Arte y Letras Historia

La caída de Tenochtitlán, aquel fin del mundo

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Encuentro de Hernán Cortés y Moctezuma.

Llorad, amigos míos,
tened entendido que con estos hechos
hemos perdido la nación mexicana.

Anónimo, Cantares mexicanos.

Ocurrió para los aztecas1 en el signo del año 3-Casa, día del calendario mágico 1-Serpiente, san Hipólito Mártir para los cristianos, es decir, martes 13 de agosto de 1521: la gran ciudad llamada México-Tenochtitlán se rendía a los pies de los conquistadores españoles. Aquella caída fue sobre todo un nacimiento, el de esta nación, pero que se lo explicaran a los perdedores. Lo que para el transcurso de la historia fue principio, para ellos fue final. Ahora que dicen está más cerca el apocalipsis, no está de más recordar aquel otro fin del mundo.

Tenochtitlán era un prodigio. Tanto, que Bernal Díaz del Castillo solo pudo compararla con «las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís». Hay que imaginarse el valle que contemplaron los castellanos desde el paso entre los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl: un enorme lago sobre el que espejeaban casas, palacios y templos de colores, pirámides que ellos nombraban «mezquitas», tan cerca estaba la Reconquista. Lo rodeaban cincuenta poblaciones y lo habitaban unas doscientas cincuenta mil almas. En medio, Tenochtitlán, la sede del poder mexica, una isla comunicada con tierra firme por cinco calzadas que servían de protección y de diques. Porque el lago eran en realidad cinco, conectados entre sí y en perfecto equilibrio, como le gustaba recordar siempre al arquitecto Teodoro González de León, gracias a delicadas obras de ingeniería. La mayor de ellas, por ejemplo, ordenada por Nezahualcóyotl, el rey poeta, separaba las aguas saladas del lago Texcoco de las dulces de Xochimilco, donde establecieron las tierras cultivables. Estas eran también un invento: balsas hechas de troncos y tierra ancladas al lecho del lago por las raíces de los árboles que les plantaban en las esquinas. Se les llama chinampas y lo que queda de ellas todavía se puede visitar.

La cosecha se transportaba en canoa hasta el mercado de Tlatelolco, donde además se vendían productos procedentes incluso de la actual Guatemala. Hasta allá se extendía la influencia de los aztecas o mexicas, de cultura náhuatl, cuya lengua, dicho sea de paso, era una verdadera koiné. Nómadas del norte que habían fundado su ciudad en 1325 —allá donde vieron a su dios Huitzilopochtli reencarnado en águila devorando a una serpiente, ya conocen la leyenda—, los mexicas edificaron un poderoso imperio en poco más de un siglo, y casi un siglo fue lo que les duró. Conformaban una sociedad guerrera y teocrática, que alimentaba a sus dioses con la sangre —«el agua preciosa»— de los sacrificios humanos. Cuatrocientas ciudades tenían que rendirles tributo. No caían simpáticos. Nadie les tosía. «¿Quién podrá sitiar Tenochtitlán? ¿Quién podría conmover los cimientos del cielo?», decía un cantar prehispánico. Pues mira.

El 21 de abril de 1519, Jueves Santo, desembarcó Hernán Cortés un poco más al norte del hoy puerto de Veracruz. Traía consigo, consigna Miguel León-Portilla, diez naves, cien marineros, quinientos ocho soldados, dieciséis caballos, treinta y dos ballestas y diez cañones. Dos años después, la conquista estaría completa.

Como en todo fin del mundo, hubo presagios. Ocho en total, según los ancianos que años después relatarían a los informantes de fray Bernardino de Sahagún. Entre ellos, una espiga de fuego —«una como aurora»— que iba del cielo a la tierra —¿una luz zodiacal?—; templos ardiendo sin motivo o por acción de un rayo sin lluvia ni trueno, y un probable cometa, que los indígenas nombraron «fuego» —«en tres partes dividido: salió de donde el Sol se mete: iba derecho viendo a donde sale el Sol: como si fuera brasa, iba cayendo su lluvia de chispas»—. El antropólogo francés Christian Duverger sostiene que forzosamente tenían que haberles llegado a los tenochcas noticias de los españoles. Al fin y al cabo, habitaban en las Antillas desde 1492 y antes de Hernán Cortés hubo dos expediciones procedentes de Cuba, una comandada por Francisco Hernández de Córdoba y otra, por Juan de Grijalva. En todo caso, desde que Cortés y sus hombres pusieron un pie en tierra continental, el tlatoani regente de Tenochtitlán en aquel tiempo, Moctezuma, estuvo enterado. «Y cuando esto sucedió, Motecuhzoma ya no supo de sueño, ya no supo de comida». 

Tenochtitlán y golfo de México, 1524. (Clic en la imagen para ampliar).

Aquellos forasteros «son todos de hierro», van a lomos de unos extraños «venados» que «altos están como los techos», sus caras son blancas, «como si fueran de cal». A Moctezuma «también mucho espanto le causó el oír cómo se desmaya uno; se le aturden a uno los oídos. Y cuando cae el tiro, una como bola de piedra sale de sus entrañas». Los nahuas no conocían ni las armaduras ni los caballos ni la pólvora. Por eso, los forasteros solo podían ser los dioses que según sus mitos un día regresarían. Y por eso, al menos en parte, fueron recibidos en son de paz y alojados en aposentos nobles.

Hay que tener en cuenta también que Cortés llevaba consigo a dos traductores de excepción: un soldado que había varado en Cozumel en una expedición previa y que había aprendido maya, Jerónimo de Aguilar, y una princesa nahua esclavizada en las costas del sureste que les vendieron, que sabía maya y náhuatl. Ella, Malinalli Tenépatl o Malintzin, doña Marina cuando se bautizó, «La Malinche» para la eterna leyenda negra de «traidora a la patria», fue fundamental en la «diplomacia» desplegada por Cortés para ganarse a los pueblos que nutrirían su ejército contra los tenochcas, pero la suya es otra historia.

La guerra la empiezan los españoles. Primero, deciden hacer prisionero a Moctezuma. Más tarde, teniendo Cortés que salir de Tenochtitlán —para enfrentarse a las tropas de Pánfilo Narváez enviadas por el gobernador de Cuba, enojado por habérsele desmandado aquella expedición que se suponía solo iba a «rescatar» oro y volver—, su lugarteniente Pedro de Alvarado, apodado «el Sol» por pelirrojo, ordena la matanza a traición de todos los guerreros y sacerdotes que celebran la fiesta mayor de Huitzilopochtli. Cuando vuelve Cortés, es tarde para intentar arreglar el asunto con palabras. Moctezuma es asesinado, siguiendo la hipótesis más plausible, a pedradas por los suyos, que lo consideran un vendido, y los españoles huyen a duras penas de la ciudad en «la noche triste» del 20 de junio de 1520. Casi un año después, el 30 de mayo de 1521, las huestes de Cortés inician el contraataque, con ochenta mil soldados tlaxcaltecas y trece bergantines recién construidos que cercarán la isla de Tenochtitlán.

En el ínterin, hace su aparición el arma biológica que, sin sospecharlo, traen consigo los españoles. «Entonces se difundió la epidemia: tos, granos ardientes, que queman». La viruela matará a más indígenas que las armas, entre ellos, al sucesor de Moctezuma, Cuitláhuac, a quien sucederá, a su vez, Cuauhtémoc, el último rey mexica.

El asedio final de la gran capital azteca durará ochenta días feroces. «Había muertos de un lado y de otro», cuenta un relato indígena. «Era cosa admirable ver a los mexicanos. La gente de guerra confusa y triste, arrimados a las paredes de las azoteas mirando su perdición; y los niños, viejos y mujeres llorando. Los señores y la gente noble, en las canoas con su rey, todos confusos», cuenta otro. Y cuenta, en fin, Bernal: «Digo, que juro, amén, que todas las casas y barbacoas de la laguna estaban llenas de cabezas y cuerpos muertos, que yo no sé de qué manera lo escriba, pues en las calles y en los mismos patios de Tatelulco [Tlatelolco] no había otra cosa, y no podíamos andar sino entre cuerpos y cabezas de indios muertos».

Fin de vidas concretas: doscientos mil de parte de los tenochcas —cuatro quintos de la población—, treinta mil de los españoles. Fin de una cosmovisión: dios ya no es aquel por el que uno ha de morir, sino que muere por uno. Fin de la armonía ecológica de los lagos, que, una vez secos, dieron lugar a un territorio pantanoso que atormenta a sus habitantes hasta el día de hoy —consúltese la página del Servicio Sismológico Nacional—. Un fin del mundo, sí, pero también una continuidad y, de nuevo, un principio.

Cegada el agua de los lagos, construidas iglesias con las piedras volcánicas de las pirámides, diezmada la población, llegó la segunda conquista, la espiritual. Doce frailes franciscanos, como los doce Apóstoles, fueron llamados a refundar en el Nuevo Mundo una Iglesia que en Europa se cimbraba por la Reforma de Lutero. Ellos fueron los primeros defensores de los derechos de los indígenas. Pero esa, ay, también es otra historia.

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Guerreros aztecas, Códice Mendoza, folio 67r.

Nota

1. Se usa «azteca» como sinónimo de «mexica», aunque Hugh Thomas advierte de que la primera no fue una palabra que utilizaran ni conquistadores ni conquistados. Deformación de «aztlateca», o sea, natural de Aztlán, la ciudad mítica de donde los mexicas se decían originarios, la puso de moda el jesuita Francisco Xavier Clavijero en el siglo XVIII.

Bibliografía

Cortés, Hernán, «Cartas de relación», en Cartas de relación de la conquista de América, tomo I, Editorial Nueva España, México, s. f.

Díaz del Castillo, Bernal, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Porrúa, México, 1942.

Duverger, Christian, El primer mestizaje, Taurus-Consejo Nacional para la Cultura y las Artes-Instituto Nacional de Antropología e Historia, México, 2007.

González de León, Teodoro, Lecciones, El Colegio Nacional, México, 2016.

León-Portilla, Miguel (comp.), Visión de los vencidos, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1959 (1989).

Thomas, Hugh, La conquista de México, Patria, México, 1994.

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12 Comentarios

  1. errefejota

    Hace poco leí una biografia de Moctezuma: El semidios destronado, de José Miguel Carrillo de Albornoz en la que lo retrata como un integrista religioso que le aplicó rigor a una religión ya muy rigurosa. Eso le hizo aún más tirano y más sanguinario. Por eso Cortés encontró facilmente aliados y los mexicas no cuando los necesitaban. Durante su reinado eran frecuentes las expediciones de castigo a sus estados vasallos a los que con frecuencia aniquilaba o sometía a condiciones imposibles de cumplir. El esplentoor de Tenochtitán era pura ficción fruto del robo y el latrocinio y el imperio mexica un gigante con pies de fango sangriento.

    • Sergio Dueñas

      ¿Que quiere decir con «ficción», regiriendose a el imperio mexica? el cual fue cualquier cosa menos «ficticio». Un saludo.

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  3. Recomiendo la la lectura directa de las escasas referencias bibliográficas aportadas. Cito a Hugh Thomas y no me voy más lejos del primer párrafo del prefacio: “Este libro narra cómo un pequeño grupo de aventureros bien dirigidos luchó contra una monarquía importante y estática.” El fin del mundo lo llevaban viviendo bastante tiempo los pueblos sometidos a los mexicas. Otra breve cita del señor Thomas: “Ni Cortés ni Colón, ni ningún otro conquistador, llegaron a un mundo de inocentes, estático, eterno y pacífico. … Los mexicas eran los sucesores de varios pueblos guerreros que habían dominado el valle de México. Su propio imperio se formó gracias a las conquistas militares. … Sin embargo buscar en el pasado la moralidad de nuestros tiempos (o su carencia) no facilita la labor del historiador.”

  4. Otra referencia: “Hernán Cortés. Inventor de México”. Juan Miralles.

  5. Tergiversador de Enredos

    Aquella magnífica Tenochtitlan, como tantas otras magníficas ciudades que han sido, tuvo su gloria y su caída. Como cayó Babilonia, como cayó la Roma imperial, como cayó Constantinopla. Es el flujo de la historia. Ninguna creció y se abrillantó sin enriquecerse; ninguna se enriqueció sin conquistas y sometimiento.
    No hay que buscar culpables ni inocentes. Todo tiene su por qué. Causas y consecuencias. Hay que contarlo, a ser posible, tal y como ocurrió.

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  7. Estuvo muy bien

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