«Fueron buenos soldados», eso dice Jack McCloskey al recordar los viejos tiempos. Su memoria abarca una década entera de batallas encarnizadas contra hombres y leyendas, una larga campaña que terminó por reportarles gloria y fama mundial pero también un pasaje de ida para los infiernos del deporte, el lugar donde se consumen las memorias de los equipos más odiados del planeta. Él, que había sido uno de los oficiales más jóvenes de la Marina de los Estados Unidos en la guerra del Pacífico, reconoció enseguida las señales del desgaste, el peso de la lucha sin cuartel sobre las espaldas de sus muchachos, la amargura de aquellos titanes que se resistieron a hincar la rodilla incluso después de saberse muertos. Lo supo en cuanto los vio abandonar la cancha, todavía con unos cuantos segundos por jugarse en el marcador y bajo la mirada despectiva del último gran enemigo: Michael Jordan. Aquel fue un gesto que los moralistas del deporte profesional americano utilizaron como prueba de cargo definitiva contra quienes, a su juicio, habían puesto en serio riesgo las virtudes de una competición concebida como un simple espectáculo, los mismos puritanos que nunca les perdonaron haber interrumpido la época más glamurosa de la NBA convirtiendo los cuarenta y ocho minutos de cada partido en una cruzada a vida o muerte.
Cuando McCloskey aceptó el cargo de jefe de operaciones y aterrizó en Detroit, a finales de la década de los setenta, los Pistons eran uno de esos equipos en los que ningún jugador ambicionaría jugar, un vagón de tren al que los viajeros se subían con apatía y abandonaban dando saltos de alegría, a la primera oportunidad. La ciudad, antaño símbolo de la orgullosa américa industrial, se ahogaba para entonces entre los escombros que habían dejado tras de sí los disturbios raciales de 1967 y la casi inmediata crisis del sector automovilístico. La segregación, salvaje, complementaba un panorama dantesco que poco o nada podía ofrecer a una estrella consagrada de la NBA, de ahí que los intentos de McCloskey por reforzar el equipo se estrellasen ante la negativa reiterada de quienes no deseaban vivir sobre un polvorín.
Las cosas empezaron a cambiar en 1981, gracias a ese resorte del que se proveen las ligas profesionales americanas para insuflar cierta esperanza a las franquicias más modestas. La lotería del draft supuso la llegada de Isiah Thomas, un talentoso director de juego que había conducido a la Universidad de Indiana hacia el título de la NCAA. Esperanzado en regresar a su ciudad natal y formar parte de los Chicago Bulls, el joven Isiah no se lo puso fácil a McCloskey. Durante las entrevistas previas a la gran noche, Thomas se esforzó en mostrarse como una pieza poco apetecible para un equipo profesional pero sus artimañas no le sirvieron de mucho. «¿Sabes qué? No me importa nada de lo que me digas: si eres el número 2, te voy a seleccionar». Como todos los expertos vaticinaban, los Dallas Mavericks empeñaron su primera elección en asegurarse los servicios de Mark Aguirre e Isiah Thomas aterrizó en Detroit entre el escepticismo de quienes lo consideraban demasiado frágil para triunfar en la NBA y su propio desencanto. El único feliz con todo aquello parecía Jack McCloskey, convencido de que había encontrado al mariscal de campo idóneo para su nuevo ejército.
Isiah Thomas se había criado en el oeste de Chicago, la zona más deprimida y peligrosa de la ciudad del viento. Sobrevivir y cohabitar con el dolor se convirtieron en dos constantes de su infancia que luego trasladaría a su manera de entender el juego. Tras aquel rostro angelical y su sonrisa de diplomático negro se escondía una naturaleza desafiante y despiadada, el instinto feroz que distingue a los supervivientes, a quienes no advierten diferencia alguna entre perder y morir. Desde su primer partido con la camiseta de los Pistons superó todas las expectativas y ahuyentó, de un plumazo, cualquier duda sobre su físico y adaptabilidad a la liga. El equipo logró más victorias de las que nadie se había atrevido a vaticinar y el brillo de la nueva estrella invitaba a la esperanza, pero Jack McCloskey se mantuvo con los pies en el suelo, ajeno a la euforia colectiva: para presentar batalla se necesita mucho más que un brillante mariscal.
Desde aquel mismo instante, McCloskey se puso manos a la obra con un único objetivo: rodear a Isiah Thomas con las piezas idóneas para complementar su juego. El primero en llegar fue Bill Laimbeer, un jugador secundario en la rotación de los Cleveland Cavaliers que llamó su atención por la extrema dureza y el espíritu combativo que mostraba sobre la cancha. «Era algo fuera de lo común», recuerda. «Su equipo perdía por treinta puntos y él seguía luchando como si el partido dependiese del siguiente balón». Laimbeer también se había criado en Chicago, pero su entorno había sido muy diferente al de su nuevo compañero. Hijo de un exitoso empresario, el sustento económico nunca fue problema para un Laimbeer que suele presumir de que su padre seguía ganando más dinero que él incluso después de haber firmado sus primeros contratos en la NBA. McCloskey había unido a dos animales competitivos que apenas compartían mucho más que una extraordinaria aversión a la derrota, dos propulsores atómicos para llenar de razones a los que, como él, creían que el miedo al fracaso es el mejor de los motores.
Aquella sociedad arrancó a los Pistons del anonimato y los convirtió en un equipo desagradable y peligroso a ojos de sus rivales. En 1984, los de Míchigan regresaban a los playoffs e Isiah Thomas era elegido jugador más valioso del All-Star (también lo sería en 1986). Fue, además, el primer curso de Chuck Daly como entrenador jefe de la franquicia. «Entrenar es como realizar una venta cada día. Todos los jugadores tienen una idea de lo que es bueno para ellos y tú tienes que venderles otra que parezca buena para todos», solía decir el apodado por sus propios pupilos como Daddy Rich. Más allá de su elegancia en el vestir y su cabello impecable, Daly destacaba por su extraordinaria capacidad de motivación y una personalidad arrolladora. Pese a su escaso bagaje en la NBA (solo había entrenado a un equipo y logrado nueve victorias), Jack McCloskey estaba convencido de que su viejo compañero en la Universidad de Pensilvania era el hombre adecuado para guiar al equipo, y su instinto, una vez más, no le decepcionaría.
Sin dejar de pelear un solo partido durante el proceso, la rotación del equipo fue engordando con el paso de los años, buscando el perfecto encaje de unas piezas con otras como quien construye un maquiavélico mecano con una sola intención: triturar rivales. Además de Thomas y Laimbeer, en la plantilla de los Pistons ya figuraba algún que otro jugador importante como Vinnie Johnson, el más famoso de los microondas. Procedente de los Washington Bullets llegó Ricky Mahorn, la definición exacta del perfecto hijo de puta sobre una cancha de baloncesto. Directamente de la universidad fueron incorporados Joe Dumars, John Salley o Dennis Rodman. La guinda al pastel la puso el fichaje de Adrian Dantley procedente de los Utah Jazz, uno de los mejores anotadores de la NBA pero de un perfil muy diferente al de aquellos mercenarios despiadados que se ganaron el apodo de los Bad Boys. Los engranajes de combate se fueron ajustando de manera natural, la plantilla desarrolló un vínculo especial basado en el malditismo que se trasladaba a la cancha como un ciclón. En la temporada 86/87, los Pistons ya aporreaban las puertas del Boston Garden con intención de derribarlas: el equipo de los chicos malos estaba preparado para la acción.
Una revisión de aquellos enfrentamientos entre Pistons y Celtics podría resultar letal para cualquier aficionado de espíritu frágil y tierno corazón. De la dureza habitual en los partidos de playoffs se pasó a la violencia desatada y la rivalidad que se forjó entre ambos equipos sobrepasó los límites de lo deportivo. Acostumbrados a destrozar mentalmente a sus rivales y arrastrarlos al fango, lograr que Larry Bird y compañía olvidasen sus principios de juego y bajasen a las trincheras se convirtió en la mejor demostración de que sus tácticas funcionaban. «Cuando vi la sangre en sus ojos supe que habíamos ganado», explica Laimbeer. Tras varios intentos, los Detroit Pistons jugarían su primera final de la NBA en 1988 y su rival sería el equipo del glamour, las estrellas de Hollywood y Magic Johnson. Rozaron la gloria con la punta de los dedos, pero la inoportuna lesión de Isiah Thomas y una decisión arbitral desafortunada terminaron por coronar como campeones a Los Angeles Lakers.
La siguiente campaña aparecieron los primeros obstáculos insalvables dentro del vestuario. Adrian Dantley, disconforme con su rol y enfrentado con Daly, fue traspasado a los Dallas Mavericks a cambio de Mark Aguirre, el mismo jugador que había arrebatado a Isiah Thomas los honores en el draft de 1981. El cambio parecía arriesgado pues el carácter egoísta de Aguirre ya había ocasionado graves problemas en su anterior equipo, pero no pudo resultar más beneficioso para unos Pistons a los que cada día odiaba más gente mientras se recreaban en el papel de villanos. El propio Aguirre sugirió a Chuck Daly la posibilidad de comenzar los partidos desde el banquillo y dejar su sitio en el equipo titular a Dennis Rodman, y la cosa funcionó: los Detroit Pistons se convirtieron en una fuerza imparable y cuando llegó la oportunidad de tomarse la revancha contra los perfectos Lakers no la dejaron escapar. Aquel equipo de guerreros diseñado por Jack McCloskey se había convertido en el nuevo campeón de la NBA y todo Detroit se echó a la calle para celebrarlo mientras el mundo entero se echaba las manos a la cabeza.
Al año siguiente volvieron a ganar y por el camino, como no podría ser de otra manera, se agenciaron un nuevo enemigo de enjundia: Michael Jordan y sus Chicago Bulls. «Son nocivos para el baloncesto», aseguró el 23 todavía con el cuerpo dolorido por el maltrato al que lo sometieron Laimbeer y compañía durante la final de la Conferencia Este. El mejor jugador de la historia había recibido una lección que jamás olvidaría, quizás la más importante de cuantas haya aprendido a lo largo de su carrera: no se puede ir a la guerra confiando, únicamente, en el propio talento. Jordan se preparó a conciencia durante el verano siguiente y el resultado fue el insinuado al comienzo del presente texto: en la final de Conferencia de 1991, los Pistons se marchaban al vestuario cuando al partido definitivo todavía le restaban 7,9 segundos por jugarse, sabiéndose derrotados pero demasiado orgullosos como para quedarse a felicitar al enemigo. «No hubiésemos sido lo que fuimos si no nos hubiésemos enfrentado contra ellos: aprendimos mucho de todo aquello», declaró Jordan años después con las manos llenas de anillos y aclamado como mejor jugador de la galaxia. Los chicos malos de McCloskey no solo reinventaron el baloncesto a través del arte de la guerra, sino que empujaron los límites de Michel Jordan más allá de lo humanamente posible. Y es que, como solía decir Bill Laimbeer, «así hacemos aquí los negocios».
Me ha gustado, un artículo muy bien escrito
Genial el artículo. Me ha sabido a poco ??
Muchos artículos y entrevistas de Jot Down pecan de ser demasiado largas, en mi opinión. Este articulo, todo lo contrario. Se queda corto. Muy bien escrito y resumido, quizás demasiado resumido. Recuerdo esos partidos de finales de los 80 y los primeros de los 90 con los Pistones, los Bulls, los Lakers, los Céltics. Que partidazos. No voy a comparar con lo que hay ahora, pero desde haces más de dos décadas apenas veo ningún partido de la NBA. No se porque, pero me aburren.