«¿Debemos, podemos celebrar a Céline?». Con estas palabras empezaba el texto que el crítico literario Henri Godard escribió a petición del Ministerio de Cultura francés para rendir homenaje al escritor en el cincuenta aniversario de su muerte. El texto en cuestión no llegó a publicarse, así que, al no llegar siquiera a plantearse, la pregunta se contestó sola. El escritor fue retirado de la lista de homenajeados oficiales. ¿La razón? «Céline es un excelente escritor, pero también un perfecto cabrón». Lo dijo el por entonces alcalde de París, Bertrand Delanoë, dando el asunto por zanjado. A Vargas Llosa la decisión no le pareció acertada, pero no hay que olvidar que no se trataba de concederle un premio literario (en eso los franceses han sido bastante tacaños con Céline, ni siquiera le dieron el Goncourt en 1932 cuando Viaje al fin de la noche estaba en liza), sino de un homenaje oficial, es decir, político. Hace unos meses, el escritor volvía al centro de la polémica cuando la prestigiosa editorial Gallimard anunciaba la reedición de tres de sus panfletos antisemitas: Bagatelles pour un massacre (Bagatelas para una masacre), L’École des cadavres (La escuela de los cadáveres) y Les beaux draps (Los bellos paños). Por voluntad del autor, los panfletos que le valieron el desprecio de muchos (aunque no de todos, ya que durante la ocupación alemana se vendieron miles de ejemplares) llevaban décadas sin publicarse. Su viuda, Lucette Destouches, siempre se mostró reacia a que volvieran a las librerías, aunque tal vez, dijo hace ya unos años, lo harían cuando el antisemitismo hubiera desaparecido. Al parecer, ese tiempo habría llegado (y nosotros sin enterarnos), pues la viuda autorizó recientemente su publicación. No deja de ser curioso que Gallimard, que rechazó el manuscrito de Voyage au bout de la nuit (Viaje al fin de la noche), estuviera ahora dispuesta a reeditar unos textos de dudoso valor literario. El asunto se convirtió prácticamente en una cuestión de Estado y, teniendo en cuenta el repunte del antisemitismo en Francia en los últimos años, el presidente de la República, Emmanuel Macron, se pronunció en contra de la publicación. Así las cosas, la editorial dio marcha atrás. Lo cierto es que, aparte de los beneficios que hubiera obtenido Gallimard (en buena medida, la decisión parecía obedecer a criterios comerciales), la reedición tampoco habría añadido nada nuevo. Los libros están disponibles en internet y todavía pueden encontrarse en algunas librerías de viejo. Además, a estas alturas, no creo que haya mucha gente en Francia que no sepa que el genial novelista fue también un antisemita despreciable.
Como era de esperar, esa herida llamada Louis-Ferdinand Céline escuece más en Francia que en ningún otro lugar del mundo. En otros países, autores judíos o de ascendencia judía, como Philip Roth o Will Self, no tienen problemas a la hora de separar al novelista del cabrón. Roth decía que para leer a Céline tenía que dejar a un lado su conciencia judía, cosa que lograba «porque el antisemitismo no está en el centro de sus novelas». En cambio, el escritor y crítico literario francés George Steiner, también judío, no es partidario de separar las novelas de Céline «de sus proféticos e incendiarios panfletos». Es más, hacerlo le parece «deshonesto» y significa «renunciar a toda posibilidad de comprender a este personaje único». En un artículo que publicó en The New Yorker sobre Céline (o, mejor dicho, sobre su gato Bébert, ya que el animal le parecía más humano que su dueño), su admiración por el escritor va decreciendo hasta acabar afirmando que «Muerte a crédito y las Bagatelas deberían llenarse de polvo en las estanterías de las bibliotecas».
Personalmente, colocaría Muerte a crédito junto a Viaje al fin de la noche en un estante separado, apartados de las Bagatelas y el resto de panfletos racistas (que para mí no son literatura, sino propaganda). Como Roth, creo que se puede, y se debe, diferenciar entre estas obras de ficción, que no son antisemitas, de las opiniones panfletarias, sin duda miserables, del escritor. ¿Es lícito juzgar una obra literaria por la calidad humana de su autor? Seguramente a nadie se le ocurriría desvalorizar un cuadro de Caravaggio por el hecho de que su autor, aparte de un gran pintor, fuese un asesino. Con las novelas y las películas sucede lo mismo. Por la misma regla de tres, también me parece peligroso juzgar a un autor como persona por el contenido de sus obras de ficción. «¿Se puede identificar al asesino de Crimen y castigo con Dostoievski o al médico matarife con Calderón?», se preguntaba Michel Houellebecq en una entrevista. Sus novelas, como las de Céline, no están protagonizadas por personas ejemplares, ni falta que hace (coincido con Roth cuando dice que «la literatura no es un concurso de belleza moral»), pero cuando Houellebecq fue sentado en el banquillo (para ser finalmente absuelto), no fue por su obra literaria, sino por las declaraciones sobre el islam que hizo en una entrevista publicada en la revista Lire. La ficción y las declaraciones de un autor «en la vida real» pertenecen, por así decirlo, a jurisdicciones distintas.
Pero, al margen de la cuestión de la distinción de estantes, básica pero a menudo pasada por alto, las preguntas que plantea Steiner en su artículo me parecen muy oportunas: «¿La creatividad estética, incluso la de primer orden, justifica siempre la presentación favorable de la inhumanidad, por no hablar de la incitación sistemática a la misma? ¿Puede haber literatura digna de publicación, estudio o valoración crítica que sugiera racismo, que haga atractivo o incluso incite al abuso sexual de los menores?». Aunque estas palabras fueron escritas en 1992, no han perdido en absoluto su vigencia. En los últimos meses, clásicos como Lolita o Matar a un ruiseñor han vuelto a estar en el punto de mira, aunque por diferentes razones, claro está. Lo cierto es que, aunque el debate no es nuevo, el clima social ha cambiado considerablemente. Matar a un ruiseñor ha sido cuestionada, entre otras cosas, por su uso del lenguaje (los padres y profesores de algunos colegios en Estados Unidos creen que términos como la n-word, por ejemplo, son inapropiados para los niños y les hacen sentir «incómodos»). Algo parecido les ha ocurrido a los libros de Los Cinco, de Enid Blyton, que han sufrido un lavado de cara por parte de los editores tras descubrir en ellos «trazas» de machismo y «expresiones inapropiadas», como que un personaje, posiblemente Jorge, se merezca «una buena azotaina». Bajo la lupa de nuestra mirada actual, inquisitiva, por no decir inquisidora, los libros se ven de un modo distinto. Cuando se publicaron, nadie se dio cuenta de que Julián y Dick no ayudaban con las tareas domésticas en Los Cinco, y no parecía un tema tan delicado el hecho de que una mujer mintiera al acusar a un hombre de haberla violado (lo que más escandalizaba a la sociedad de la época de Matar a un ruiseñor eran las relaciones interraciales).
Si La casa de las bellas durmientes, de Yasunari Kawabata, se publicara ahora, los críticos literarios se lo pensarían mucho antes de describirla como «bella y profunda» aunque sea una magnífica novela (eso por no hablar del Nobel). Por suerte, como sociedad somos mucho más conscientes de los abusos y agresiones que sufrimos las mujeres, y la imagen de un anciano pagando por dormir junto a una mujer desnuda, a veces virgen, narcotizada, aunque no pueda tocarla, pone los pelos de punta. Ahora bien, el libro no induce a narcotizar a las mujeres para aprovecharse de ellas, ni hace apología de nada. Tampoco creo que las novelas de Céline inciten «sistemáticamente a la inhumanidad», como planteaba la pregunta de Steiner. No hay duda de que sus panfletos incitaban a acabar con los judíos de Europa, pero no creo que sus novelas presenten de forma favorable la inhumanidad; simplemente la muestran. Viaje al fin de la noche y Muerte a crédito están narradas por un misántropo que restriega ante la cara del lector lo peor del ser humano: «No hay que olvidar las tripas. ¿Habéis visto la broma que gastan, por nuestros pagos, en el campo a los vagabundos? Les llenan un monedero viejo con las tripas podridas de un pollo. Bueno, pues un hombre, os lo digo yo, es exactamente igual, solo que más grande, móvil y voraz y con un sueño dentro». Mostrar no es necesariamente sinónimo de incitar. Mostrar es revelar, hacer visible algo que, aunque latente, ya estaba ahí. La literatura no debe incitar a nada más que a la reflexión, al debate. Si el objetivo de un escritor es meter ideas en la mente del lector, estamos más cerca de la propaganda que de la novela, en el estante de los panfletos, fuera del «aforamiento» que, para mí, tiene el estante de la ficción.
Claro que esto, además de ser una opinión personal, es una cuestión más fácil de resolver en la teoría que en la práctica. La extensión de cada estante y la distancia entre los mismos es, en última instancia, algo subjetivo; además, siempre hay casos limítrofes. ¿Qué hacemos, por ejemplo, con El nacimiento de una nación, la película de D. W. Griffith que es considerada una obra maestra y una aberración a partes iguales?, ¿la ponemos en el estante del arte o en el de la propaganda racista? La Biblioteca del Congreso de Estados Unidos optó por preservarla «por su importancia cultural, histórica o estética», pero la decisión no gustó a todo el mundo. En el caso de los panfletos de Céline, no cabe tanta duda. Las opiniones que escupe en ellos son tan repugnantes que eclipsan el más que dudoso estilo literario de la obra. El escritor y periodista cultural Hugo Salas dijo que leerlos «supone sumergirse en un inmenso y rotundo balde de mierda». No obstante, creo que cuando Steiner opta por no separarlos de sus novelas no es por falta de objetividad, sino porque verdaderamente intenta lograr algo imposible: comprender a Céline. ¿Cómo es posible la «coexistencia de un talento literario de primer orden con una evidente bestialidad moral»?
Como el propio Steiner cuenta en su artículo de The New Yorker, Céline no es el único ejemplo de esta singularidad. Steiner habla de Lucien Rebatet, «un auténtico asesino, un cazador de judíos» que escribió «una de las obras maestras de nuestra época» (Les deux étendards), «un libro de inagotable humanidad (…), de amor, de introspección en el dolor». También Curzio Malaparte contaba en Kaputt que los oficiales de las SS hablaban de Schumann, Brahms, Botticelli o Donatello en la misma cena en que el gobernador de la Varsovia ocupada explicaba cómo se llevaban a cabo los enterramientos en el gueto: «Una capa de cadáveres y una capa de cal viva… una porción de carne y una capa de salsa». Por desgracia, los seres viles, sádicos, dotados de una sensibilidad extraordinaria no existen solo en las novelas de Roberto Bolaño. Y si algo se ha demostrado es que la sensibilidad artística no es en absoluto un freno contra la barbarie. Como es sabido, ni siquiera los médicos, como lo era el propio Céline, se salvaron de atentar contra la vida. La distancia entre lo humano y lo inhumano no es tan abismal como nos gusta pensar, su proximidad es si cabe más perturbadora que la que hay entre lo bello y lo terrible. Tal vez sea esta, junto a la idea de la banalidad del mal que apuntó Hannah Arendt, la lección más dura que nos enseñó el siglo XX.
Cabe la posibilidad de que Houellebecq tenga razón cuando dice que los escritores son «particularmente, se podría decir que profesionalmente, conscientes de la existencia del mal». Me atrevería a decir que los escritores franceses siempre han estado muy bien dotados para percibir el mal y escribir sobre él (pienso en Lautréamont, Georges Bernanos…), aunque, por supuesto, no tienen la exclusiva. No pretendo en absoluto exculpar a Céline, pero también creo que la crueldad, la cobardía, la vileza que muestra a las claras en sus novelas estaban muy presentes en la realidad de su época. En cierto modo, Céline fue notario de la primera mitad del siglo XX, marcada por la guerra, los fascismos, el antisemitismo.
Al hilo de lo anterior, cabe preguntarse qué haría Francia sin Céline. Para la psicoanalista francesa Élisabeth Roudinesco, Sade, Mishima o Jean Genet cumplen una importante función social como chivos expiatorios. El juicio contra el marqués de Sade, en el que ha testificado buena parte de la intelectualidad francesa (unos, como Barthes, Bataille o Blanchot, a favor; otros, como Queneau, Onfray o, en su última etapa, Foucault, en contra), parece estar en permanente fase de instrucción. Periódicamente, los franceses se preguntan: ¿hay que quemar a Sade?, y nunca se deciden a condenarlo, o absolverlo, de una vez por todas. El caso de Céline es distinto: nunca estuvo de moda sacar la cara por él. No obstante, no fue, ni mucho menos, el único escritor francés antisemita y colaboracionista. En 2015, Les décombres, el panfleto antisemita del ya citado Lucien Rebatet, volvió a ser publicado, y recientemente la misma editorial recuperaba buena parte de la obra de Charles Maurras sin que ninguna de las dos noticias generase tanto revuelo. Francia siempre ha sido ambigua con Céline. En un primer momento, lo condenó por colaborar con los nazis y le declaró «desgracia nacional»; pero poco después, cuando había pasado dieciocho meses en una prisión danesa, fue indultado, como también lo fue Rebatet. Es posible que el rechazo que Céline provoca en su país sea en parte un reflejo del rechazo que Francia siente hacia algunos hechos de su propio pasado. Durante la ocupación alemana, pero también antes (el caso Dreyfus se inició a finales del siglo XIX), muchos compatriotas de Céline no fueron precisamente un ejemplo de ética e integridad moral.
Hay algunos dibujos animados que a mis hijos no les gustan porque salen «malos» y me ha hecho pensar que a mí me pasaba lo mismo, quería ver a Willie Fogg dando vueltas por el mundo pero sentía una sensación desagradable, incluso físicamente, cuando veía brillar el ojo de cristal de Transfer… Así que les intento explicar a mis hijos que si no hubiera malos, no habría narración, no habría historia, porque el héroe no encontraría ningún obstáculo para conseguir su propósito.
Me parece que muchos adultos quieren ser como niños y cerrar los ojos cuando ven la representación del mal en cualquier obra de creación. Pero ignorarlo no lo hace desaparecer. La censura no evita el crimen.
Para combatir el mal, hay que comprenderlo, porque todos lo llevamos dentro, aunque no lo queramos reconocer. Y eso es lo que hace el artista, o al menos algunos de ellos, sumergirse en el mal y contarnos como es. No sé si fue Nick Cave que dijo hace poco algo como que no se les podía pedir integridad moral a los artistas, ya que ellos han de transgredir las normas para poder crear algo interesante, y en general estoy de acuerdo. Aunque se pueda hacer arte o poesía celebrando la bondad y la belleza del mundo, pero casi siempre es aburrido, cursi o innecesario. ¡Vaya tostón empalagoso son los personajes buenísimos o las películas «con mensaje»… !
Siendo niño, en un pueblo del sur andaluz, un mecánico de bicicletas, (un creador de bicicletas, mejor dicho), fue acusado, dijeron que con justicia, de intento de abuso a una niña. Tras el suceso y la vergüenza, ningún niño de aquel pueblo tuvo jamás una bicicleta como las que hacía aquel señor de afable sonrisa.
El artículo es de una enorme omnipresencia literaria.
Enhorabuena.
Diría que «Viaje al fin de la noche» está entre las diez mejores novelas que he leído. En ella no hay ni rastro de lo que asociamos con el nazismo: nacionalismo, racismo, antisemitismo, belicismo… sino más bien todo lo contrario. Básicamente, es la historia de alguien que solo quiere sobrevivir a la matanza general, de alguien que odia la guerra. El odio de Céline a la guerra le llevó a odiar a los judíos que, según su creencia, promovían la guerra. Hay que tener en cuenta previamente a la guerra había la idea generalizada (que sostenía por ejemplo Churchill) de que el comunismo era una ideología judía, en gran parte llevada a la práctica por judíos y que había provocado ya millones de muertos. Por otro lado, el rechazo que se da en Francia a Céline se debe no solo a su antisemitismo sino también a ser un traidor a la patria, al colaborar con la ocupación alemana.
Yo personalmente intento separar la obra del autor. Es más, la vida del autor no suele interesarme mucho. De algunos de mis escritores favoritos, como Kafka, Faulkner, Bernhard o Dovstoyevski no se absolutamente nada de su biografía (o casi nada). Me encanta «Viaje al final de la noche», y me da «un mucho» igual cómo fuese Céline.
Y si hay algún tema éticamente reprobable en alguna obra siempre intento contextualizarlo. «El nacimiento de una nación» es tremendamente racista, hasta el sonrojo. Ahora bien, también hay que entender que en los Estados Unidos de principios de siglo XX el racismo era algo normal. Griffith no era ni siquiera consciente del poder de sugestión del cine (precisamente fue con esa película cuando se empezó a constatar la influencia que podían ejercer las películas) y posteriormente se arrepintió de haber planteado la película así.
Recientemente he revisionado la versión de «Testigo de Cargo» de Wilder. En una escena decenas de militares estadounidenses se lanzan literalmente a agredir sexualmente a la Dietrich porque en el cabaret que estaba representando no se desnudaba. Respuesta de Tyron Powell: «Ha sido culpa tuya porque en el cartel de fuera ibas ligera de ropa». La escena es bochornosa con ojos actuales. ¿Hay que prohibir o censurar estas películas por ello? De ningún modo a mi parecer. Cada obra es reflejo de su tiempo. Y precisamente el arte sirve, entre otras cosas, como reflejo de su tiempo.
Pongamos entonces dinamita en las pirámides de Egipto, Chichén Itzá y el Acueducto de Segovia.
Una obra de arte es una obra de arte. Que luego los tarados de turno las utilicen como excusa de sus actos…..
En estos tiempos en los cuales parece que estamos inmunizados al reclamo de ciertas ideologías y creencias, creo que es inútil la censura. De todos esos libros, incluyendo Mein Kampf, es posible comprender cómo se llegó a tal estado de barbarie en la culta Europa. Céline, nos guste o no, es un hijo de su tiempo.
Te equivocas, es un maestro de su tiempo A.R
Para juzgar a una persona hay que juzgar toda su vida, seas escritor o electricista.
Viaje al fin de la noche es una novela redonda literariamente. Su ritmo trepidante, su cercania y humanidad, su poca amabilidad y su mucha verdad, la hacen estar entre las mejores obras que he podido leer. No hay antisemitismo ni nazismo ni racismo alguno en toda la novela. Un gran escritor sin duda.
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