El concepto de obra maestra no cambia, cambian los criterios para reconocerla como tal.
Todos tenemos una idea parecida de lo que es una obra maestra, y sin embargo no siempre admitimos lo que nos proponen al respecto la historia y algunos de nuestros contemporáneos más influyentes. Ariosto, Camões, Schiller, Petrarca, Rabelais, Racine, Milton son escritores que gozaron en su época y en épocas posteriores la consideración de genios, con libros tenidos igualmente por obras capitales. Fuera del ámbito de sus lenguas respectivas, sin embargo, apenas son nombres en una lista o en la calle de una ciudad. Ni siquiera se librarían de esta consideración Dante, Pushkin o Goethe, cuyo nombre resulta aún más familiar a muchos, por tropezárselo en estatuas, grandes avenidas y aeropuertos. ¿Cuántos de nosotros han leído a Tasso o Cicerón, Juvenal o Tucídides? Hasta hace un siglo eran de lectura corriente y sus obras se citaban en las tribunas y glosaban en los periódicos.
Cuando Stendhal nos habla en sus guías de Roma, Nápoles y Florencia de pintores italianos del Renacimiento, iguala en importancia y aprecio artistas que son ya para nosotros unos desconocidos, junto a otros que ya han perdido su importancia e influencia. Rafael Sanzio fue durante el siglo XIX el pintor más estimado y valorado, por encima de Velázquez, Rembrandt o Tiziano. No había una obra suya, como no la hay tampoco hoy de Leonardo, que no fuera considerada entonces una «obra maestra absoluta», disputándosela coleccionistas, papas, reyes, museos. En aquel tiempo ni siquiera se tenía noticia de otros que como al Greco o a Vermeer les estaba reservado en el XX una gran estimación. Cuando se confeccionó hace unos años una de esas listas de «los cien mejores artistas de todos los tiempos» (la promovió entre «expertos» un periódico de campanillas, no recuerdo cuál, tal vez el NYT o el Allgemeine Zeitung; las ideas más tontas tienen siempre muchos padres), Rafael aparecía relegado hacia el puesto setentaitantos, por detrás de Warhol o Rothko. Por lo demás, las calificaciones de «obra maestra», «obra maestra absoluta» y «pequeña obra maestra» recuerdan tanto a distinciones del tipo «aceite de oliva virgen extra», «aceite puro de oliva» o «aceite de oliva virgen», como para no desconfiar. Al fin y al cabo, prestigio viene del latín, praestigium, engaño, de donde procede prestidigitador.
El siglo XX, el gran prestímano, ha sido el que ha visto nacer y morir más obras maestras en menos tiempo, y a medida que transcurren los años el número de obras maestras se va multiplicando exponencialmente, a la vez que su tiempo de permanencia en el podio de los vencedores resulta cada vez más reducido, teniendo en cuenta el cada día más elevado número de aspirantes a genio (asunto viejo como el mundo: ver La obra maestra desconocida, de Balzac). No hay minuto, si creyéramos a los periódicos, en que no muere un portento de cualquiera de las artes o en que no se alumbre una obra maestra o en el que no estemos viviendo un acontecimiento en verdad histórico, como la batalla de las Termópilas. Esto tiene que ver, claro, con el mercado y el arma de la que este se vale, la propaganda. El siglo XX es el de la propaganda. Sin propaganda, o sea, sin prestigio, es imposible comprender el éxito de los totalitarismos, nazismo, fascismo y comunismo, secundados por masas enardecidas. Sin propaganda y mentira, envueltas en la chistera del mago, tampoco se explicaría hoy la fascinación que millones de personas sienten por los distintos populismos y nacionalismos. Sin propaganda (impartida en las universidades, internet y medios de comunicación) buena parte de las obras que hoy se visitan en los museos de arte contemporáneo estarían en un basurero, sin los manuales y libros de texto la mayor parte de la literatura universal habría acabado ya en cenizas, como la Biblioteca de Alejandría.
La propaganda (y la Fundación Nobel, la mayor empresa de mercadotecnia contemporánea en lo que a Literatura se refiere) situó a Miguel Ángel Asturias en la cúspide de la literatura de su tiempo, y como él a otros. Cuando repasamos la lista de los escritores que han obtenido ese premio tan prestigioso nos quedamos un tanto trastornados y perplejos. Yo he de consultarla ahora para poder copiar aquí algunos de los que aparecen en el palmarés: Bjørnstjerne Bjørnson, Paul von Heyse… Basta. Acabaremos antes diciendo que de los más de cien escritores que lo han obtenido, de la mitad no ha leído uno una sola línea, entre otras razones porque de algunos de ellos ni siquiera recordaba o reconocía su nombre, y de los demás… Pongamos un ejemplo: el poeta italiano Salvatore Quasimodo. Por un compromiso ineludible (el editor que iba a publicarla en Trieste, Valentín Zapatero, murió cuando se disponía a ello), edité su obra completa en La Veleta hace treinta años y me tocó, claro, corregir las pruebas de imprenta. No recuerdo de aquella lectura ni un solo poema que me llamara especialmente la atención. Podemos pensar que quienes concedían ese premio hace cien años tenían menos gusto o tino que los actuales, pero dentro de cien años la perplejidad que sentimos ahora la sentirán también otros, de modo que García Márquez acabará quizá siendo tan leído como Miguel Ángel Asturias y Vicente Aleixandre tanto como Jacinto Benavente y Echegaray, si acaso no menos.
Y así como se supone que los premios Nobel podrían ser un baremo para establecer lo que sea una obra maestra («algo tiene el agua cuando la bendicen»), se recuerda a menudo el caso inverso: el de aquellos, presentados como autores de «obras maestras absolutas», que no lo obtuvieron, desde Tolstoi a Galdós, de Proust a Henry James. ¿Son equiparables Ana Karenina y Fortunata y Jacinta, En busca del tiempo perdido y Ulises? ¿Son todas ellas, como considera nuestra época, «obras maestras»?
Yo intenté leer en mi juventud un par de veces Ulises y no logré pasar de las primeras páginas, y he leído tres veces À la recherche, sin que esto último me haya reafirmado en la idea de que la obra de Proust sea una obra maestra. Las obras maestras se las hace cada uno a su medida, por lo mismo que todos necesitamos tener unos maestros, no solo en los años de formación; incluso aquellos llamados a serlo de otros tuvieron unos maestros que a menudo tenían menos talento que sus discípulos. Todos leemos también más libros considerados menores que grandes obras, y somos conscientes de ello, por lo mismo que solemos nutrirnos más de alimentos comunes que de manjares. Y no solo por la rareza y careza o alto precio de estos, sino porque nuestro organismo así lo requiere para su mejor funcionamiento. Nadie sobreviviría intelectualmente leyendo únicamente obras maestras, y las consideradas obras menores nos resultan a menudo más provechosas y enriquecedoras. Damos incluso valor de obras maestras a aquellas que pasan inadvertidas para la mayoría. Cuando el pintor Ramón Gaya se fijó en el Desnudo de Eduardo Rosales no lo estaba equiparando a Las meninas ni comparándolo con nada; sencillamente lo tenía por una obra cumbre, y como tal, difícil de comparar con otras, por aquello que decía Nietzsche de las cumbres: vistas desde abajo o desde lo alto todas ellas se parecen un poco.
Yo sé que si el deporte preferido del siglo XX ha sido designar obras maestras y señalar genios, el segundo deporte preferido del siglo XX ha sido despojar a unas y otra de su condición, a ser posible en plaza pública, como quien arranca los galones a un general en el patio de armas ante la tropa, y tanto como ensalzar a alguien, la chusma disfruta arrastrando por el pavimento de las ciudades a los antiguos ídolos y llevándolos a la guillotina.
A mí se me ha dado hoy este espacio para acometer una de esas ejecuciones, pero no me siento con fuerzas para la ceremonia. Además, no está uno seguro de no hacer el ridículo. Lo probable es que dentro de cien años, los preceptos y códigos según los cuales yo procediera a ese bonito auto de fe se habrán trastocado o serán muy diferentes. Como el propio canon de belleza hace que hayamos pasado de las mujeres de Rubens a las de Modigliani, sin garantías de que un día las jóvenes de formas opulentas vuelvan a hacer furor.
Ni siquiera los autores tienen sobre sus propias obras un criterio fiable. Cuando Galdós escribió sus poco memorables memorias, no tuvo un recuerdo para Miau. Habló, claro, de muchas otras obras suyas, más queridas o importantes para él, pero de Miau ni una palabra, pese a ser tenida hoy no solo por una de sus mejores novelas, sino una de las mejores de siempre y el retrato más fino que se haya hecho jamás de la figura del cesante. Miau es a la cesantía lo que El avaro de Molière a la codicia.
Yo podía hablar de Miau ahora, pero he preferido hacerlo de El terror de 1824, uno de los cuarentaiséis episodios de Galdós. Se narran en esta obra la represión absolutista que dio origen a la década ominosa y, entre otros sucesos, el ahorcamiento de Riego en la Plaza de la Cebada. Se puede leer sin necesidad de leer anteriores entregas, aunque acaso conviniera leer al menos las seis que le preceden en esa segunda serie. Asombra de esta obra todo, la imaginación, la exactitud de los hechos narrados, el humor inefable, tan cervantino, los personajes, el maravilloso e inolvidable Patricio Sarmiento… Viene a ser un fractal del inmenso talento de ese hombre. Las anteriores seis novelas de esa segunda serie las escribió en un par de años, esta de El terror de 1824 en unos meses. En verdad portentoso.
No sé si es o no una obra maestra absoluta, extra virgen, extra solo o virgen lampante, como veo que se dice también a una clase de aceites de oliva…
Solo puedo decir que me ha acompañado de veras mucho más que tantas consideradas obras maestras hace quinientos años o ahora mismo. Lector, lectora: puedes o no creerme, puedes o no compartir conmigo el criterio de obra maestra (todo aquello que sigue vivo y transforma nuestra vida, haciéndola mejor), pero ya no puedo hacer más por ti ni tratar de convencerte. Seguramente tú tienes tu propio criterio al respecto y nada de lo que yo diga te convencerá ni te hará cambiar de opinión. Pero los happy few acaso sepan de qué estoy hablando.
No puedes convencerme; si fuiste insensible al mayor directo de izquierda de la historia de la literatura, no puedes convencerme. No digo que el bueno de Benito no lo hiciera bien el hombre…, pero tú… clasificando la calidad del aceite… no sé, no sé.
La pura y triste verdad es que nadie sabe cuál autor o qué obra pasará a las generaciones posteriores y seguirá siendo apreciada y valorada ( Esa es la mejor definición que conozco de una obra maestra, otros tendrán otra ).
Por poner un ejemplo conocido y que quizás no ofenda: Howard Phillips Lovecraft murió como tantos otros autores de novela barata. Ni él mismo creía que su obra tuviera tanto valor. Y hoy se le considera el segundo después de Poe. A veces me lo imagino asomando desde su nube y pensando: «¿Quien lo iba a imaginar?».
Un apunte: Henry James y el Ulises no van de la mano…falta un poquito de documentación.
Pero bueno…el artículo tiene algunas cosas interesantes y otras tantas sacadas un poco de contexto. Al final las «obras maestras» deben ser las que cada uno elija…para gustos, los colores.
De todos los ismos que han triunfado por la propaganda (totalitarismo, fascismo, comunismo, populismo, nacionalismo…) al autor se le olvida, consciente o inconscientemente, el capitalismo. Curiosa omisión.
Y no sé cómo pretende no poder hacer más por convencernos sobre El Terror de 1824 si solo le dedica tres exiguos párrafos finales después de todo el tocho. Lo que sí he hecho es buscar cesantía.
Me corrijo a mí mismo. El autor no le dedica tres párrafos al libro, solo le dedica uno.
Que despropósito atribuir a la propaganda el éxito de Asturias… (al que ya nadie lee, es cierto).