Día 1
Sevilla. Y yo con bufanda.
En la Alameda de Hércules el espectáculo está a punto de empezar: Alberto Márquez «twalmar» al teclado, Enrique F. Borja, cuentacuentos cuánticos, al micrófono, y una larga lista de duetos y solistas al taburete, situado en una esquina, a la derecha, bajo la pantalla de proyecciones. Clara Grima hace de modelo para que Alberto ajuste el trípode y la webcam que grabará todo el acto. Mientras posa, Clara (matemática, divulgadora y una de las madres del escutoide) se arranca por sevillanas. Y es que esto es ciencia relajada. Ciencia en el bar y para todos los públicos.
El escenario, BuleBar Café: terraza en el centro histórico de Sevilla y referencia en divulgación científica los miércoles alternos. La doble personalidad del local queda bien plasmada en su distribución y dividida por una línea imaginaria. A la izquierda, la barra del bar con su típica máquina de tabaco y sus típicos cuatro o cinco bidones metálicos de cerveza. A la derecha, una pared rugosa y algunas vigas de cemento que le da al lugar cierto aspecto de madriguera. Un butacón de orejas rojo de dos plazas preside una fila de sillas de diferentes colores y diseños. De a dos y de a tres, los asientos forman un pasillo que divide más claramente la madriguera.
Desde la segunda fila, apoyada en las orejas rojas del sillón, nos imagino dentro de alguna película de Don Bluth. Podríamos estar en el escondite de un ratoncillo animado, construido con retales en el doble fondo de un cajón. No me sorprendería ver una caja de cerrillas (escala ratoncillo) como mesa, o una bobina de hilo como asiento. No me equivoco al imaginar que este podría ser el lugar de reunión de ratoncillos de biblioteca, ratoncillos de campo, ratones del laboratorio y ratones aventureros, porque en el BuleBar se juntan veterinarios con astrofísicos, y espeleólogos con matemáticos e ingenieras.
Decir que los asistentes —más de un centenar entre los que llegan y se marchan— van entrando en calor poco a poco sería mentir. El calor llega de golpe y es por combustión. Las ingenieras Sara Pinzi y María Dolores Redel acaban de inaugurar Ciencia JotDown 2019 al ritmo de J. Balvin y Nicky Jam. Con acento italoandaluz y tacones de lunares, Pinzi y Redel comienzan un diálogo frenético, como un partido de ping-pong, frente a un público desprevenido. Para las expertas, una en biorrefinería y combustibles alternativos, y otra en ruido y calidad del sonido en motores diésel, el principio de conservación de la energía es como enfrentarse a una clase de spinning con una hojita de lechuga en el cuerpo y la suegra, el perfecto ejemplo de una máquina de movimiento perpetuo.
A la altura cómica de sus predecesoras llega Juan Antonio Cuesta, doctor en Matemáticas. Que es profesor es tan evidente como que es segoviano. Ejerce en la Universidad de Cantabria, pero podría hacerlo en cualquier instituto. Sería uno de aquellos profesores a los que se recuerda muchos años después porque le hicieron a uno dedicarse a lo que se dedica. Para fascinar a un alumno es imprescindible que el profesor también se fascine y Juan Antonio lo hace con cada caso de estadística judicial que explica. Salta del taburete, bracea, ríe, exclama, reta. Cada gesto parece gritar ¡eureka! y no me extrañaría verle sacar una tiza del bolsillo para lanzársela al despistado de la última fila.
Por primera vez desde que pude librarme para siempre de las matemáticas (hará unos doce años) y empezar el bachillerato de griego, latín e historia del arte, siento cierta envidia de los elegidos que llegan a entender esta ciencia misteriosa que es la matemática. Quién no desearía sentir la inyección de euforia que describe el doctor Alberto Márquez «twalmar» cuando, tras manosear y marear un problema hasta la desesperación, hallas de pronto la respuesta. Un glorioso momento de éxtasis, incluso aunque después descubras que estabas equivocado.
A punto estuve de decir en un momento, ya durante la cena y con una copa de vino en la mano, que podía llegar a reconocer esa sensación de felicidad y triunfo mezclado con alivio. Aunque mi «iluminación» llegase en 2º de la ESO al descifrar, por fin, los misterios de los dos trenes que parten simultáneamente desde una estación A hacia una estación B… Las matemáticas, dice el segoviano, son como estar esperando al monstruo del lago Ness; escrutas la superficie del lago y esperas, esperas y esperas y, de repente, avistas una garza bizca zancuda y ya está, has hecho el descubrimiento de tu vida.
Seguir buscando cuando no se sabe qué se busca, algo que asombra a Sergio García-Dils, el arqueólogo y doctor en Historia Antigua que cruzó «de una forma un poquito irregular» la frontera de un país en guerra para explorar el Cáucaso a dos mil metros de profundidad. El mismo que cuenta, como un torrente infinito de anécdotas, la de aquella vez que la cola del helicóptero en que viajaban toco la nieve y rodó ladera abajo en el macizo de Arabika; aquella otra en que construyeron una base de operaciones con papel de regalo en la sima Krúbera-Voronya a mil cuatrocientos metros de profundidad; o cuando, tras un mes creyendo que no podían continuar, acabaron por atravesar el túnel Way to the Dream (también conocido como «el puto tubo» que veían cada día al sentarse en la letrina) y que les llevó fortuitamente a un nuevo descenso.
Y así, el hombre que ha descendido a los infiernos helados de Dante (concretamente, a medio grado de temperatura en los primeros quinientos metros) contempla maravillado la búsqueda invisible del matemático. La reunión a la hora de la cena tiene algo de tierno, un astrofísico incrédulo ante las historias de un espeleólogo, un espeleólogo admirando al matemático y el matemático alabando al astrofísico.
Este es José María Madiedo, doctor en Química y Física y miembro del Instituto de Astrofísica de Andalucía (IAA-CSIC). El hombre que puso un pedazo de la Luna en nuestras manos. Literalmente. Y un pedazo de Marte, y del asteroide Allende, y de algunas otras de las casi ochenta mil toneladas de material sólido que impacta cada año en la Tierra. El 29 de noviembre, nos iniciamos en el arte de cazar meteoritos. Ahora sabemos leer la metralla celeste como las huellas de un animal, inspeccionando la elipse de distribución para localizar las piedras más grandes en el extremo de su eje mayor, en la dirección de vuelo. Sabemos también que para que un meteoro sea considerado bólido su brillo debe superar al del planeta Venus y que conviene alejarse de las ventanas ante el impacto de un meteoroide. Especialmente si eres Yuri Vasilevsky, buceador de la expedición de García-Dils y víctima de la onda expansiva del meteorito de Cheliábinsk.
Acaba la primera jornada de Ciencia JotDown 2019. Salimos del BuleBar y cruzamos la alameda, bordada de luces de navidad, para continuar esta reunión de ratones en otra parte.
Día 2
Sevilla. Noviembre del año 2019. Después de la sangrienta rebelión de un equipo de combate de NEXUS 6 en una colonia sideral, los replicantes han sido proscritos en la Tierra bajo pena de muerte. Bienvenidos al año de Blade Runner. Por la pantalla del BuleBar Café desfilan complejos robots domóticos con brazos mecanizados, extrañas cabinas de gestación animal y otros artilugios que el artista francés Jean-Marc Côté dibujó en 1899 para ilustrar su visión del futuro año 2000. Estas láminas del peleofuturo sirven de introducción a Juan María Vázquez, político, catedrático y confeso enamorado de la segunda revolución industrial que, tras repasar la evolución de la ganadería en el siglo XX, se aventura a imaginar qué nos deparará en los siguientes. Un tema complejo teniendo en cuenta que los seres humanos que vivirán la democratización de la carne sintética serán los mismos que, en este siglo, quieren la carne de cerdos libres y a la vez a precio más barato.
Pero regresemos al futuro. Sevilla. Noviembre del año 2019. Los psicólogos ya no son necesarios, Siri, Alexa y Mercedes ya no aceptan órdenes y los hombres han caído varios escalones en la pirámide social desde que la ingeniera informática Mayte Gómez dio forma a Curro, un chatbot con la cara y el cuerpo de Tom Ellis en la serie Lucifer. Concretamente con el torso desnudo y el pelo mojado de Tom Ellis sosteniendo un vaso de whisky y mirándote a los ojos en la serie Lucifer, teniendo como único objetivo decirte exactamente lo que quieres escuchar. Su capacidad de almacenamiento, cómputo y aprendizaje ha pulverizado la última frontera de la inteligencia artificial: sostener un diálogo con un humano sin que este acabe gritando que le pasen con una teleoperadora.
Seguimos en el futuro. Sevilla, 2019, año del 150 aniversario de la publicación de la primera tabla periódica exitosa, la del químico ruso Dmitri Mendeléyev. Después de tantos cumpleaños, la tabla de los elementos ha trascendido la estructura utilitaria de la ciencia para convertirse en un icono; todo el mundo la reconoce y la imita. Y entre tanta tabla de vinos, de sándwiches, de chocolates, de ortográficas y de posturas sexuales, la ingeniera química Teresa Valdés Solís no encontró ni una sola tabla de mujeres científicas. Como suele decirse en Twitter: se tenía que hacer y se hizo. Teresa firma «con cariño elemental» varias tablas y las reparte entre la audiencia. Ciento dieciocho mujeres excepcionales (veintiocho españolas y diecinueve premios nobel) ocupan ya su lugar merecido en la tabla de las elementas.
Leo la dedicatoria, en la esquina posterior de la lámina, mientras el reloj marca las 12.30 de la mañana. Mi sangre se acelera, quizás a 178 pulsos por segundo, cuando toca agradecer el segundo premio del certamen de divulgación del Donostia International Physics Center (DIPC) y Jot Down (que pronuncio, como siempre, con jota). De vuelta en mi silla aplaudo el primer premio de Pablo Izquierdo y su texto «Murciélagos, buñuelos y el temblor de los indígenas», y enrollo con cuidado mi tabla de las elementas.
Rodeada por la ‘Mn’ de Rosaría María Menéndez, primera presidenta del CSIC, la ‘Ni’ de la bioquímica y bióloga molecular Ángela Nieto y la ‘SL’ de la madre de la genética molecular Margarita Salas, se encuentra, con su ‘Vr’, María Vallet-Regí, pionera en el campo de los materiales cerámicos aplicados a la medicina. Esta elementa, que también parece y es profesora, está hoy en la madriguera, completando la plantilla docente de mi colegio inventado y explicando como su agente 007, una nanopartícula mesoporosa de sílice de apenas cien nanómetros puede ayudar a tratar selectivamente las tres enfermedades del hueso: osteoporosis, cáncer e infección.
Acaba la segunda jornada de Ciencia JotDown 2019. Salimos del BuleBar y cruzamos la alameda, donde a finales de noviembre se mezclan los churros con las tapas de croquetas y albondigón.
Qué maratona, señores! Muy bueno
Siempre me pregunté cómo pronuncian ustedes el nombre de la revista. Yo no puedo llamarla de otra manera: Hot-down, con una j suave.