En uno de los momentos más memorables de los Monty Python cuatro ricos de Yorkshire comenzaban a rivalizar entre ellos por ver quién tuvo la infancia más miserable. Intuitivamente nos resulta extraño que pueda presumirse de tal cosa, pero la escena nos resulta sorprendentemente reconocible… y por ello tan divertida. «Es gracioso porque es verdad», que diría Homer. Alardear de un pasado sumido en la pobreza y las dificultades es una forma muy común de decir que uno está forjado de materiales sólidos aunque ahora yazca entre algodones y, sobre todo, de exhibir el orgullo por lo logrado. Si en la sociedad feudal uno podía ser pobre pero al menos sobrellevarlo como una fatalidad del destino que no te definía moralmente, en el capitalismo (al menos formalmente) meritocrático contemporáneo, al malestar de la escasez hay que añadirle el escarnio de ser responsable a ojos de los demás de atravesar tal situación. Salvo, como decíamos, si esa pobreza se sufre en la infancia, de la que uno no es responsable.
De manera que si enriquecerse indica buenas cualidades morales (disciplina, tenacidad, talento…), hacerlo partiendo de cero es prácticamente el único acto de heroísmo actual, a falta de dragones, justas o batallas. Ser un «hombre hecho a sí mismo» es el mandato de nuestro tiempo, aunque a veces suene como el barón Munchausen sacándose a sí mismo de un agujero a base de estirarse de los cordones de los zapatos. Así que no hay biografía de celebridad que no enfatice los orígenes humildes, con grandes fortunas iniciadas vendiendo limonada a los vecinos y tecnologías revolucionarias desarrolladas en algún garaje. El cine, la música y la literatura también abundan en tales trayectorias ascendentes, precisamente parte del encanto que tiene lo underground está en lo que tiene de sopa primordial de modas y artistas que surgen de él, esos inicios de alguna carrera que alcanzan el estatus de mito, aquellos primeros discos que son los buenos antes de, cómo no, «volverse demasiado comercial». Ese fermento subterráneo es el que, además, permite al artista entrar en contacto con la autenticidad de la vida, de donde sacará (o dirá sacar) sus letras, sus narraciones y sus personajes atormentados. Luego, ya alcanzado el éxito, a vivir como un rey.
Bien, ¿y qué hay cuando la trayectoria es la inversa? Cuando la base de la pirámide social es el destino y su cúspide el lugar del que se provenía, ¿no sería eso lo genuinamente underground? Dice más de nuestras intenciones adónde vamos que el lugar del que provenimos y no hay fe más intensa que la del converso, ni patriota más estricto que quien era forastero hasta antes de ayer. En una mística de los bajos fondos, entre perdedores y marginales nadie merecería más atención que los reyes destronados. Tal vez sean afortunados en comparación con los que resultaron asesinados, ciertamente, aunque al menos estos últimos no tuvieron mucho tiempo para sufrir por su caída en desgracia y desde luego tampoco les debió sorprender demasiado un final tan abrupto. Un estudio realizado en 1994 en torno a todos los reinados del continente europeo desde el siglo VII hasta el inicio del XIX encontró una cifra total de mil seiscientos veintiocho monarcas, de los que nada menos que doscientos dieciocho fueron asesinados. Con un 14 % de posibilidades de muerte violenta, cabe decir por tanto que es la profesión más peligrosa conocida. Recordemos aquella fantástica película, El hombre que pudo reinar. El par de buscavidas que la protagonizaban, dos antiguos soldados británicos en la India colonial, parten hacia las ignotas tierras del noroeste buscando fama y fortuna. El interpretado por Sean Connery muere a manos de la turba al poco de ser coronado mientras que su leal adjunto, aquel encarnado por Michael Caine, sobrevive de mala manera y será por tanto quien convertirá en leyenda al primero al regresar a la civilización. Pocas dudas quedan de quién de los dos se llevó la peor parte…
Puestos a rememorar a reyes destronados, qué mejor manera de comenzar que mencionando una república. Fijémonos en Lucio Cornelio Sila, nacido en el 138 a. C. en una familia aristocrática, aunque de posición económica relativamente humilde, como mandan los cánones. Su forma de ascender fue indudablemente meritoria, introduciéndose en el underground de su tiempo, que era el mundo del teatro, lo que le permitió seducir a cortesanas de lujo que le proporcionaron un buen sustento que le posibilitó entrar en política. Allí medró hasta llegar a ser dictador y, tras usar el poder con mano firme para aniquilar a todos los enemigos, se retiró, para sorpresa de todos, en el 80 a. C. Esa nueva etapa es un contrapunto a lo que tantas veces se vería posteriormente en los exmandatarios, pues le permitió retomar su relación con aquellas amistades del teatro forjadas años atrás para, en palabras de Plutarco, «beber con ellos y contender en bufonadas y chistes, haciendo cosas muy impropias de su vejez y que desdecían mucho de su autoridad». Todo un ejemplo de jubilación provechosa. Bastante peor le fue a Guillermo III de Sicilia, quien tras subir al trono con apenas ocho años se vio forzado a abandonarlo siete meses después, siendo torturado hasta quedar castrado y ciego. Según algunos, se convirtió en monje que vivió en el anonimato hasta ser descubierto por el hijo de quien le arrebató el reino y lo mandó ejecutar cuando contaba con cuarenta y seis años. Según otros, murió mucho antes, con apenas doce. Una vida corta y desdichada para un rey, en cualquier caso. Lo de perder la vista además del trono es algo bastante común, hemos de añadir, pues ese fue el destino de, entre otros, Sergio II de Nápoles, Vladimir de Bulgaria, Al-Muttaqui, Ansfrido de Friul, Isaac II Ángelo, Mansur II, Dobroslav II y su inmediato sucesor, Dobroslav III (también castrado, de paso).
El caso de Irene de Atenas merece una mención especial. Nació en el año 752 en el Imperio bizantino y pronto quedó huérfana, aunque su belleza le permitió contraer matrimonio con León IV. Con veintiocho años quedó viuda, pasando así a ser regente hasta que su hijo Constantino VI pudiera gobernar. Pronto le cogió afición al puesto y tomó decisiones importantes, como la de abolir las leyes iconoclastas que impedían la representación de imágenes religiosas (una querella que tendría gran calado en la historia del arte), pero relegó del cargo a su descendiente cuando este ya tenía edad para el trono y terminó siendo desterrada por él. Pudo regresar, sin embargo, y recuperar el poder, tras lo que condenó a su hijo a que le sacaran los ojos, eligiendo para ello la estancia en la que lo había dado a luz. Yo te doy vida, yo te la quito, debió de querer expresar. Finalmente terminó desterrada a la isla de Lesbos, donde se vio obligada a sobrevivir trabajando como una hilandera de lana. Nos acostumbramos mucho antes a los ascensos que a las caídas, por lo que no resultaría nada fácil verse así tras haber llegado a lo más alto.
Tal vez por ello muchos reyes depuestos han acabado entregándose a la oración y la meditación religiosa. Ahí tenemos a Boril de Bulgaria, emperador que tras once años enfrentándose a alzamientos e invasiones a menudo promovidas por familiares suyos resultó capturado, lo dejaron ciego y terminó sus días recluido en un monasterio. Otro emperador que siguió ese camino, más cercano a nosotros, fue Carlos V. El poder trae muchos sinsabores, lo que unido a los problemas de salud que le afectaban le llevó a optar por la abdicación en su hijo Felipe II en una solemne ceremonia que tuvo lugar en Bruselas en 1555, en la que le dijo: «Si más tarde deseáis, alguna vez, buscar como yo el reposo en la vida privada, ojalá tengáis un hijo que merezca que le tendáis el cetro con tanta alegría como yo lo hago hoy». Acto seguido, vino a España para vivir junto al monasterio de Yuste, en retiro espiritual junto los monjes de la Orden de San Jerónimo hasta que expiró tras una larga agonía por paludismo. También Jacobo II de Inglaterra encontró consuelo divino tras perder el trono, en lo que la historia denominaría como Revolución Gloriosa, precisamente por cuestiones vinculadas a la religión, dado que era católico en un país de mayoría protestante. Caso semejante al de Cristina de Suecia, que abdicó al no querer contraer matrimonio y poco después se convirtió al catolicismo, mostrando desde entonces una gran devoción.
Mucho más cercana geográfica y temporalmente fue la huida de Alfonso XIII tras la proclamación de la Segunda República. Exiliado en diferentes ciudades europeas, por miedo a quedarse en la ruina despidió a su personal e hizo alojar a su familia en un austero hotel de Fontainebleau. Si alguien le pedía explicaciones, respondía con humor poniéndose los bolsillos del revés mientras decía: «¡Comprendedlo! ¡Estoy sin guita! ¡Soy un rey en paro!». La relación con su mujer, harta de sus infidelidades, fue deteriorándose hasta que se separaron. Desde entonces vagó sin rumbo, sabiéndose fuera de lugar en todas partes, pues, como dijo en cierta ocasión, «a la larga, los reyes exiliados aburrimos». Puede que aburran a su entorno, no se lo discutiré, pero desde luego entretienen bastante al público con sus andanzas. Ahí tenemos a Leka, exiliado de Albania cuando esta fue invadida por Italia en 1939. Tras peregrinar por varios países encontró refugio en España, hasta que en 1979 se descubrió el arsenal de armas de guerra que guardaba, al parecer, para recuperar el trono a las bravas. Eso le supuso la expulsión del territorio nacional, aunque el rey Juan Carlos, amigo personal suyo, medió ante el Gobierno para que se le facilitara el traslado junto a todo su arsenal en un vuelo a Liberia. En 1997 consiguió que se celebrase un referéndum en Albania en torno a la monarquía, que fue respaldada por apenas un 30 % de los votantes. Este no era uno de aquellos reyes destronados dedicados a la oración y la melancolía, de manera que, al ver que el resultado no era el previsto, se lio a tiros, literalmente. Hubo una víctima mortal y él tuvo que salir de nuevo precipitadamente del país.
También estuvo envuelto en un tiroteo el príncipe Víctor Manuel de Saboya, hijo del último rey italiano. El incidente tuvo lugar en el intento de robo de una embarcación propiedad del aristócrata, se saldó con un muerto y el príncipe terminó siendo absuelto. Aunque más adelante acabó en la cárcel por delitos de corrupción y proxenetismo y, ya en 2004, con motivo de la boda de Felipe VI, terminó liándose a puñetazos con su primo. Su hermana Beatriz de Saboya también dio mucho que hablar con su vida muelle, de fiesta en fiesta en las embajadas de Madrid durante los sesenta, que culminaron con su enamoramiento no correspondido de un torero y el consiguiente intento de suicidio, para acabar ingresada un tiempo en un centro psiquiátrico. Al salir, la cosa no mejoró mucho, pues inició una relación con un galán italiano de medio pelo que ya estaba casado, luego probó con un príncipe sirio y, más adelante, con un diplomático argentino con el que tuvo algún desencuentro, pues de nuevo intentó suicidarse. Finalmente se casaron, tuvieron tres hijos de los que el primero se suicidó, ella cayó en el alcoholismo y la depresión, llegó el divorcio y su exmarido fue más adelante encontrado muerto en extrañas circunstancias. En fin, una calamidad detrás de otra y otra vida rota a sumar a todas las anteriores. ¿Qué conclusión podemos sacar de todo esto? Pues, en primer lugar, que el trono sienta tan mal como el anillo de Gollum a su infortunado poseedor (y poseído por él), que este hecho debería reconciliarnos con nuestra condición de villanos, y que, tal vez, esté por hacer un nuevo sketch no ya con cuatro burgueses, sino con cuatro reyes destronados rivalizando en su desgracia. Material no faltará.
A pesar del pasado poco glorioso, los Savoia no aflojan. Meses atrás un vocero político dio la noticia de que el partido monárquico volverá a la arena política para el bien de los italianos. Vaya a saber qué entienden por bien. Mejor que sigan disfrutando de la arena, pero de las playas exclusivas.