(Viene de la segunda parte)
A mí me conozco, en los demás creo.
Esta contradicción me separa de todo.
Kafka.
Como los demás animales gregarios, y aunque parezca contradictorio, los humanos necesitamos a la vez colaborar y competir, y la sociedad —cualquier sociedad— regula sus actividades en función del binomio colaboración-competencia. O, dicho de otro modo, las normas sociales representan la forma en que cada colectividad resuelve dicho binomio.
Los lobos colaboran para cazar y luego se disputan el mejor bocado, y tanto esa colaboración como esa disputa siguen unas pautas, decantadas por milenios de evolución, que tienden a optimizar los resultados. Y también en el caso de los humanos, colaborar para conseguir comida y competir al repartirla está en la base de la organización social.
Con la agricultura y el lenguaje, que culminan en la ciudad y la escritura, surge la capacidad de acumular comida y conocimientos, y con ella la civilización. Las relaciones se vuelven más complejas, y el binomio colaboración-competencia, más conflictivo. Como dice Platón: «En todas las ciudades, grandes y pequeñas, hay dos bandos en guerra permanente: los ricos y los pobres».
Al contrario de lo que afirma Hobbes, con la civilización el hombre deja de ser un lobo para el hombre para convertirse en algo más y algo menos (en algo mejor y algo peor, desde el momento en que nos dotamos de una ética): mientras la colaboración culmina en la fraternidad (propugnada por los grandes filósofos y las principales religiones), la competencia se degrada hasta dar lugar a las más despiadadas formas de explotación del hombre por el hombre (y, sobre todo, de la mujer por el hombre).
Y el lenguaje, surgido para describir la realidad, sirve también, en un mundo excesivamente competitivo, para alterarla o inventarla en función de los intereses de cada individuo y cada grupo. Paradójicamente, nuestra mejor herramienta comunicacional es también la mejor forma de ocultación o camuflaje, hasta el punto de que creer en los demás se convierte en un continuo acto de fe, lo que conlleva una continua incertidumbre y una soledad esencial. Kafka lo expresó magistralmente: «A mí me conozco, en los demás creo. Esta contradicción me separa de todo».
Pero ¿realmente me conozco a mí mismo, o también me oculto a mis propios ojos tras una bruma de palabras imprecisas? Si la memoria fuera total y fidedigna, sería muy difícil, por no decir imposible, engañarse a sí mismo; pero el olvido y la fabulación lo facilitan enormemente. El olvido, en gran medida selectivo, permite construir un autorretrato —un autorrelato— a la medida, o incluso varios, en función de las circunstancias, pues nuestra gran capacidad fabuladora da continuidad y sentido a los recuerdos tendenciosamente rescatados y embellecidos por nuestra frágil memoria. La identidad personal es, básicamente, un relato, un constructo lingüístico, un río de palabras. Es decir, un libro. Un libro del que a los demás solo les dejamos leer algunos fragmentos, cuando no les mostramos una versión apócrifa.
Estamos tan inmersos en una cultura de la ocultación, el camuflaje y el engaño, que la idea de una sociedad transparente resulta, de entrada, desazonadora, por no decir espantosa. Por más que todas las religiones y todas las éticas repudien la mentira, en la práctica es el lubricante que evita que se colapsen las relaciones humanas, lo que equivale a decir que vivimos en una sociedad básicamente hipócrita.
Las nuevas tecnologías y las redes sociales, la acumulación exhaustiva de información gestionada por poderosas inteligencias artificiales, nos aboca a un dilema que podría ser definitivo (es decir, inaugural): la transparencia de una información total al alcance de cualquiera, o la oscuridad de un oligopolio informacional o una regresión tecnofóbica. Un dilema que, como casi todos los dilemas, expresa una contradicción profunda. La idea de un mundo sin mentiras ni falsedades es muy atractiva, nos parece una hermosa utopía; pero a la vez nos asusta la posibilidad de que los demás nos conozcan tal como somos y sin reservas. La verdad nos hace libres, y por eso mentimos: por miedo a la libertad.
La sociedad transparente
A lo largo de la historia, algunas comunidades filosóficas y religiosas han practicado la sinceridad total entre sus miembros; pero, además de excepcionales y minoritarios, estos experimentos sociológicos están muy lejos de lo que sería un mundo en el que cualquier persona pudiera saberlo todo —literalmente todo— sobre cualquier otra (y, lo que no es menos inquietante, sobre sí misma). Más allá de la privacidad y del olvido, se abre un mundo que a duras penas podemos vislumbrar, puesto que quienes vivieran en él —en esa Biblioteca Universal propiamente dicha— tendrán una estructura mental —una identidad— cualitativamente distinta de la nuestra.
La ciencia ficción se ha acercado a la idea de una sociedad transparente por dos vías complementarias: la de la evolución natural y la de los avances tecnológicos. En la novela Mutante, de Henry Kuttner, por citar un clásico del género, un grupo de telépatas conectados mentalmente entre sí luchan por integrarse en la sociedad; y la serie Pueblo, de Zenna Henderson, aborda, en un ciclo de relatos independientes pero interconectados, los problemas psicológicos y sociales derivados de la telepatía. Y en relación con la vía tecnológica hacia la transparencia, cabe destacar una pionera novela de Brian Aldiss, Ansia primaria (1961), en la que se describe un futuro muy cercano en el que todos llevan en la frente un piloto que se ilumina cada vez que se experimenta un impulso sexual. Y al final de la novela se plantea la posibilidad de implantar un segundo indicador que se ilumine cada vez que el portador diga una mentira (le pregunté a Aldiss por qué no escribía una secuela de Ansia primaria y me contestó, riendo, que no era capaz de imaginar un mundo sin mentiras).
La Biblioteca Universal —el Libro Total y totalmente accesible— supondría un cambio aún más radical que los contemplados por la ciencia ficción más audaz. Solo entre las entelequias extremas de las grandes religiones encontramos algún precedente. Como el Libro de Alá, en el que, según el Corán, están consignados todos los acontecimientos pasados, presentes y futuros.
“… La verdad nos hace libres. Por eso mentimos: por miedo a la libertad”. Vaya qué frase polémica. Para todos nosotros y especialmente para los políticos, en quienes, muy a mi pesar tengo que confiar, mantener, fomentar y defender siempre y cuando no desborden del ámbito natural: la democracia que, como dijo el poeta es “esa prostituta buena e ingenua que no conoce el valor del mercado y a todos acoge en su seno”.
Mientras esperamos (sin ironía, caro Frabetti) lo relatado por usted en el antepenúltimo párrafo, esta sociedad actual con su dependencia cada vez mayor de las comunicaciones (todos escribiendo y leyendo) se me antojará, en un futuro no tan lejano, como el paleolítico de una sociedad que no pudo prescindir de ellas, una especie de simbiosis consolidándose en el tiempo de la cual no podremos liberarnos (horrible para mí), y ante el inevitable difundirse de las personalidades de los escribientes, (y aquí sí hay ironía) se podría evitar el bochorno de la divulgación acompañando cada personal e inmenso libro con las explicaciones debidas a pie de página, hechos por profesionales de la siquis para argumentar las razones de las revelaciones más polémicas, inevitables resultados de nuestra cultura, por ejemplo la lectura del Marqués de Sade. Siempre apasionantes sus escritos. Gracias
Frase polémica, y más literaria que literal. Mentimos por diversas razones y con diversos objetivos, pero en este caso, con lo del miedo a la libertad, quería hacer hincapié en lo que Fromm denuncia en su libro del mismo título. Vivimos inmersos en la falsedad por miedo a asumir nuestras responsabilidades personales, que es la única manera de ser libres.
Así que una teleología de la transparencia. Nos hemos convertido en líquidos, vaporosos, espumosos y ahora, usted nos quiere transparentes.
Polvo, sombras, nada. Eso es lo que somos.
No es que yo lo quiera: vamos hacia la información total, nos guste o no. Y hay dos opciones: que esa información total esté al alcance de todos o que la controle una minoría.