Se llamaba Christine y cada día, al levantarse, imaginaba una muerte que se le escapó. Era un ritual privado, cotidiano y retorcidamente esperanzado. Su vida se había convertido en algo tan rigurosamente insoportable que solo con fantasía podía espantar la autocompasión. Cualquier cosa, excepto preguntarse cómo había pasado de ser la mejor espía de los servicios secretos británicos a una telefonista que no llegaba al salario mínimo. Así que cada día, cuando se incorporaba a su puesto de mueble inútil en un pequeño hotel de Kensington, Christine ya había escogido cómo debía haber muerto. Mientras esperaba el timbrazo del teléfono, rememoraba ese episodio al azar de su pasado y hacía que su vida se detuviese exactamente ahí. Rediseñaba su historia. Se mataba para poder conectar la vida al piloto automático.
Los lunes siempre arrastraron algo de pereza infantil, del tedio denso de los comienzos. Quizá por eso inauguraba todas las semanas preguntándose cómo habría sido morir bajo su verdadero nombre, Maria Krystyna Janina Skarbek. Nació en plena Primera Guerra Mundial en Varsovia, en el seno de una familia bien donde hizo lo que debía. Estudiar varios idiomas, montar y domar caballos, aprender a disparar armas, y todo aquello que ennoblecía aún más su estirpe de banqueros judíos emparentados con Chopin. Morir teatralmente el día que la nombraron reina de la belleza habría coronado una historia de tragedia aristócrata, pero se asfixiaba en esa idea. Christine escogía darse un poco más de tiempo y avanzar a la etapa en la que trabajó en una fábrica Fiat por el cataclismo económico que sobrevino tras la desaparición de su padre. Los efluvios tóxicos de la factoría le provocaron una rara afección pulmonar que bien podría haber acabado con ella. De ser así, nunca se habría casado con su primer marido, el aristócrata Gustaw Gettlich, ni se habría refugiado en las montañas de Tatra, al sur de Polonia, para recuperarse practicando esquí. Es cierto que en aquel accidente pudo haberse roto el cuello en lugar de una pierna. Pero, en realidad, Krystyna prefería urdir la fantasía de su muerte dejando viudo a su segundo marido, Jerzy Giżycki, el diplomático. No era una cuestión romántica, sino práctica: con él se trasladó a su nuevo destino en África, meses antes de que Alemania invadiera Polonia. Se salvó por casualidad del exterminio, la única muerte con la que jamás fantaseaba.
Solía ser martes cuando Christine acariciaba la idea de morir ya convertida en espía, paladeando la épica. En su lápida no figuraría como Krystyna, sino como Christine Granville, el nom de guerre que adoptó cuando aterrizó en Londres decidida a luchar contra los nazis. La reclutaron en el célebre Special Operations Executive (SOE) —la agencia creada en 1940 por Churchill para organizar acciones de subversión y sabotaje— y entonces, opinaba, empezó lo bueno. Las oportunidades de su muerte hipotética se multiplicaron exponencialmente, y cualquier día abría un abanico de deliciosas posibilidades para morir con la debida épica. No en su primera misión —nadie querría quedar como una novata inexperta—, en la que fulminó las reticencias que despertaba la joven polaca de belleza abracadabrante y fragilidad tramposa. Rogó por una oportunidad y le encomendaron la tarea de introducir propaganda aliada en la Polonia ocupada y ayudar a escapar del país a los ciudadanos polacos hasta el Reino Unido. Acompañada de un esquiador olímpico también polaco, cruzó Checoslovaquia durante el invierno más frío que se recuerda, atravesando las montañas de Tatra, infestadas de cadáveres congelados de fugas fallidas, para llegar hasta la frontera. Ya en la estación de tren de Varsovia, se valió de su encanto para librarse del pelotón de fusilamiento al que la habrían condenado si hubieran descubierto el material que transportaba. Dirigió el haz de su atractivo al oficial de la Gestapo que revisaba las pertenencias de los pasajeros, y le convenció de que aquel paquete era té del mercado negro para su madre enferma. Tan exitosa fue la peripecia que repitió el viaje en más de seis ocasiones.
Esa no era una de sus hazañas más celebradas. Si tuviera que escoger, Christine se quedaría con aquella otra operación en la que también burló a la Gestapo. Ya era miércoles cuando se planteaba qué tal quedaría su semblanza si en agosto de 1941 en Budapest no hubiera logrado escapar. No era un mal desenlace, porque por entonces había acumulado suficientes hazañas —tirarse en paracaídas en mitad de Francia, llevar información sobre armamento militar alemán hasta Inglaterra o hacer desertar a tropas italianas— como para cincelar el orgullo de la inteligencia británica. Ese día realmente pensó que todo había acabado. Fue apresada junto a Andrzej Kowerski (también conocido como Andrew Kennedy), su amante y compañero, cuando fingían ser periodistas que informaban del conflicto en la capital húngara. Mientras le interrogaban a él, ella improvisó una escapatoria magistral. Exageró la tos de la gripe que sufría, y se provocó una hemorragia mordiéndose la lengua. Esputó sangre y, entre temblores, confesó que sufría tuberculosis. Una radiografía hecha en el hospital de la prisión pareció confirmarlo, aunque aquellas manchas solo reflejaran el daño pulmonar que Christine conservaba de cuando la llamaban Krystyna. Los oficiales entraron en pánico por el contagio y los liberaron.
Cuando asomaba el jueves, a Christine ya se le había apoderado la certeza de que su vida valía poco por sí misma. En el único armario de su húmedo apartamentucho guardaba sin mimo las condecoraciones concedidas a quien Churchill acostumbraba a apodar su «espía favorita»: la George Medal, la Croix de Guerre y alguna más. Reliquias inservibles ahora que sus dramas se urdían entre el departamento de empleo, el mercado y los trabajos tan espontáneos como precarios. Pero si su vida no valía en sí misma, se decía, sí hubo otras que lo hicieron. Por eso la muerte de los jueves la soñaba ya con los ojos enrojecidos, recordando a quienes, sin ella, jamás serían honrados hoy como héroes de la Segunda Guerra Mundial. Se acordaba con especial frecuencia del agente Alexander Fielding (alias Catedral) y del jefe operativo del SEO Francis Cammaerts (alias Roger). En agosto de 1944 viajaban camuflados en un falso convoy de la Cruz Roja en el sur de Francia, conducidos por Claude Renoir (sobrino del pintor), en una peligrosa misión que salió mal. Les detuvieron en un control y fueron condenados a morir fusilados. No lo hicieron gracias a Christine, que por entonces ya tenía otros nombres en clave como Jacqueline Armand o Pauline. Incapacitada la Resistencia para un ataque sobre el terreno, ella se las compuso para concertar una cita con el oficial de la Gestapo en la prisión, Fritz Harlan. Haciéndose pasar por sobrina del general Montgomery, le convenció de lo imposible: la llegada de los aliados era inminente, y sus tropas no tenían nada que hacer. Le pidió un gesto de buena voluntad: «Si aceptas, tu vida y la de tus tropas será respetada cuando lleguen los aliados. Si los tres prisioneros o yo sufrimos el menor daño, todos los alemanes de esta prisión, con usted al frente, serán ahorcados tan pronto sea ocupado este país». Los cuatro salieron de allí por su propio pie. La versión de la historia de Christine ahora incluía su propia muerte en sacrificio por las vidas de sus camaradas. Quizá así la suya habría valido la pena.
Los viernes se despertaba particularmente apesadumbrada, ahíta de fatalidad y embarullada por su propio ritual de muerte nunca sucedida. Esos días prefería escoger la desaparición más sencilla, más coherente y circular: si había nacido durante la Primera Guerra Mundial, merecía morir en la Segunda. Sin pelotones, sin torturadores ni interrogadores y, por supuesto, sin rendición. Solo por la certera y quirúrgica explosión de una granada, de las muchas que transportó y a las que llegó a quitar la anilla para disuadir a varios soldados alemanes que trataron de detenerla. Tampoco desdeñaba la idea de caer en la batalla de Vercors, donde luchó con el maquis contra regimientos alpinos y de las SS. Cualquier muerte era válida, menos la que le esperaba.
Era enteramente consciente de su enfermedad. Desde el mismo día en el que acabó la guerra, Christine empezó a malograrse con una incurable nostalgia de peligro. Licenciada de sus deberes con el servicio secreto británico y sin posibilidad de regresar a una Polonia bajo el yugo de Stalin, quedó a la deriva de todo. Era rehén de su propio orgullo (rechazaba el alojamiento y la asistencia de antiguos colegas) y de la Administración (se negaron a concederle la ciudadanía británica durante dos años), así que se amancebó con la precariedad cotidiana. Encadenó varios trabajos como azafata, recepcionista en Harrods y dependienta, pero nada funcionaba. Decían que tenía un carácter extraordinariamente intratable y voluble. Reciclarse en ciudadana ordinaria no resultó. Christine no quería ser mecanógrafa, ni esposa, ni madre: quería ser una espía.
La vida transcurría especialmente ralentizada los sábados, los días que la antigua heroína quedaba liberada de sus labores en el hotel. Dedicaba esas jornadas a contestar a algunas de las cartas que sus excompañeros le enviaban para tratar de rescatarla de su encierro con alternativas de todo tipo. La mayoría insistía en que se reuniera con el que fuera uno de sus amantes, Kowerski, ahora instalado en Alemania. Pero Christine era tan itinerante y tumultuosa en su profesión como en el amor, y todos sus amantes tarde o temprano comprendían que era inútil tratar de atarla. De hecho, esos días ociosos, ella misma se preguntaba si ese desapego suyo no era, tal vez, la causa de su maldición. «Su atractivo está causando algunos problemas por aquí», aseguraban los informes enviados desde el operativo del SEO en Budapest, después de que un compañero montase una patética escena para reclamar su atención, consistente en lanzarse al Danubio (congelado) para acabar dándose un tiro en el pie. Conquistó y rechazó a tantos hombres como se le antojó y circulaban fábulas de toda clase relacionadas con su atractivo superlativo. Su leyenda como espía implacable se forjó a la par de su mito como amante feroz, confiriéndole a Christine un bruñido de culto inalcanzable que acabó por matarla. Y por hacerla inmortal. Vesper Lynd, la primera chica Bond de la historia, fue creada sobre las cenizas de su historia, que apasionaba a Ian Fleming, con quien también se rumoreó que llegó a estrechar lazos.
Pero Christine, ajena a la fascinación que su historia despertaba, estaba empezando a abdicar de sí misma. Ese sábado envió una carta —solo se conservan once de toda su correspondencia— a Kowerski, replanteándose la posibilidad de abrazar una existencia común y corriente. A pesar de tener solo cuarenta y cuatro años, quizás había llegado el momento de aceptar que no tendría tiempo de vivir suficientes momentos hermosos para reemplazar los anteriores. Su vida pasada había desteñido su vida futura. «¿Qué es la vida sino una decepción programada?», se pregunta en una de las misivas.
El 15 de junio de 1952 Dennis Muldowney esperaba escondido en un callejón a la salida del Hotel Kensington de Londres. Había coincidido en un trabajo eventual con Christine en un crucero fluvial tiempo atrás, y seguía obsesionado con ella, incapaz de asimilar su rechazo. Esperó a que saliera del hotel y en las mismas escaleras de entrada le asestó una puñalada en el pecho que acabó con su vida.
Era domingo. (1)
(1) La historia de Christine Granville ha empezado a desenterrarse hace algunos años. Existen un par de biografías: The Spy Who Loved de Clare Mulley y Christine, de Madeleine Masson. Además, algunos de sus compañeros de batallas, como el agente Fielding, han detallado en sus memorias (Hide and Seek) muchas de las operaciones que llevó a cabo Christine en la Segunda Guerra Mundial. No obstante, su historia sigue, en gran parte, maldita.
Qué buena historia y qué bien contada. Gracias, Bárbara.
Alucinante este artículo sobre esta extraordinaria mujer. Maravillosamente contada y de una profundidad sobre su forma de ser y actuar que emociona. Inexplicable que no le hubieran concedido la ciudadanía hasta dos años después, verdaderamente increíble.
Y claro, casi siempre aparece algún hombre que no es capaz de comprender que no somos dueño de nada ni de nadie. Ojalá sea restituida con todos los honores que merece.
Este artículo que sirva para un futuro reconocimiento de tantas mujeres y hombres que en aquellos tiempos de oprobio marcaron el camino de la decencia , el valor y el riesgo por los demás.
La historia de Krystyna es fascinante y el artículo consigue despertar un interés todavía mayor por su biografía. Enhorabuena a la autora. Todo un gusto leer.
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