Eric Lerner y Leonard Cohen, dentro de su inimitable marco existencial, denominaron «asuntos de vital interés» a la parte de sus conversaciones —mantenidas durante más de cuarenta años de amistad— que merecían la calificación de «interesantes». O sea, quedaba fuera de este epígrafe lo referente a la vida profesional, sentimental, familiar o a las vicisitudes médicas, que no fueron pocas. Entraban, sin embargo, temas como los neandertales, los hoteles decadentes o el apareamiento del pingüino emperador. Al principio de su relación era el mensaje lo importante. Al final, rebosantes de experiencia, les bastaba con diseccionar al otro por el tono de su charla. Gran parte de las conversaciones reveladas se produjeron en torno a la mesa de la cocina del apartamento de Los Ángeles en el que convivieron durante varios años, su confesionario particular.
Lerner, editor (Zero), novelista (El secreto de Pinkerton: El manuscrito original), guionista (Dos pájaros a tiro, Kiss the Sky), nos relata, en un tono ágil y sin boato —salvo cuando entra en bucle con el koan, el zendo, el sesshin, el sanzen…, terminología asociada al zen, una escuela de budismo con características propias—, las confesiones mantenidas con el canadiense, desde que se conocieron a finales de los setenta en una sesión de zen. Es precisamente el maestro de estas sesiones, Joshu Sasaki Roshi, quien vertebra el relato. A veces puesto en duda, la mayoría de las veces venerado ad infinitum («Habría estudiado contabilidad si Roshi fuese contable»), pero siempre presente. Un clavo ardiendo al que agarrar dos existencias a la deriva, sin ancla, sin certezas, sin interés. Ambos encontraron en el zen su particular taller de reparación de egos.
Así, el autor convierte al lector en una especie de voyeur acreditado, un voyeur con pase de prensa, testigo de pasajes de la vida de Cohen que se alejan de lo trillado en una publicación biográfica. Lerner nos acerca al Cohen repleto de incertidumbres, íntimo, austero, antisocial, al que la paternidad asió a la vida al tiempo que sepultaba su libertad («Podríamos haber sido libres si no hubiésemos sido padres»), al que se refugió en su maestro Roshi huyendo del mundo, al que renació para morir cuando todo estaba perdido —quedó arruinado a principios de siglo y tuvo que volver a salir a la carretera para paladear un éxito casi póstumo («Ah, pero ¿sigue vivo?»)— y al que soportó con un estoicismo sorprendente su calvario final. No espere, por tanto, el lector, averiguar las fuentes de inspiración, los métodos de grabación, los entresijos de los camerinos o la historia detrás de las canciones de Cohen. Disfrutará, en cambio, con la contemplación del poeta haciendo la compra en la tienda de ultramarinos (que no falten los pepinillos, el queso y las galletas saladas), deambulando en calzoncillos por su casa o haciendo de canguro de sus propios hijos, lo que no quiere decir que no se trate su faceta artística. Tendría que tener el autor un escalpelo muy fino para separar al creador del hombre. Se hace patente en el relato la voluntad férrea que le ató a la escritura hasta poco antes de morir. En su lecho de muerte, confiesa Lerner, estaba tratando de terminar un poemario («Más que nada, por aburrimiento»).
Seis meses antes del fallecimiento de Cohen, Lerner le comentó que había comenzado a escribir este libro, así como el modo en que iba a articularlo: en torno a sus riffs, trasladando el universo musical a sus conversaciones. El poeta, como primer receptor de los textos de Lerner, dijo que esperaba leerlo, aunque ambos sabían en esos momentos que ya estaría muerto cuando el libro estuviese acabado.
Unas confesiones que nos revelan dos personajes de una inmadurez trabajada pero entrañable, con miedo a la vida y pavor a la muerte.