Cine y TV

Cómo sobrevivieron a todo las salas de cine

Cinema Paradiso (1988). Imagen: Les Films Ariane / Cristaldifilm / TF1 Films Production / RAI / Forum Picture.

En Hollywood nadie sabe nada. Ni una sola persona en todo el gremio de las películas sabe con certeza qué es lo que va a funcionar. Cada vez que Hollywood produce una película es una conjetura. (William Goldman, novelista autor de La princesa prometida y guionista ganador de dos Óscar)

Estaba en un bar con un amigo que dirige grandes producciones cinematográficas. Mientras hacíamos cola para ir al baño, él me decía que las salas de cine van a desaparecer: «Los niños no ven películas. Miran YouTube». Yo respondí que eso me parecía una exageración, así que me dijo: «Mira esto». En la cola, enfrente de nosotros, había una niña. Él le preguntó: «Eh, perdona, ¿cuál es tu película favorita?». Y ella respondió: «No veo películas». Después, mi amigo se dirigió a una chica que ya no era una niña, tenía unos veinticinco años, y le preguntó: «¿Alguno de tus amigos ve películas?» Y ella respondió: «La verdad es que no». (Kumail Nanjiani, actor y cómico estadounidense)

A las salas de cine las han matado tantas veces que, uno diría, serán los únicos edificios capaces de sobrevivir a una guerra nuclear. El cine comercial, la proyección de películas en pantalla grande en salas habilitadas al efecto, tiene casi ciento veinticinco años de historia y lleva «muriéndose» cien de esos años bajo las garras de enemigos varios: radio, discos, depresiones económicas, guerras, televisión, vídeo doméstico, videojuegos. Ahora son internet y el streaming quienes avanzan a caballo por la estepa, lanzas en ristre, para amenazar a la pantalla grande.

Está claro que la creación audiovisual, con independencia del formato, no morirá nunca. El arte de contar historias mediante imágenes en movimiento aún nos sigue sorprendiendo. El caudal creativo está lejos de agotarse y todavía vemos emerger a creadores visionarios, virtuosos practicantes del séptimo arte que mantienen intacta nuestra esperanza de que nunca nos quedaremos huérfanos de Obras Maestras:

La cuestión es, ¿seguirán existiendo las salas de cine? Si es usted un/a valiente y se sumerge en el bíblico Anuario de Estadísticas Culturales del Ministerio de Cultura y Deporte, comprobará que la asistencia a las salas en España ha seguido un patrón similar al del resto de países occidentales: el número de espectadores alcanzó su cima en el cambio de siglo. Luego, durante los peores años de la crisis, descendió sensiblemente haciendo temer un cataclismo insalvable que no llegó a producirse. Las cifras se recuperaron en parte junto con la situación económica, pero hoy la tendencia general vuelve a ser descendente por culpa del auge del streaming y otros nuevos instrumentos de ocio. Por ahora es un descenso paulatino. En la taquilla, porque se han cerrado muchas salas debido a la centralización de la demanda en determinados productos. Eso sí, si las salas se extinguen por completo, no será dentro de pocos años. ¿A medio y largo plazo? Hagan sus apuestas. Mi apuesta es que seguirá habiendo aguda crisis de las salas; la parte mala, que desaparecerán las salas con personalidad. Seguirá habiendo multisalas, así que los cines no desaparecerán casi del todo como sí les sucedió a los videoclubs. Nadie puede ver el futuro, pero podemos mirar al pasado y ver cómo las salas de cine sobrevivieron a cataclismos que las hirieron de gravedad, pero que no las mataron.

Lo que sí es innegable que el negocio del cine está cambiando. Ni siquiera es algo nuevo, porque el cine siempre ha cambiado. Cuando se produjo la introducción del sonido, la industria sufrió una metamorfosis tan profunda y rápida, la llamada «barrera del sonido», que mucha gente del gremio perdió su trabajo. Quienes sobrevivieron tuvieron que aprender a marchas forzadas una manera nueva de hacer las cosas. Hoy es difícil hacerse una idea de la magnitud de aquel traumático cambio que de manera tan divertida se recreó en Cantando bajo la lluvia, con aquella estrella de cine mudo —una hilarante Jean Hagen— que, obligada de repente a actuar hablando ante los micrófonos, chirriaba con voz de pitufina para desesperación de Gene Kelly:

La barrera del sonido fue sorteada porque los cines eran el entretenimiento más multitudinario y no tenían gran competencia. Unos veinte años después, sin embargo, se produjo una calamidad que de verdad hizo temblar los cimientos de la industria: la consagración de la televisión. Puesto que el cine sobrevivió a la televisión y de hecho produjo un montón de clásicos en esa misma época, hoy podemos pensar que aquella crisis no fue para tanto, pero sí lo fue. Fue terrible. La sangría de espectadores durante el final de los años cuarenta, toda la década los cincuenta y la primera mitad de los sesenta fue tan grande que los porcentajes de asistencia nunca se han recuperado.

Tomemos como referencia los Estados Unidos, el país cinematográfico por excelencia y el que mejor registraba las cifras de audiencia. Los espectadores habituales (los que iban al cine cuatro o más veces al mes) constituían nada menos que el 60 % de la población general en 1930, cuando ir al cine era un entretenimiento masivo. La Gran Depresión hizo caer ese porcentaje al 40 %, que seguía siendo alto. La gente no tenía dinero en el bolsillo, pero las proyecciones continuaban siendo un pasatiempo generalizado porque, salvando la radio, no había otra cosa. Durante la Segunda Guerra Mundial, los habituales volvieron a ser más del 60 %. Los estadounidenses volvían a tener dinero, pero no había muchas otras cosas en las que gastarlo por culpa de los racionamientos bélicos que limitaban el acceso al combustible y otros bienes de consumo. Los grandes estudios de Hollywood, los majors, vivían una época de esplendor. No solo producían y distribuían sus películas, sino que también compraban salas de cine donde exhibirlas. Dominaban toda la pirámide de la industria y la tensión comercial entre productores (estudios) y exhibidores (salas de cine) estaba desapareciendo. Las salas que aún eran independientes tenían que aceptar condiciones cada vez más draconianas si querían sobrevivir, lo cual implicaba verse obligados a comprar paquetes de películas donde los grandes estudios colaban su peor morralla junto a las películas de éxito.

En los años treinta y cuarenta, el negocio cinematográfico iba camino de convertirse en un férreo oligopolio. La historia es interesante porque, quién sabe, podríamos verla repetida un día con los modernos estudios (o incluso con las plataformas de streaming). El caso es que la concentración de poder en unas pocas manos era un problema a ojos de la Comisión Federal de Comercio, un organismo encargado de vigilar la sana competencia económica. En 1938, la Comisión denunció la situación ante el Departamento de Justicia y este llevó a los grandes estudios a los tribunales. El Estado le estaba diciendo a Hollywood: «Cuidado: estás acumulando demasiado poder sobre tu propio producto; no puedes ser tu propio cliente». Los estudios, prometiendo portarse bien, consiguieron un acuerdo extrajudicial, pero lo incumplieron casi al día siguiente de haberlo firmado. Las autoridades retomaron su campaña judicial y el asunto llegó al Tribunal Supremo en 1948, produciéndose el primer gran revés para los grandes de Hollywood: la sentencia del «caso Paramount». El Supremo dictaminó que los estudios no podían poseer sus propias salas de exhibición porque eso violaba las leyes antimonopolio. Esto no dañó a los estudios tanto como estos habían temido, pero sí benefició a los exhibidores independientes. Muchas salas de cine se salvaron gracias a aquella sentencia judicial. Lo más significativo es que esa sentencia iba a facilitar la propia supervivencia de la industria en cuanto apareciese su peor enemigo: la televisión.

Al terminar la Segunda Guerra Mundial, la gente empezó a quedarse en sus casas para ver la tele. Eso era un cambio social contra el que no se podía combatir y que los estudios de Hollywood, encantados de conocerse, no habían previsto. El porcentaje de cinéfilos habituales se desplomó durante dos periodos catastróficos, 1947-1954 y 1958-1965. Para que nos hagamos una idea: en 1946 se habían llegado a vender noventa millones de entradas cada semana, pero en 1960 se vendían menos de la mitad. El porcentaje de espectadores habituales cayó del 60 % en 1947 hasta un 10 % en 1965, cifra que se ha mantenido hasta hoy. En otros países, ajustando los números y fechas a las circunstancias locales, el proceso fue similar. Ir al cine nunca volvió a ser la actividad tan multitudinaria que era hasta 1946. Ni siquiera internet le ha hecho un daño similar al cine porque, en esencia, sustituye a la televisión, no multiplica su efecto.

Los exhibidores, que se acababan de liberar del yugo de los grandes estudios gracias a la «sentencia Paramount», apenas tuvieron tiempo para respirar y fueron golpeados con muchísima dureza por la llegada de la televisión. Muchas salas desaparecieron. Las salas que sobrevivieron tuvieron que adaptarse mejorando los servicios que ofrecían (tamaño de las pantallas, equipos de audio, comodidad, comida y bebida), así como creando espacios nuevos como el drive-in, impulsados por la popularización del automóvil entre los jóvenes. Lo único bueno es que, gracias a los tribunales, ahora tenían libertad para elegir las películas que deseaban comprar y exhibir. Ahora podían hacerle caso a los espectadores, no a los grandes estudios.

Y los grandes estudios, claro, vieron a la televisión como un cuerpo extraño que amenazaba con devorar su negocio, así que la recibieron con hostilidad. De manera no muy distinta a como los actuales estudios recibieron el streaming, despreciándolo y permitiendo que Netflix, HBO y Amazon se les adelantaran, en vez de intentar competir con ellas a tiempo. Ahora tratan de subirse al carro del streaming desesperadamente. La batalla contra la televisión estaba perdida y la altanería no era la solución, como le sucedió a Frank Sinatra cuando trató de menospreciar a Elvis Presley. Los estudios de Hollywood no tardaron en admitir, con una sonrisa congelada, que tenían que venderse al enemigo. A mediados de los sesenta, Hollywood ya producían más películas para la pequeña pantalla que para la grande. Las cadenas de televisión habían pasado de ser sus enemigas a ser sus principales clientes. En cuanto a las películas que vendían a las salas, los estudios empezaron a realizar películas con mejor imagen, mejor sonido y nuevas temáticas porque entendieron que debían ofrecer un producto que hiciera que la gente quisiera salir de casa.

Y que las salas quisieran comprar ese producto, porque la televisión ya no era la única competencia: la sentencia judicial de 1948 ayudó a que una avalancha de pequeños estudios y productores independientes ofreciesen sus propias películas a las salas. Si bien estos pequeños estudios no podían igualar las hazañas técnicas del cine más puntero y básicamente ofrecían serie B, estaban consiguiendo atraer a diversos sectores del público con películas que ni los majors ni la televisión se molestaban o se atrevían a producir. La serie B era muy rentable y salvó a muchas salas.

Los adolescentes, que empezaban a ir al cine en pandilla y sin sus padres, deseaban contenidos ajustados a sus gustos. Se convirtieron en uno de los objetivos prioritarios de los pequeños productores. El terror y la ciencia ficción eran los dos géneros preferidos, amén de, durante algunos años, las películas sobre rock and roll. Las salas de cine estaban encantadas con la afluencia de adolescentes, así que compraban terror y ciencia ficción de serie B a mansalva. Ante esta demanda, los pequeños productores y distribuidores empezaron a multiplicarse; se requerían muchas películas baratas y rápidas de rodar para alimentar un creciente circuito de consumo basado en monstruos, alienígenas y platillos volantes. Otra estrategia para atraer a los jóvenes era la presentación de nuevas tecnologías que no siempre eran nuevas (a veces ni siquiera merecían ser llamadas «tecnologías»), pero que funcionaban bien en las promociones. La tecnología más importante era el 3D, que vivió una época de esplendor entre 1952 y 1955. El público pudo ver asombrosas hazañas visuales como la primera película 3D en color, Bwana Devil, que era olvidable como obra de arte, pero que se ganó su sitio en la historia. En 1953 se estrenó Los crímenes del museo de cera, que, ojo, no solamente estaba filmada en 3D, sino que tenía ¡sonido en estéreo! Novedad pasmosa en una época en la que ni siquiera los discos profesionales tenían sonido en estéreo. ¡Chúpate esa, James Cameron!

Otro «avance» era el cinerama, imagen panorámica obtenida mediante el uso simultáneo de tres proyectores sobre tres pantallas colocadas lado a lado. Una pesadilla logística que no parecía tener futuro (y que, en efecto, no lo tuvo), aunque dejó algún título triunfante como La conquista del oeste, que básicamente fue la Avatar de la época.

Las sensaciones fuertes también vendían bien entre los jóvenes. Se anunciaban películas tan chocantes que habían «provocado infartos», como Macabre, en cuyas proyecciones se entregaban seguros de vida junto con la entrada. Los cines, claro, se llenaron de morbosos que no querían ver la película, sino contemplar el posible espectáculo de alguien palmando en directo. En otras proyecciones no se admitía a ningún espectador «sin su bolsa para vomitar». El rey de todas estas argucias publicitarias era William Castle, el Hitchcock de la serie B no porque fuese un genio como Hitchcock, sino porque imitaba a su manera las tácticas publicitarias del británico, apareciendo él mismo en los trailers y convirtiéndose en un personaje público asociado a su propio cine. Castle era una inagotable fontana de ocurrencias: en la proyección de su película Homicidal aparecía un reloj que marcaba una cuenta atrás para dar oportunidad a que los espectadores sensibles abandonasen la sala antes de que llegase el clímax. Por supuesto, nadie se iba, pero el truco generaba un boca a boca que funcionaba. En The Tingler, las butacas eran modificadas para soltar pequeñas descargas eléctricas en el momento cumbre del film. Las descargas eran inocuas, salvo porque dispararon de manera insensata el presupuesto de la película. En House of the Haunted Hill, un esqueleto se descolgaba del techo. Otras tecnologías infinitamente estúpidas incluían el Smell-O-Vision, un sistema que inundaba la sala de olores relacionados con determinadas escenas y que solo fue usado en unas pocas películas: a la gente, en general, no le gustó que la bombardearan con agentes químicos. Sobre todo porque el Smell-O-Vision provocaba ataques de tos y alergia, amén de que hubo que despachar a algún que otro asmático en ambulancia. Ah, los años cincuenta, cuando unos y otros se pusieron las pilas para contrarrestar la llegada de la televisión. Ríase usted del IMAX.

Artísticamente, todos estos trucos fueron modas pasajeras, por supuesto, pero contribuyeron muchísimo a que las salas siguieran atrayendo público. La televisión ofrecía programación juvenil los sábados y festivos por la mañana, pero muchos chavales preferían acudir a las matinées del cine, donde había amigos, palomitas, sorpresas y películas que la pequeña pantalla no se atrevía a emitir por miedo a ofender a sus anunciantes. Las salas no dependían de los anunciantes.

Esto hizo que, dentro del cambio de paradigma, se produjese la introducción de contenidos eróticos en las salas de cine convencionales. En teoría, las películas no podían contener desnudos y había todo un reglamento de censura, el famoso código Hays, para evitarlo. Está claro que existían películas pornográficas; las blue movies o stag films habían existido desde que se inventaron las cámaras, pero estaban perseguidas por las autoridades y circulaban únicamente en circuitos clandestinos. Otras películas se limitaban a mostrar bailes o poses de pin-ups (así se hizo conocida la hoy legendaria Bettie Page) y, siendo también ilegales, no despertaban el mismo celo judicial porque no mostraban sexo explícito. Eso sí, era imposible proyectar aquellos desnudos en las salas convencionales porque la policía hubiese entrado como la caballería para requisar el material, a lo que hubiesen seguido funestas consecuencias legales para los dueños del establecimiento.

El código Hays, no obstante, había sido implantado en los años treinta y sus redactores no habían sido capaces de prever la astucia de ciertos productores de los cincuenta. Tenía lagunas. La principal tenía que ver con un término clave: el documental. En los años treinta, los documentales habían sido considerados poco más que una mera extensión de las noticias cinematográficas y de la propaganda política. A nadie se le hubiese ocurrido que pudiesen servir para sortear las normas de censura con el objetivo fundamental de mostrar a señoritas en cueros, así que el código fue redactado sin una  norma que prohibiese explícitamente la desnudez en los documentales. En los años cincuenta, cuando los productores independientes se dieron cuenta de este detalle, tardaron bien poco en sacar provecho. Empezaron a popularizarse las nudie cuties (o simplemente nudies), películas que «documentaban» la actividad cotidiana de comunidades de nudistas. Dado que esas filmaciones podían justificarse bajo una supuesta función documental con la que describir cierto estilo de vida (aunque ponían un particular énfasis sobre las integrantes femeninas de los grupos nudistas), no podían ser prohibidas con el código en la mano. Era el nacimiento del exploitation cinema, que explotaba un vacío legal para vender películas con desnudos en salas convencionales mientras los censores, rebuscando furiosamente en la reglamentación, no encontraban la manera de evitarlo.

Al principio eran filmaciones de verdaderas comunidades naturistas, así que casi (casi) podrían ser considerados auténticos documentales. De hecho, las mujeres que filmaban eran nudistas cuya estética no siempre se parecía a las pin-ups del estilo Bettie Page. En este sentido, los nudies eran películas bastante naturales. Hasta que un desconocido director llamado Russ Meyer se dio cuenta de otro detalle: no tenía por qué filmar a naturistas al azar pudiendo elegir a pin-ups para hacerlas pasar por naturistas. Así filmó The Immoral Mr. Teas, rodada sin diálogos y con una única voz en off para encajar (con calzador) en los márgenes del género documental. Contaba la historia, obviamente ficticia, de un hombre que estudia el estilo de vida nudista «europeo» para implantarlo en los Estados Unidos. La película de Meyer obtuvo un enorme éxito por la sencilla razón de que sus «naturistas» eran mujeres seleccionadas bajo un único criterio: que luciesen físicos imponentes. Era la primera vez, al menos desde que existía el código, en que modelos y strippers profesionales aparecían completamente desnudas en una película que era proyectada de manera legal en cines convencionales. Para toda una generación, era la clase de material erótico que nunca se había visto en un sitio que no fuese un sótano clandestino.

Russ Meyer no conseguía engañar a los censores (ni a nadie), pero tampoco lo pretendía. Todo el mundo tenía claro que sus películas eran básicamente el mismo tipo de material erótico que se proyectaba en salas clandestinas, pero que, con la legislación en la mano, no podía ser prohibido. Y Meyer iba estirando cada vez más la definición legal de documental. Su mayor demostración de jeta fue una película de 1963, centrada en «documentar» sesiones de fotografía artística. De desnudos artísticos, más en concreto. La película contenía secuencias cuya primaria intención erótica no solo era evidente, sino tan flagrante que casi parecía burlarse de los censores. Meyer, para curarse en salud, hizo cosas como incluir (de manera muy cómica, visto hoy) cámaras fotográficas en mitad de secuencias que eran básicamente festivales de tetas, incluyendo no muy sutiles primeros planos de las mismas. Se sentía tan seguro de este sistema anticensura que ni siquiera necesitaba fingir con el título: Cuerpos celestiales. Eh, es su documental y lo titula como quiere.

El ejemplo de Meyer no tardó en cundir. Llegó a ser tal la proliferación de erotismo en las pantallas que los productores ya ni siquiera se molestaban en recurrir a la trampa del falso documental. En 1965 el código Hays seguía vigente en teoría. En teoría. Pero era ya imposible de imponer en la práctica. Se hubiese necesitado un ejército de inspectores y censores para controlar todas y cada una de las infracciones que, a diario, se producían en centenares de cines estadounidenses. Hasta las películas de zombis se habían convertido en sucesiones de desnudos gratuitos. El ejemplo más célebre es La orgía de los muertos, publicitada como película de «terror», para la que directamente contrataron a auténticas strippers cuyos bailes ocupaban la mayor parte del metraje; un arruinado Ed Wood fue quien escribió el guion que servía como pretexto. En 1966, el ya inútil código fue revisado de tal manera que la propia revisión equivalía a un reconocimiento tácito de su total derrota. En la nueva versión del reglamento, las prohibiciones eran sustituidas por «recomendaciones». Vamos, que se hacía oficial la imposibilidad de eliminar los desnudos del celuloide. También se autorizaba el uso de la etiqueta «película recomendada para audiencia adulta», lo cual equivalía a reconocer que el antaño poderoso código ya no tenía más efecto que una homilía dominical. Poco después, el código sería abandonado por completo. Más tarde llegó el aire acondicionado que propició la aparición del blockbuster veraniego, como describimos en su día. De una u otra manera, las salas de cine se las han arreglado para sobrevivir.

Hoy, hablar sobre el futuro de la producción cinematográfica es complicado porque implica a unas cuantas industrias de diferentes países que no están siempre conectadas entre sí. Usted y yo, como espectadores españoles de a pie, no nos imaginamos viendo todos los fines de semana películas chinas o indias. No porque no nos gusten (sabe Dios la de veces que habré visto la gloriosa secuencia de ¡Golimar!), sino porque muy pocas de ellas se distribuyen en nuestras salas. Podría suceder en un futuro que sí se distribuyan, pero la costumbre —y con ella la querencia— nos mantiene todavía atados al Hollywood con el que hemos crecido. O al resto del cine occidental, que percibimos como culturalmente más cercano. También estamos más familiarizados con las películas japonesas y surcoreanas que con las chinas e indias; quizá porque, estando Japón y Corea bajo la clara influencia del cine occidental, sus producciones son más asequibles para nuestros gustos y encuentran algo más de distribución en nuestro ámbito. Aun así, siguen siendo una parte pequeña del consumo total. Pero, si tienen ocasión, véanlas porque ofrecen cosas realmente fascinantes. La cuestión es que las fronteras cinematográficas se volverán más permeables gracias al streaming, pero está por ver cómo eso afecta a las salas tradicionales.

Si hablamos de cine comercial a nivel mundial, hablamos básicamente de un negocio estadounidense. Su industria todavía es la más rentable, la más imitada y la que marca las tendencias. Pero no es la de mayor volumen de producción. Hay tres países que producen bastantes más películas al año: India, China y Nigeria, pero el promedio de lo que recaudan es mucho menor. Solamente el cine chino, gracias a su enorme y creciente mercado interior, se acerca a los niveles brutos de recaudación de Estados Unidos, aunque sin alcanzarlos aún. El cine indio atrae más espectadores que el cine chino, pero recauda menos por cada espectador (de hecho, Bollywood, incluso con todo su numeroso público local, mueve menos dinero que el cine surcoreano, o el británico, o el francés). El cine nigeriano está, por ahora, ceñido a un mercado de poder adquisitivo todavía más bajo y sus casi mil largometrajes anuales, que son un montón, suponen menos movimiento de capital que los doscientos y pico producidos en España, por poner un ejemplo cercano. En resumen, Hollywood reina porque vende las entradas más caras en los mercados más ricos y porque además encuentra más fácil distribuir sus productos —películas más merchandising y derechos de emisión posteriores— en esos mercados ricos y en el resto del mundo.

En esto, el negocio sí que ha cambiado poco. El poder adquisitivo de los espectadores es un factor tan importante como su cantidad. Si Hollywood ha empezado a mirar de reojo a China no es solamente porque los chinos sean muchos. Piensen que no hace tantos años Hollywood miraba de reojo a los europeos. Y ahora mira de reojo a China porque los chinos, además de ser muchos, empiezan a tener poder adquisitivo. Los grandes estudios ya no incluyen el mercado internacional en las previsiones presupuestarias de sus películas solamente como un bienvenido complemento, sino como un elemento fundamental. Sobre todo en las grandes superproducciones. Esto se ha notado en el incremento de la acción y los efectos visuales frente a los diálogos, porque la acción y los efectos visuales no hay que traducirlos al chino. Pero todo esto es lo que preocupa a los productores. ¿Qué pasará con las salas? A una sala española no le importa si los chinos van o no al cine; le preocupa si vamos o dejamos de ir nosotros.

La idea romántica de la sala de cine con personalidad que proyecta películas con criterios artísticos más que intentando siempre seguir las modas parece condenada al desencanto. Eso sí, siempre habrá filmotecas, como sigue habiendo clubes de rock e incluso clubes de jazz que se alimentan de nostálgicos, estudiosos, puristas o sencillamente esnobs. Pero serán pocas. Las multisalas no desaparecerán porque, aunque la gente irá menos al cine, seguirá yendo de todos modos. Sí, vivimos en la era del móvil y el streaming, pero basta salir a la calle para comprobar que los niños siguen siendo niños y quieren corretear y subirse a sitios raros y caerse de culo. Los adolescentes siguen siendo adolescentes y quieren seguir juntándose en pandillas por más que tengan Instagram. Ir al cine todavía es una buena opción para los padres de esos niños y para esas pandillas adolescentes. También para las parejas. La gente aún quiere salir de casa. Hay ciertas funciones sociales que una sala de cine desempeña y el streaming no. Las salas de cine responderán a esas necesidades, aunque probablemente tendrán que recurrir a cambios, como les ha sucedido siempre. Tendrán que ofrecer mejores servicios —como las salas que sirven cenas o tienen asientos reclinables— y, al menos hipotéticamente, replantear sus políticas de precios, que son un problema en casi todos los países ricos occidentales. Es posible, incluso, que las salas vuelvan a proyectar material que las plataformas de streaming —cada vez más masivas y por tanto cada vez más vigiladas— no se atrevan a incluir entre sus contenidos por los motivos que fueren. Nunca hay que descartar algo así. Ya sucedió y podría volver a suceder.

El factor más determinante, con todo, podría ser el poder adquisitivo del público. Casos como el de la India o Nigeria demuestran que más películas y más cines no necesariamente implican mayor movimiento de dinero. Si la gente tiene menos dinero, las salas ganarán menos dinero bien porque perderán espectadores, bien porque estos espectadores gastarán menos en cada entrada, o bien por las dos cosas al mismo tiempo. La década de crisis ya ha dejado a mucha gente al borde de renunciar a gastos culturales —hay gente que ha renunciado casi por completo— y una sociedad más precaria implica una relación más precaria con la cultura. Pero esto, claro, ya no depende de la industria del cine. Y no son los bancos quienes rodarán la próxima Casablanca.

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Un comentario

  1. Bala_Perdida

    Muy buen artículo, enhorabuena.
    Quisiera añadir que, al menos en mi caso, una de las razones por las que voy poco o nada al cine, aparte de las plataformas de streaming, es que la educación de los espectadores en las salas deja muchísimo que desear, especialmente en películas taquilleras de estreno. Es algo que ha ido empeorando cada vez más llegando a extremos desagradables como gente hablando por el móvil durante la proyección, grupos en conversación permanente en voz alta, y, último y no menos importante, descuido absoluto al abandonar la sala, que dejan llena de basuras pese a que hay enormes papeleras a la salida.
    Esto no siempre fue así. Para mí hace 15 o 20 años ir al cine era todavía una experiencia grata, y ahora estoy mucho más cómoda viendo películas o series en mi salón.

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