Las ideas se tienen; en las creencias se está. (Ortega y Gasset)
No es casual que la expresión suspension of disbelief fuera acuñada por Samuel Taylor Coleridge, uno de los fundadores del romanticismo inglés, que en su Biografía literaria dice:
En esta idea se basó el proyecto de las Baladas líricas: se acordó que mis trabajos se centraran en personas y personajes sobrenaturales, o al menos novelescos, pero transfiriendo desde nuestra naturaleza interior el suficiente interés humano y apariencia de realidad como para lograr por un momento, para con estas sombras de la imaginación, esa voluntaria suspensión de la incredulidad que constituye la fe poética.
Los románticos, sobre todo los ingleses, son grandes soñadores, y para que la función sanadora, o cuando menos paliativa, de los sueños opere hay que creérselos por un momento, como ocurre con los placebos. Y el autor de La balada del viejo marinero lo tenía muy claro: no en vano el más famoso poema de la poesía romántica inglesa es, desde el punto de vista narrativo, un relato dentro del relato, en el que el narrador-protagonista, al igual que el poeta mismo, se redime contando una y otra vez su aventura imposible. Conviene hacer hincapié en este punto: Coleridge no nos cuenta directamente una historia, sino que nos cuenta que alguien la cuenta; la historia en sí es increíble, pero no lo es el hecho de que alguien la cuente e intente convencer a sus oyentes de que es verídica. El poeta es un fingidor que finge que está fingiendo, nos recuerda Pessoa.
Pero los «sueños lúcidos» de la literatura —y eso también lo saben los románticos mejor que nadie— a menudo se convierten en pesadillas: su efecto no es paliativo, sino revulsivo. Si Coleridge fue —junto con su amigo Wordsworth— el padre del romanticismo poético inglés, Mary Shelley fue la madre del romanticismo narrativo. Y, al mismo tiempo, de la ciencia ficción: en Frankenstein, su ambigua pesadilla científica, se esbozan los principales temas y enfoques del género, así como dos de sus arquetipos fundamentales, el hombre artificial y el «científico loco».
Y con la ciencia ficción —la corriente narrativa más específica y fecunda del siglo XX y lo que va del XXI— la suspensión de la incredulidad da un salto cualitativo, a la vez que involutivo. No es lo mismo «creer por un momento» en la magia que hacerlo en unos avances científicos posibles, incluso probables. En este sentido, se podría decir que la ciencia ficción, en lo que a la suspensión de la incredulidad se refiere, supone la culminación de un proceso que comienza con los cuentos maravillosos de la tradición oral y acaba, como toda gran odisea, en el punto de partida.
En sus orígenes, que son los nuestros, los cuentos maravillosos eran «pequeños mitos», como los denomina Lévi-Strauss, por lo que había muy poca o ninguna incredulidad que suspender. Y, sin embargo, han llegado a ser los relatos que mayores dosis de credulidad requieren para sumergirse en ellos. Por eso los niños, que en principio no lo eran, se han convertido en sus destinatarios principales, pues a ellos les sirven —a la vez que se asoman a nuestro remoto pasado prealfabético— para explorar la brumosa frontera entre la razón y el mito, como diría Hölderlin.
En el extremo opuesto, tanto histórica como conceptualmente, la ciencia ficción nos ofrece un máximo de maravilla con un mínimo ejercicio de suspensión de la incredulidad. Cualquier cosa que una persona pueda imaginar, otra puede realizarla, como dijo Verne, por lo que en el futuro todo es posible. Así pues, en el plano conceptual la ciencia ficción facilita al máximo la suspensión de la incredulidad, como antaño los cuentos maravillosos, aunque por razones opuestas.
¿Y en el plano perceptivo? Durante milenios, la conformación de personajes y mundos fantásticos quedaba relegada a la imaginación, con la ocasional ayuda —o interferencia— de iconografías más o menos sugerentes. Pero todo cambió radicalmente a finales del siglo xix, con la revolución cinematográfica. No es casual que Méliès y otros pioneros (entre los que cabe destacar al aragonés Segundo de Chomón) se centraran en las enormes posibilidades del cine como materializador de sueños, derivadas, obviamente, de su capacidad para crear una ilusión de realidad casi perfecta. El hecho de que buena parte de la historia del cine comercial se pueda escribir en función de la evolución de los efectos especiales da idea de la importancia de conseguir, a nivel perceptivo y no solo conceptual, la plena suspensión de la incredulidad. Y en este sentido, el cine —así como la televisión convencional— ha alcanzado su máximo desarrollo. La siguiente etapa, que ya ha comenzado, es la de la realidad virtual, la realidad aumentada y la interactividad.
La suspensión de la credulidad
En 1970, conocí en Heidelberg a Daniel F. Galouye, un taciturno escritor de ciencia ficción estadounidense que falleció prematuramente pocos años después. Casualmente, yo había leído hacía unos meses su novela Simulacron-3, publicada en 1964, cuya trama se desarrolla en una ciudad virtual, una complejísima simulación informática como la que popularizaría la trilogía de Matrix cuarenta años después. Hablando de su inquietante novela, Galouye, que había sido piloto de pruebas, me dijo que los simuladores de vuelo le habían sugerido la idea: si un ordenador podía simular de forma convincente la experiencia de pilotar un avión, podía simular cualquier cosa.
Y así es. La realidad virtual, cada vez más accesible e interactiva, ya forma parte de nuestra vida cotidiana, y su avance es tan imparable como lo fue el del cine y la televisión. Y con ella se producirá —se está produciendo ya— un paradójico retorno a los orígenes de la cultura: nuestros remotos antepasados, cuando oían contar un cuento alrededor de una hoguera, fundían y confundían la ficción del relato con la realidad en la que estaban inmersos; los consumidores de realidad virtual de un futuro inmediato, inmersos en una simulación perfecta, tendrán que llevar a cabo, para no confundirla con la realidad, una maniobra psicológica equivalente, aunque de signo contrario a la que ahora tenemos que hacer para suspender la incredulidad al sumergirnos en un libro o una película. Lo que costará suspender, cada vez más, será la «credulidad» inducida por la perfección de las simulaciones, la «creencia» en la ilusión total.
Las comillas advierten del uso más técnico que coloquial del término, al que filósofos y psicólogos cognitivos confieren un especial significado. Como dice Ortega y Gasset en su ensayo Ideas y creencias: «Las ideas se tienen; en las creencias se está». En la realidad virtual se está —o se estará en un futuro próximo— con el mismo grado de saturación perceptiva con que estamos en un entorno físico real, por lo que, más allá de la reflexión y el mito, «creeremos» en ella con igual fuerza, con igual debilidad.
La suspensión involuntaria
En realidad, la expresión completa —y así suelen utilizarla los angloparlantes— es willing suspension of disbelief, aunque en castellano se omite el adjetivo «voluntaria» por obvio (amén de tetrasílabo): es evidente que cuando nos sumergimos en una novela o una película olvidándonos momentáneamente de la realidad lo hacemos de forma deliberada y consciente; como toda evasión, es una elección. Pero, fuera del marco de la ficción explícita, hay una suspensión de la incredulidad inducida, y por ende involuntaria, que tiene que ver con lo que Umberto Eco, Jean Baudrillard y otros pensadores posmodernos denominan «hiperrealidad»: una realidad vicaria, sucedánea, que otros nos imponen. Cuando vemos un spot publicitario o un telenoticiario manipulado (valga el pleonasmo), no elegimos creer momentáneamente algo que sabemos que no es verdad, sino que otros eligen hacernos creer permanentemente algo que, en el mejor de los casos, solo es verdad a medias: no es una evasión, sino una invasión. Si, como dice Coleridge, la voluntaria suspensión de la incredulidad constituye la fe poética, su suspensión involuntaria constituye la fe política.
¿Cómo nos defenderemos cuando la publicidad y la propaganda nos ataquen con las armas definitivas de la realidad virtual y la realidad aumentada?
Decía Umberto Eco que de la Edad Media tenía un conocimiento directo, mientras que la actualidad solo la conocía por la televisión. Parecía una boutade, pero era un diagnóstico.
Throw away your television, make a break big intermission, recreate your super vision now ?
RHCP
Red Hot Chili Peppers?
Un comentario que estaría casi al margen, pero como es pura literatura, desde cuando la leí por primera vez (no hace tanto) me causó extrañeza: la suspensión de la incredulidad. Pareciera que este mecanismo, frío e innatural por definición, dependiera de nosotros. Tal vez sea una cuestión semántica de la cual no logro captar su portada. De cualquier manera, me quedo con la convicción de mi profesor de matemáticas de la primaria, matemático por raciocinio y poeta por sentimientos, que incluía en aquellos años lo que después sería la suspensión de la incredulidad en su materia escolástica. Para él no había tanta diferencia entre ambas disciplinas, ya que las dos eran increíbles y sospechaba que, a pesar de la inmensidad espantosa del universo, para nosotros era estrecho, y por tal motivo con el arte manifestábamos nuestra pena por estar, por existir, por ocupar un lugar que jamás hubiéramos imaginado.
Te envidio, Eduardo, me habría encantado tener un profesor como el tuyo. Y, sí, como tantos mecanismos psicológicos, la suspensión de la incredulidad es en parte voluntaria y en parte automática… por ahora.
Cierto, no es necesario desconocer que algo no es real para creerlo. Es evidente que en los realities y en un montón de programas más, lo que sucede está preestipulado y los que aparecen son actores y actrices. Pero la gente lo vive y lo comenta como si fuera real, aun sabiendo que no lo es. Creo que vamos más por el camino de crear falsos yoes en la realidad (como en «los sustitutos») que de crear una falsa realidad donde se encuentre el yo real (como en «Matrix»).
Yo diría que ambas tendencias son complementarias, y que se retroalimentan mutuamente. En cualquier caso, tanto la realidad como el yo son conceptos en crisis, y es difícil prever el futuro que nos aguarda en lo que a las relaciones interpersonales se refiere.
Por qué simplemente no le hacemos caso a Parménides: «lo que es, es y lo que no es, no es».