuve / Haciendo las cosas que queremos», canta Reed enfatizando que a los tres les une precisamente la tozuda convicción de no salirse de lo que anhelan crear, de jamás dar su brazo a torcer ante presiones comerciales, morales o estéticas. Y a Jack Lechner se le enciende una idea: ¿qué ocurriría si alguien convenciera a Reed, Scorsese y Shepard para hacer algo juntos, una película, lo que sea? Tenía sentido, pues los pasos de Shepard y Reed se habían cruzado en el corazón mismo de Manhattan durante los fervientes años sesenta. Y, por supuesto, Scorsese se había sumergido en la podredumbre de la decadente y peligrosa Nueva York de los setenta, territorio que nutría las letras del fundador de The Velvet Underground, en los filmes que le consagraron, Mean Streets (1973) —cuyo Johnny Boy (Robert DeNiro), el colega irreprimible al que todo se perdona, asoma también en canciones de Reed como «My Friend George»— y Taxi Driver (1976). 

Nacido en Illinois, en pleno Medioeste, Shepard llega a Nueva York a principios de los sesenta, trabaja limpiando mesas en el club Village Gate y se introduce en la escena teatral alternativa del off-off-Broadway. En 1965 se estrena la primera de sus obras, Cowboys, arrancando una brillante carrera con títulos como Icarus’ Mother (1965), La turista (1967) o Cowboy Mouth (1971), esta última escrita junto a una joven Patti Smith, con la que mantendrá una estrecha relación sentimental pese a estar casado. Su contacto con el mundillo del rock se inicia como batería de la banda psicodélica The Holy Modal Rounders —aparece en los elepés Indian War Whoop (1967) y The Moray Eels Eat… (1968)— y, en 1975, acompaña a la Rolling Thunder Review de Bob Dylan, consignando un diario personal de la gira, Rolling Thunder Logbook, y firmando el guion de la consiguiente película, la incomprensible pero legendaria Renaldo and Clara (1978). 

Shepard debuta como actor cinematográfico en Days of Heaven (1978) de Terrence Malick, destacando en Frances (1982) junto a la que será su esposa Jessica Lange, y en The Right Stuff (1983), por la que es nominado al Óscar. Será un efectivo secundario, viril y al tiempo sensible, en muchos largometrajes hasta su muerte en 2017. Pese a que su universo dramático era el Oeste, entorno que cristaliza en una de sus mejores obras, True West (1980), y el de Lou Reed la monstruosa e irredenta urbe, es fácil establecer lazos entre el modo en que Shepard destripa las relaciones de pareja, en cáusticos dramas como Fool for Love (1983), y la crudeza con que Reed expone esas mismas relaciones, entre el amor sublimado y el sadomasoquismo, en muchas de sus canciones y principalmente en el mórbido álbum Berlin (1973). Les unía también su afición a las motos, como veremos más adelante. Pero, antes, asistamos a las maquinaciones del joven Lechner.

Reed será el primero en ser contactado, pues ha servido la excusa perfecta con su canción. Telefonea al representante del músico, que responde a la llamada con los modales de un gánster de película de James Cagney. Le expone el plan y, cuando este pregunta si Scorsese y Shepard han confirmado su presencia, miente para lograr su objetivo. Conoce a Marty, es cierto, pues su tío abuelo era el médico de familia de los Scorsese y le había concertado una cita cuando el chico dudaba acerca de la escuela de cine en que debía matricularse. Scorsese, en la sala de montaje donde da los últimos toques a After Hours (1985), le escucha pacientemente durante media hora y le aconseja que vaya a Los Ángeles si quiere dedicarse al cine comercial o se quede en Nueva York si prefiere los filmes independientes. Conserva el número de su secretaria y esta enseguida acepta la invitación a cenar. 

Solo falta Shepard, que en aquel entonces ensaya una nueva obra, A Lie of the Mind, en el teatro Beacon. Contacta con su asistente personal y, al escuchar quiénes son los otros convocados, Sam accede sin pensarlo dos veces. «De repente», reconoce Lechner, «aquello parecía posible… y yo era demasiado novato para comprender que era imposible». 

Precavido y nervioso, el aprendiz de Celestina llega con media hora de antelación al restaurante elegido, un japonés al lado del Beacon, en Broadway con la calle 75. Ha acudido solo, pues la propuesta de invitar a su jefe en la productora de la quimérica película es tajantemente denegada por el representante de Reed, que será el primero en aparecer, diez minutos antes de la hora convenida y acompañado por su esposa, Sylvia Morales (quien, por cierto, sale acreditada como ayudante de producción en The King of Comedy, 1983, la tremenda sátira sobre la fama de Scorsese). A Lechner le sorprende la anticipación de Lou; parece haber olvidado que este siente una quizás interesada admiración por Scorsese y Shepard. Ceñudo e inquisitivo, el cantante le pregunta donde están los otros invitados y no cesa en sus sospechas de que aquello es una encerrona por mucho que el joven le recuerde que ha llegado antes de tiempo. «El fuego de sus ojos podía horadar el hormigón», recuerda el intrépido principiante.

Finalmente, a las siete en punto, entra por la puerta Sam Shepard con andares de cowboy. Lechner se presenta y entonces Reed descubre que no se conocen, a lo que el joven responde a la defensiva que sí conoce a Scorsese. A partir de ese instante, la agresividad de Lou cede paso a una actitud solícita y hasta afectuosa; parece haberse dado cuenta de que quien ha instigado el encuentro se siente intimidado, sobrepasado, y se pone de su lado animándole a participar en la charla que mantiene con Shepard. Scorsese llega con diez minutos de retraso y procede a soltarles una atropellada perorata sobre que por fin va a poder realizar su más estimado proyecto, The Last Temptation of Christ, largometraje que acometerá cuando finalice el rodaje de The Color of Money, con Paul Newman y Tom Cruise, en el que anda trabajando para un estudio de Hollywood. Tal es la premura con la que se expresa el ítaloamericano que los otros dos, rebajados a meros oyentes, no aciertan a meter baza en la conversación. 

Hay en esa presurosa dicción del cineasta que radiografió el submundo social del crimen, en Goodfellas (1990) o la reciente The Irishman, una característica oral típica del insomne entorno neoyorquino que Reed, quien sublimó el lenguaje de las calles sin recurrir a lo vernáculo y perecedero, insuflándole poesía, podía compartir. No solamente por la exploración de entornos oscuros y vidas echadas a perder, también por el modo en que no se arredra ante la violencia o la crueldad, dotándolas de un lenguaje hiperrealista. En «Kicks», incluida en su álbum Coney Island Baby (1975), proclama: «Cuando la sangre resbaló por su cuello / ¿Sabes?, fue mejor que el sexo, venga, venga, venga…». Y en «The Gun», de su álbum The Blue Mask (1982), el protagonista asalta a una pareja en un callejón a medianoche, les apunta con una pistola y procede a enunciar con frialdad lo que va a hacerle a ella delante de él. Un momento puramente Scorsese, claro, que tuvo que ser regrabado pues una primera toma resultó excesivamente turbadora. 

Volvamos al restaurante nipón en Broadway donde se han reunido los tres ilustres creadores. Piden unos entrantes, una gran bandeja de sushi para compartir, y se enzarzan en una charla donde barajan lo que tienen en común. Para empezar, los viejos discos de doo-wop, blues y R&B, materia que les obsesiona hasta el punto de discutir acaloradamente acerca de la etiqueta —que si tal canción la publicó Okeh o King— de sus temas favoritos. Los tres parecen compartir la misma fascinación por un telepredicador que fuma puros durante sus sermones catódicos: el doctor Gene Scott se excusa en que Jesucristo nunca se pronunció acerca de fumarlos. Marty no comparte la pasión por las Harley Davidson de Lou y Sam, ambos socios de un club que les proporciona una Harley en vez de un coche de alquiler en cualquier aeropuerto de los Estados Unidos al que vuelen. La afición motera de Reed se ha visto reflejada en sus letras y recientemente ha protagonizado un anuncio de Honda, aunque los scooters no sean precisamente lo que mejor encaja con su imagen de cuero negro. 

Aprovechando un silencio, Lechner sugiere como quien no quiere la cosa que una película en la que los tres colaborasen… sería estupenda. Los tres están de acuerdo, medio en broma, en que por supuesto sería una gran idea. Y entonces se envalentona y les propone una adaptación de «Walk on the Wild Side», el éxito de Reed poblado por personajes de la Factory de Andy Warhol, con guión de Shepard, música de Reed y dirección de Scorsese. Lou, que ya ha visto frustrarse una versión teatral del mismo asunto, responde tajante: «Solo tres personas conocen la verdad sobre aquella época. Yo soy una de ellas, pero no voy a contarlo». Tras unas horas de fraternidad y empatía que pasan volando, llega la cuenta y Shepard se ofrece a pagarla. El joven ayudante de producción, que jamás ha visto una cifra tan elevada por una cena, insiste en que debe hacerse cargo del dispendio, imaginando la expresión de su jefe cuando le entregue el recibo. Antes de que los tres se esfumen en la noche, el dueño del establecimiento les pide que autografíen un tapete de mesa que expondrá en una pared hasta que, unos años más tarde, cierre el negocio.

Hoy sabemos, al hacerse públicos los archivos de Lou Reed, que él y Scorsese llegaron a trabajar en una película basada en el álbum New York (1989), durísima radiografía no exenta de fuego poético de una ciudad que se venía abajo socialmente. Una carta del cineasta, fechada en marzo de 1993, expone lo que piensa sobre Johnny Depp, al que ve como uno de los protagonistas pese a que Reed lo haya vetado: «Debes saber que el casting de Mambo es una decisión vital para el futuro de la película Dirty Boulevard. No tomo estas decisiones a la ligera. Me importa mucho Dirty Boulevard, y no me hubiera visto con Johnny Depp si no pensase que es un talento excepcional. Sentí que, en persona, Johnny encajaba en el personaje». Que la producción no tirase adelante seguramente se debió al carácter temperamental de Reed, nada dispuesto a ceder aunque fuese ante su héroe cinematográfico. O a los entresijos de una industria donde por cada película que llega a estrenarse una treintena quedan en papel mojado.

De hecho, se conocían desde que, a principios de los ochenta, el director invitó al músico a un pase previo de Toro salvaje (1981) del que Lou salió conmocionado. En la nueva edición de las obras completas de Reed, Scorsese firma el prólogo. Escribe: «Sus letras describen la ciudad tal y como era, pero también la encarnan. Es una forma de hablar esencialmente neoyorquina, y se acerca mucho a lo que siempre trataba de hacer en mis películas, en el modo en que los personajes hablan entre ellos y se expresan. Hablaba el lenguaje de la gente que nada tiene salvo su propia humanidad, y los elevaba. Sus letras y su música, a veces tan próximas a la vida cotidiana como respirar, inspiraron a muchos a lo largo de los años. Yo soy uno de ellos». 

También con Shepard ha colaborado Scorsese póstumamente: el testimonio que el escritor nos legó durante la gira del trueno con Dylan, absorbido y regurgitado en su documental Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan Story (2018). Sin embargo, ¿podían haber unido esfuerzos en vida para producir un largometraje estos tres pájaros de reconocida idiosincrasia, puntos en común pese a moverse en distintas disciplinas, y carácter indómito? ¿Qué hubiese surgido de todo ello: quizás un trasunto de Crónicas de motel, White Light/White Heat y Gangs of New York? Y, más importante, ¿hubiese realmente valido la pena o acaso los tres tenían más a perder que a ganar en un proyecto conjunto? 

Por mucho que elucubre, no imagino qué historia podían haber confabulado juntos: Shepard escribiendo el argumento y Reed ayudándole en los diálogos, además de proveer la banda sonora, mientras Scorsese se parapeta detrás de la cámara, agudo, visionario, erudito, enérgico. Hay cosas, estarás de acuerdo, que es mejor dejarlas como están.

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Un comentario

  1. Conde de la Fère

    Notable ejercicio de imaginación. De todas formas, si pudiera elegir, preferiría ver un documental filmado de esa cena, en lugar de contemplar la obra que hubiera salido de ese encuentro, que vaya uno a saber si hubiese estado a la altura de las expectativas.

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