«La cocaína es el caviar del mercado de la droga». La sentencia procede de una de esas crónicas llamadas de culto del Nuevo Periodismo. Robert Sabbag escribió en 1976 Ciego de nieve, libro fáctico que cuenta las andanzas de Zachary Swan, un pijo listillo que se convirtió en uno de los pioneros del tráfico de coca desde Colombia a los Estados Unidos. Como diría el cursi, el relato periodístico de Sabbag se lee como una novela. Está sabiamente narrado y, sobre todo, plantea situaciones y escenas que de tan reales sobrepasan los lindes de la verosimilitud. El pícaro Swan hizo de todo —incluso inventarse un concurso falso de una marca inexistente de café para utilizar a una pareja de jubilados como felices e ignorantes mulas— y mantuvo un negocio lucrativo hasta que lo cazaron. Carne de talego. Podríamos afirmar que se trata de un visionario del tráfico de farlopa en unos años en los que la heroína y la marihuana eran las reinas del mercado de la droga en Norteamérica. Así cuenta Sabbag cómo era aquel negocio emergente y rentabilísimo:
La preparación de la cocaína no exige procesos químicos complicados; puede montarse en un laboratorio con una inversión de mil quinientos dólares en el equipo. Los traficantes bolivianos compran la pasta a los campesinos y la procesan ellos mismos o la exportan con un beneficio del trescientos por cien a laboratorios de Argentina, Paraguay, Brasil y Chile. Hasta que cayó Allende en 1973, Bolivia exportaba la mayoría de su pasta a Chile, que ha tenido siempre fama de contar con los mejores químicos especializados en cocaína de Sudamérica; fueron ellos quienes enseñaron a los campesinos bolivianos a convertir en pasta la hoja de coca. El Perú (con Bolivia, los únicos países latinoamericanos en donde es legal el cultivo de la coca y que juntos producen aproximadamente 11,5 millones de kilos de hojas al año, de los que el principal importador mundial es Norteamérica, que compra al año de 200 000 a 250 000 kilos) exporta principalmente a Ecuador y Colombia. Y Colombia envía más cocaína a los Estados Unidos que ningún otro país de Sudamérica.
Nos ubicamos, de esta manera, en el país exportador: Colombia. Sabbag también aventura la hipótesis sociológica del auge de la cocaína en Estados Unidos desde mediados de los años sesenta: «La coca es estatus». Su elevado precio la convierte en la droga de los triunfadores. Sus efectos coinciden con una moral basada en la energía creativa, el optimismo y la euforia desbocada. De ahí que, como es por todos sabido, la coca se convirtió en la droga predilecta de los lobeznos de Wall Street durante las décadas de los ochenta y noventa del pasado siglo.
Pronto, no obstante, todo aquel festín se desbordaría en un imperio del terror y en pesadilla de enganchados paranoicos y verbosos. Plastas de barra fija con las pupilas a punto de estallar.
Ficciones farloperas
La literatura, el cine, la música y demás manifestaciones de la cultura popular han experimentado una atracción por el mundo de la droga y el narcotráfico que, en algunos casos, no ha estado carente de fascinación. El precio del poder de Brian de Palma tal vez representa el epítome de este subgénero farlopero. Partiendo del film Scarface de Howard Hawks, Oliver Stone (en funciones de guionista) plantea el ascenso criminal y la caída en pleno éxtasis cocainómano de Tony Montana (un Al Pacino en su vena más desfasada), macarra que sueña en convertirse en el gran narcotraficante de Miami. Ahí es nada.
Realizada en 1983, El precio del poder ponía el foco en la cultura narco emergente, caracterizada por su ostentación un tanto hortera, una furibunda violencia y el ansia desmedida de poder. Si Robert Stone había novelado en Dog Soldiers la ruta de la heroína durante la guerra de Vietnam, Ridley Scott narró en American Gangster las andanzas tailandesas del traficante Frank Lucas en el mismo conflicto bélico o en Manhattan Sur Michael Cimino ponía el foco en la mafia china y sus trapicheos opiáceos (también con notable libreto de Oliver Stone), de la misma manera la ficción ha rastreado los pormenores del funcionamiento del tráfico de cocaína en América.
Los ejemplos son múltiples, pero si hemos de atender estrictamente al nacimiento de los grandes cárteles colombianos, la serie de Netflix Narcos se debe llevar mención especial. Su primera temporada es un prodigio en cuanto a recreación del apogeo del narcoterrorismo colombiano y especialmente de la figura de Pablo Escobar. Narrada a partir de la voz en off del agente de la DEA (oficina de narcóticos del gobierno norteamericano) Steve Murphy, la serie arranca allí donde el citado libro de Sabbag se detiene. Y si en Ciego de nieve la realidad contada podía parecer inverosímil, Narcos parte de la ficción para abordar unos hechos que sobrepasan la imaginación de los más audaces guionistas hollywoodienses. Sin ir más lejos, resulta increíble que un tipo como Escobar llegara a ser candidato al Congreso de la República como suplente de un parlamentario que fue elegido en 1982 y cuyo puesto ocupó cuando el titular renunció poco después. La carrera política del narcotraficante quedó truncada al poco tiempo, sin embargo, queda como un dato significativo de la visión que la sociedad colombiana de entonces tenía del delincuente. Él mismo se presentaba como un benefactor. Un aguerrido Robin Hood que, haciendo negocios con los capos imperialistas, ganaba la guita para dársela a los pobres. Construyó barrios, instalaciones y campos de fútbol para los más humildes. Dio empleo en sus cultivos de coca y repartió billetes a mansalva para ganarse el favor del pueblo y forjarse una leyenda de bandolero bonachón. Mientras tanto, vivía como un orondo marajá y en guerra abierta con las fuerzas del Estado, practicó el asesinato de políticos, jueces y policías, la extorsión, la tortura y el terrorismo a gran escala. Entre los cinco mil asesinatos que se le atribuyen, destaca el atentado que ordenó en contra de un vuelo de Avianca que le costó la vida a ciento siete pasajeros, seis tripulantes y otras tres personas que estaban en tierra. En fin, un matarife de mucho cuidado.
En la frontera
Pablo Escobar y su cártel de Medellín sirvieron de ejemplo a los nuevos capos del narcotráfico en México. La ficción cinematográfica, qué duda cabe, se ha ocupado de ello con mejor o peor fortuna. Traffic, de Steven Soderbergh, Salvajes, de Oliver Stone (esta vez en funciones de realizador y partiendo de la novela homónima de Don Winslow) o la más reciente Sicario, de Denis Villeneuve, son ejemplos al azar de una larga lista sobre una devastadora realidad que supone un filón de ficciones. Pero si hablamos de narcotráfico fronterizo es inevitable detenerse en una novela: El poder del perro de Don Winslow. Nadie mejor que un escritor mexicano para detectar las virtudes incuestionables de este thriller durísimo, adictivo e inmisericorde. Así, Sergio González Rodríguez escribió en El País (8/8/2009):
El poder del perro muestra una fuerza narrativa extraordinaria y una redondez fuera de lo común: el relato abre y cierra un ciclo. Su cuidadoso equilibrio entre lo trágico, la ironía y lo absurdo de las prácticas violentas en plena competencia sin regla alguna parece resumir lo que el lector lleva en su memoria sobre México, y lo acomoda de una forma original y persuasiva por el protagonismo del héroe y sus afectos tensos entre amigos y enemigos. Lejos de plantear un escenario previsible en el que los buenos se diferencian de los malos para facilitar la lectura de los aspectos más amargos de la lucha por la supervivencia, desliz rutinario en el género del thriller, Winslow establece puentes afectivos entre los principales personajes del drama, lo que ocasiona que el lector se contagie y apasione con tal forcejeo. El afecto se transforma en el ingrediente adictivo de la novela: todo es personal.
Todo es personal y trágicamente real. A partir de los resortes del relato novelístico, Winslow fija la mirada sobre una cotidianidad extraordinaria para el cómodo lector de beato sillón: torturas, asesinatos, violencia sin pausa, exhibicionismo gore y perturbado. En estos casos se apela a Shakespeare. El propio Winslow se aferra a los datos para justificar el realismo de sus novelas. Concretamente de El poder del perro. La mejor de todas ellas. Solo hace falta rastrear cualquier reportaje sobre el Chapo Guzmán y el cártel de Sinaloa para apreciar que el novelista, en este caso, no es más que un cronista bien informado con cierta habilidad para enhebrar un hábil best seller. Y, ya que nos referimos al Chapo Guzmán, sería injusto no mencionar al actor Sean Penn metido en labores de reportero dicharachero. Otra muestra ejemplar de que los profesionales de la ficción no han podido resistirse a una realidad que les sirve historias sorprendentes en bandeja de plata. Tal y como dicen que servían la farlopa en las farras de los (falsos o verdaderos) triunfadores de finales del xx y que al final fueron devorados por su delirante y eufórica compulsión inhaladora.
Aun así, la ruta de la droga no cesa. Ni su festín on the road en rayas continuas.
En el libro que se cita, Ciego de nieve, también se afirma que la cocaína no es adictiva y puede dejarse su consumo fácilmente. Lo cual no es cierto.
Como que no es cierto…Yo la dejo todos los días.
Jua! El mejor chiste de la semana. Excelente artículo divulgativo.