«El Puente de la Torre es la farsa arquitectónica más monstruosa y absurda que hayamos conocido». Así, con mesura y contemporizando, se posicionaba en 1894 la publicación The Builder el mismo día de la inauguración de esta estructura. No coqueteemos con la equidistancia, debieron pensar. Ni siquiera quisieron publicar una imagen de la estructura por vergüenza y por un incipiente sentido ecologista: no valía la pena malgastar papel. Ante una opinión que hace palidecer las de Carlos Boyero ante una película floja de Almodóvar, en descargo del Puente de la Torre de Londres podemos aportar dos líneas de defensa: 1) Cuando se publicó esa crítica, aún no se imaginaban lo que iba a pasar con la Sagrada Familia de Barcelona. 2) Acotaríamos la afirmación: «El Puente de la Torre es la farsa arquitectónica más monstruosa y absurda de la era a. C. (antes de Calatrava)».
Muchas guerras, genocidios, el Gran Salto Adelante y el Puente de la Torre tienen en común que en un principio parecían (dentro de su contexto sociopolítico) soluciones audaces, pero al final la historia los acabó juzgando como desgracias terribles, episodios negros de la humanidad. Así, en el caso del puente londinense se buscó a la vez un icono urbano, un hito en la celebración del 50.º aniversario del ascenso al trono de la reina Victoria y, también, una solución frente a los problemas para cruzar el Támesis que estaba sufriendo la ciudad ante el aumento de la actividad portuaria y de la población. Ya en aquel tiempo (1872) iban bien de creatividad desbocada, por lo que se presentaron decenas de diseños para el proyecto, algunos delirantes: desde puentes flotantes a ferris, pasando por túneles e incluso un puente con gálibo suficiente para el tráfico fluvial en el que el acceso al tablero se realizaba a través de unos ascensores enormes, capaces de elevar hasta esa cota a carruajes, caballos y peatones. Finalmente, y con buen criterio, la alternativa elegida fue la de un puente que permitiera el paso mediante un sistema de apertura, y con esta premisa se convocó un concurso abierto en el que resultó sospechosamente ganador el arquitecto municipal, sir Horace Jones.
El diseño contemplaba un vano central de unos 61 metros de paso libre que permitían un gálibo de más de 40 metros, suficiente para las arboladuras esperables, cuando unas hojas basculantes se abrían. Se trataba de uno de los primeros puentes del mundo de esta tipología y el más antiguo en funcionamiento hoy en día. El desplazamiento de esas dos hojas hasta casi alcanzar la verticalidad se consigue al girar el conjunto tablero-contrapeso respecto a una rótula ubicada en el centro de gravedad del sistema. Al estar diseñado así, se minimizaban las fuerzas que tenía que transmitir la maquinaria hidráulica movida a vapor (sueño húmedo steampunk) para realizar sus movimientos de apertura y cierre. Este tipo de puente basculante se denomina sistema de rótula simple, porque para qué complicarse buscando otro nombre más críptico. El mecanismo se demostró bien diseñado y ejecutado cuando, en el primer año de puesta en servicio, se accionó más de 6000 veces, completando la apertura o cierre en menos de minuto y medio. Es decir, una solución que funcionaba. Primer defecto: es sacar punta, pero de los 280 metros de ancho que tenía el Támesis en ese punto, se redujo a 61 el canal fluvial para embarcaciones de cierto porte. Tal vez un diseño diferente habría evitado ese embudo, aunque también es cierto que la tecnología del momento no permitía mucho más. Como ejemplo, el puente móvil del Puerto de Barcelona (Arenas&Asociados) fue récord del mundo de luz cuando se inauguró en el año 2000, con unos 109 metros de distancia entre rótulas de giro. Es decir, más de un siglo después, el estado del arte de la tipología basculante seguiría sin dejar más de la mitad del cauce navegable para embarcaciones grandes.
Sobre este vano basculante se diseñaron dos pasarelas peatonales. Por un lado, su propósito era que el tráfico peatonal no se interrumpiera mientras se realizaran las maniobras de apertura y cierre (no tuvo mucho éxito, ya que se tardaba bastante en hacer el recorrido por la altura que debía salvar, que es como si la pasarela estuviera en un décimo piso) y por otro, cumplían una importante función estructural: sin ellas, el puente colapsaría porque compensan los vanos colgantes laterales.
El Puente de la Torre presenta un alzado simétrico: a cada lado del vano central basculante hay sendas torres de 21 metros de ancho desde las que se llega a las márgenes por dos tramos colgantes de unos 82 metros de luz. Si han hecho las cuentas, habrán comprobado que los extremos de los vanos colgantes recortan anchura al cauce en torno a unos 15 metros, distancia que se adentran en el Támesis las torres laterales. Desde el punto de vista hidráulico y funcional tampoco es lo mejor, obviamente.
Sí, son tramos colgantes aunque no lo parezcan. El arquetipo de puente colgante lo asociamos a uno o varios cables unidos mediante péndolas al tablero. Los cables se han demostrado como la solución más eficiente porque solo soportan esfuerzos axiles, sin rigidez a flexión. En cambio, en los puentes colgantes rígidos (así se denomina esa tipología), en lugar de cables se utilizan vigas metálicas trianguladas, con forma de arco invertido, con tres articulaciones: una en cada extremo (en la unión a las torres) y otra en el punto de tangencia con el tablero. En el caso del Puente de la Torre los vanos son asimétricos, no forman una «U», y por tanto la articulación en el contacto con el tablero no se encuentra en su centro, sino más alejada de las torres centrales. Volviendo a las pasarelas peatonales, estas unen los extremos más elevados de las vigas metálicas de los vanos colgantes, compensándose así los esfuerzos horizontales (los verticales bajan a la cimentación por la estructura de las torres centrales). Sin las pasarelas, las torres caerían (el otro extremo de las vigas se compensa en cada margen). Si bien es cierto que los colgantes rígidos gozaron en la última mitad del siglo XIX de cierta popularidad, los formidables puentes de John Roebling, con el póstumo Puente de Brooklyn inaugurado en 1883, antes de que comenzaran las obras del Tower Bridge, ya venían avisando de lo que las primeras décadas del siglo siguiente confirmaron: no tiene sentido construir puentes colgantes rígidos de cierta envergadura, a no ser que haya alguien que prefiera gastar más dinero y complicarse la vida durante la ejecución y el mantenimiento.
La mayor vergüenza de este puente son las torres principales. El puente fue diseñado, como habíamos dicho, por el arquitecto Jones. En la maqueta del proyecto las torres, materializadas mediante una estructura metálica, se revestían con un material pétreo que les daba un aspecto medieval, de dudoso gusto, pero de gran aceptación en aquella época. La construcción comenzó en 1886 y Jones murió un año después, haciéndose cargo de la dirección de las obras su ingeniero jefe hasta ese momento, sir John Wolfe-Barry. Con estos nuevos galones, Barry se envalentonó y se puso a Crear. Y pasó lo que suele pasar en estos casos, que la gente no entendió su Arte. Las torres medievales esperadas se transformaron en torres neogóticas, dignas de cualquier parque de atracciones. Como The Builder, tampoco seremos equidistantes. La componente estética del Tower Bridge es deplorable. Los colores con los que se han pintado los elementos metálicos (azul celeste y blanco) son empalagosos hasta para vestidos de damas de honor. Y el revestimiento pétreo neogótico, como contenido patrocinado de Exin Castillos, bien, eso sí, pero por lo demás, es feo, anacrónico y penaliza las proporciones del conjunto. Las torres parecen más anchas de lo que son, el conjunto pierde en elegancia y composición. Viendo las fotografías que nos han llegado de la construcción, con el esqueleto metálico a la vista, previo al aplacado, habría resultado bastante más aceptable dejándola tal cual y con algún color neutro. Por ejemplo, también estaba previsto que el Puente de George Washington de Nueva York (1931) fuese revestido con granito, pero debido a recortes económicos, se dejó en estructura metálica, pintada con tonos discretos, con gran resultado. O el Puente Vizcaya, en Portugalete (1893), que tiene un acabado mucho más ligero y digno que el londinense. Tal vez el éxito del Puente de Brooklyn, puente con estructura metálica y torres de piedra, influyera, pero en el caso del colgante norteamericano no había artificios, puesto que las torres son de piedra, no metálicas revestidas.
Cuando las obras acabaron en 1894, la opinión pública y especializada era un clamor: aquello era una horterada. Después, con el tiempo, ya se sabe: el roce hace el cariño. Si se alaba el fish & chips, por qué no también potenciar el Puente de la Torre como un icono y algo de lo que estar orgullosos. La pérfida Albión, otra cosa no, pero vergüenza tampoco.
No podría estar más de acuerdo. No entiendo cómo la mayoría de selfies y postureos que la gente que visita Londres corresponden a ese adefesio arquitectónico. Horripilante.
«De la gente que visita Londres» quería decir, obviamente.