Fernando Arrabal escribió El cementerio de automóviles en 1957 y se rodó para la televisión francesa en 1983. Es una historia que admite múltiples interpretaciones, desde la distopía a la crítica abrasiva al franquismo. En el argumento, como era costumbre en el siglo XX, ha caído una bomba y ha acabado con todo excepto con un Estado policial, ahora más paranoico en el postapocalipsis, y grupos de jóvenes que vagan buscando refugio con su estética punk y rockera. Apareció como «alta cultura», pero podríamos estar hablando de páginas del Metal Hurlant, sobre todo tras la versión televisiva que hizo se hizo en Francia con Alain Bashung, que suponemos haría las delicias de don F. J. Ossang.
Tras vagar por desiertos, los chavales llegan a un cementerio de automóviles habitado, la gente vive de coches oxidados. En el lugar, hay un ameno espectáculo porno que un presentador de circo o jefe de pista anuncia de manera irresistible: «Les ofrecemos lo inimaginable a precio competitivo, criaturas idílicas, lisiados de buen corazón, gigolós de besos embriagadores, vírgenes místicas, sádicos marcando culos con hierro…». Al show asisten los espectadores excitados sexualmente y frotándose las manos entre risas nerviosas.
Tras su llegada, cuando acogen a los punks en el desguace, les tienen que alimentar. Es enternecedor verles formar una cola para recoger hamburguesas que comen disciplinadamente. El presentador tiene entonces una conversación con su ayudante femenina, que está conmovida por los jóvenes.
—Jóvenes místicos, cada día más bellos.
—Sueñan con ser imbéciles felices.
A ella le encantan, él se ríe de ellos con sarcasmo. Ya les cogerá la policía y les hará marcar el paso, anticipa. Efectivamente, les prende, les coloca camisas con corbata y les hace formar. En las conversaciones pseudoreligiosas que esto genera entre la pareja aludida, él remata con la sentencia definitiva: «Dios todo lo ve, todo lo oye y en todas partes todo lo confunde».
Entonces llega el Señor. Nace entre los coches abandonados, desguazados y oxidados. Entre el polvo y la grasa. Sin embargo, no acuden los reyes magos, sino tres misses en bañador con sus bandas al hombro. Le traen, como en la Biblia, tres regalos al recién nacido, pero no se trata de oro, incienso y mirra, sino de unas botas, unas gafas de sol y una guitarra. Su misión será hacer el milagro, que no será otro que «llevar la música a todo el mundo».
A las alturas de los años cincuenta cuando Arrabal escribió la obra ya debía estar persuadido por la explosión de Elvis Presley. Incluso en los internados del franquismo, en aquella época de oscurantismo religioso, sonaba por megafonía Bill Haley. Faltaban años para que Lennon dijera que los Beatles eran más famosos que Jesucristo, pero el razonamiento no se le había ocurrido a él en ese momento. Para entonces la industria de explotación de los adolescentes ya estaba bien engrasada. Desde finales de los cincuenta era evidente ese fervor en los jóvenes desatado por el rock que, sin duda, causaba en ellos más arrebato y entrega que una misa de doce, pese a contar con elementos muy parecidos en lo referente al fenómeno fan.
Cuando la obra de teatro se estrenó tardíamente en 1967 en Francia, el público estaba sentado en sillas giratorias rodeado por los automóviles. La escena rodeaba al espectador y no al revés. Atrapado por los desperdicios, según Pilar del Carmen Tirado, el público se encontraba acorralado por los residuos, por «los desperdicios del consumo», conceptos perfectamente plausibles hoy. El sonido formaba parte también de esta jaula figurada. Con el alto volumen de órdenes a gritos o bocinazos, se transmitía «la hostilidad de un mundo claustrofóbico de opresores/oprimidos y actores/espectadores».
A las acusaciones de escribir un teatro esnob para el mercado euroamericano, Arrabal contestó años después en El País que su pasión por la vanguardia la aprendió en España, durante su adolescencia. Citó a los poetas postistas, un movimiento literario español surgido en 1945 en España que renovaba las vanguardias de principios de siglo, citó los nombres de Félix Casanova de Ayala, Gabino-Alejandro Carriedo, Carlos Edmundo de Ory, Eduardo Chicharro Briones, Antonio Fernández Molina y José Fernández-Arroyo; en los setenta pocos de ellos estaban presentes en alguna antología en España. «La vanguardia fue una respuesta (seria y coherente) de autenticidad a un mundo totalitario que vivía en plena inautenticidad», explicó.
En 1978, la obra se estrenó en España. -No obstante, ya había recibido los premios Baldi, en Roma; Gutkin, en La Habana; Joan Dean, en Nueva York, y se había representado en capitales como Río de Janeiro, Sao Paulo, Belgrado, Lisboa, Tokio, Lima o Varsovia, pero no en España en los veintidós años desde que había sido escrita. Dirigida por el argentino Víctor García, cuando por fin se hizo en Madrid, duró unas pocas semanas. No fue la gente. Paradojas.
Sin embargo, el dramaturgo Pérez de la Fuente, que la representó de nuevo en 2000, la consideraba «uno de los diez mejores textos de este siglo y un clásico» y hacía una reflexión sobre una obra que tenía tres décadas en aquel momento y que sigue siendo pertinente dos después de haberla pronunciado, en total medio siglo: «Lejos de envejecer, va más allá de las circunstancias políticas de ese momento en España, y aunque contiene muchos simbolismos e influencias de aquella época, en el fondo es una búsqueda de libertad. Es un viaje iniciático al ser humano; y aunque hoy vivamos en democracia tenemos que preguntarnos si lo hemos conseguido todo con ella o tenemos que seguir buscando».
Su propio autor ya la consideraba atemporal. De hecho, con la comentada representación en París la crítica consideró que había servido de anuncio de la «revolución» de mayo como «una premonición poética». En cambio, en ese momento, ya llevaba doce años escrita. En los setenta, reveló el propio Arrabal, también era acogida «como se tratase de una obra de candente actualidad». Ocurre lo mismo con la versión televisada en Francia en 1983 y, en su conjunto, al ver la película ahora.
Sus malos augurios siguen frescos. Lo curioso es que, en su línea, Arrabal confesase inocentemente, como en estas declaraciones a El País en 1977, que solo estaba pensando en su humilde lugar de origen cuando la concibió: «En realidad esta pieza es un cataclismo medieval; me inspiré al escribirla (como al redactar el resto de mi teatro) en lo que vi durante mi infancia en Ciudad Rodrigo, y que iba de los desastres de la guerra al entierro de la sardina. El antiguo régimen [el franquismo], tras censurar mi teatro (como mi cine) me distinguió con sus insultos…».
En la obra, cuando el Mesías nace en el cementerio de automóviles, la noticia llega con sorpresa: «¿Será que la vida continúa? Creía que solo las tortugas tenían críos después del cataclismo». Y la anunciación también es de dimensiones bíblicas: «¡Ya se hará un hueco en esta sociedad de maricones!».
Al mismo tiempo, percibimos una poco disimulada (y necesaria) referencia a la vida de Jesucristo, personaje encarnado en Emanú, igualmente traicionado y condenado. Siendo la obra iconoclasta y castrada del complejo mojigato, no es por ello una falta de respeto. El escándalo es ya problema de la moral confundida del espectador. Emanú es otro «Brian», nacido de la mente privilegiada, aturdida por enfermedades y persecuciones, del genio exiliado. (Gabriel Guilén, Artezblai)
La policía, mientras tanto, reflexiona: «¿Amaos los unos a los otros? Una inmensa solidaridad. ¿Disponibilidad total? Habría que extirpar para siempre estas palabras de desorden». En estos diálogos religiosos y filosóficos andan los agentes antes de que uno le ruegue a su compañera de patrulla que por favor se escondan también entre los coches a practicar sexo oral.
Tras aliviarse, los policías hacen las detenciones correspondientes y llega la gran pregunta al pueblo: «Había un preso famoso llamado Barrabal, inventor de un lugar de suplicio llamado gulag, ¿A quién salvaréis? ¿ A Barrabal o a Emanu?». Barrabal levanta el puño cuando las masas corean su nombre y el presentador de circo, el Pilatos, se lava las manos. Culminada la analogía, se llega al momento más imponente: La crucifixión, el salvador es crucificado en una motocicleta oxidada en la película, en una bicicleta en el texto.
A principios de este año, Arrabal se encontró con que el cementerio de automóviles se encontraba en el centro de París tras las manifestaciones de los chalecos amarillos. Al menos, sus decorados humeantes. Porque de la capacidad premonitoria de su Pasión no hizo sino burlarse en La Razón, donde envió una foto frente a los coches quemados: «Algunos por teléfono, muy pocos, quisieren saber hasta qué punto mi obra de teatro el El cementerio de automóviles (e incluso mi película con Bashung) está o estuvo relacionada con la actualidad. Obra que escribí en el sanatorio de Bouffement hace sesenta y tres años. La verdad es que Pan con su infinita omnisciencia me ha provisto de muchos y altruistas privilegios como al resto de mis compatriotas o colegas. Pero, desgraciadamente, aún no me ha dado con el don de poder prever el porvenir de lo que humildemente escribo. ¿El elefante es más apto que la pulga para constatar su insignificancia?».
Lo que han constatado numerosos análisis menos emocionantes es que el sufrimiento de las criaturas encerradas en el desguace de la obra se refiere abiertamente al de los españoles de la época bajo la dictadura. Para aclarar dudas sobre este nuevo Nuevo Testamento, Arrabal sentenció en 2001: «La escribió un chaval de los madriles que buscaba los resortes de sus propios adentros, que los ponía al desnudo y los analizaba. Un joven que por el día sufría el acoso de los mandos e inquisidores y a la caída del sol entraba en el trance nocturno, compensatorio y frustrante de crear». El problema es que la obra ha tenido tantas representaciones y tan diferentes que el autor llegó a declarar en un momento que ni él tenía claro qué había querido decir. No en vano, concluía Garbiel Guillén en su reseña de la obra en Artezblai, «Si el espectador se abruma a la caza sistemática del sentido, puede perderse el verdadero asunto de la obra».
Excelente artículo. Me gustaría precisar un par de errores. El poeta Postista al que se refieren no puede ser Ricardo Molina, sino Antonio Fernández Molina, amigo de Arroyo y de Arrabal y que estuvo vinculado al Postismo. Y en los aňos setenta algunos de estos autores sí que se incluian en algunas antologías, aunque no todos. Un cordial saludo.