(Si usted no ha visto la serie A dos metros bajo tierra, le recomendamos no solo verla porque es una de las mejores piezas de televisión de nuestros tiempos sino también no leer este artículo ya que contiene spoilers).
El final de una buena serie de televisión o una película que te llega a las entrañas te deja la existencia aturdida. Una honda sensación de tristeza, el estómago revuelto, el cerebro centrifugando pensamientos y la piel del revés. En muchos casos es inevitable la descarga de lágrimas, pero con A dos metros bajo tierra (Six Feet Under) el guantazo emocional es colosal, porque la obra de arte de Alan Ball es un retrato de la muerte en constante presencia de la vida misma y de la vida misma en constante presencia de la muerte. Es cuando te das cuenta de que te morirás. No, no los clichés de «todos moriremos algún día» o «lo único que no tiene remedio es la muerte» desprovistos de reflexión al estar repiqueteados. Sino que sientes en lo más profundo de tu alma que morirás, cómo será ver morir a los tuyos y cómo se sentirán los tuyos cuando mueras.
A dos metros bajo tierra representa el gran miedo del ser humano occidental: morir. La muerte presentada de forma brutal, franca, honesta, frívola, hilarante, cálida, fría y sincera. Porque, al fin y al cabo, tal como se titula el último episodio: todos nos están esperando (en donde quiera que usted crea). O no. Una obra de arte extraña, real, mágica, sin puntos y comas, que manifiesta la necesidad de encontrar un sentido mínimo a cada detalle de nuestro entorno y nuestra existencia. Es el tipo de serie que habla directamente a todos y cada uno de nosotros. Alan Ball creó una familia, los Fisher, a la que te vinculas emocionalmente de tal manera que al final no solo estás diciendo adiós a un grupo de personajes con los que has convivido durante cinco temporadas tal como ocurre en cualquier otra serie, sino que ves pasar delante de tus ojos tu propia vida, la de carne y hueso, diciendo adiós a tus seres queridos y a ti mismo. Porque todos somos Nate, David, Claire, Ruth y Brenda, en la vida real.
Somos Nate, escapando de la muerte, siempre preocupados por la insignificancia o existencia de la vida, de lo que no hemos conseguido, quién podríamos ser y lo que realmente queremos. Quizá George no pudo definirlo mejor en la palabras del funeral: «Nate era un idealista. Luchó toda su vida por ser un buen hombre. No era perfecto, ¿pero quién lo es de nosotros? Y nunca se dio a sí mismo por perdido, ni a la gente que amaba, ni al amor mismo, en todas sus desconcertantes formas.». (Y disculpenme por introducir una nota personal al sentirme del todo identificado con este personaje).
Somos David, neuróticos, inseguros de quiénes somos, pero a la vez sinceros, auténticos y sensibles. En el epitafio de la cuarta temporada, en una de las habituales escenas en la que los Fisher visionan encuentros con su padre fallecido, Nathaniel, David, agotado y exhausto de su trauma del secuestro, intercambia con su padre las palabras más transparentes que pueden decirse dos seres humanos:
—Nathaniel: No lo estás entendiendo.
—David: No hay nada que entender, ¿verdad?
—Nathaniel: Déjate de chorradas existenciales. Lo tienes delante de tus narices.
—David: Lo siento pero no lo veo.
—Nathaniel: Ni siquiera estás agradecido, ¿no?
—David: ¡Agradecido! ¿Por la peor experiencia de mi vida?
—Nathaniel: Te aferras al dolor como si significase algo, como si valiese para algo. Pero voy a decirte una cosa: no vale una mierda. Déjalo ir.
(Pausa)
—Nathaniel: Tantas opciones y lo único que eliges es lloriquear.
—David: ¿Y qué se supone que debo hacer?
—Nathaniel: ¡Lo que quieras! ¡Estás vivo!
(Pausa)
—Nathaniel ¿Qué es el dolor comparado con eso?
—David: No puede ser tan simple…
—Nathaniel: ¿Y si lo es?
No es solo la muerte la omnipresencia en A dos metros bajo tierra, también el dolor. «La vida es dolor. Hazte a la idea», le dice Lisa a Nate en uno de sus sueños. Por eso todos somos Ruth, quizá quien encarna el dolor con más crudeza en toda la serie. Un madre arrepentida de no haber podido tener elecciones en la vida (¿y cuál de nuestras madres no lo está?), que se agarra a la nostalgia del pasado («era la época en la que había esperanza», le contesta a su hijo David tras la muerte de Nate cuando este se pregunta por qué nos aferramos de forma tan desesperada al pasado), pero también con el optimismo y la lucha de la matriarca de una casa (¿y cuál de nuestras madres o abuelas no lo son o eran?): «Tenemos ese maravilloso regalo de la vida y es tan terriblemente efímero, que precisamente por eso es importante seguir viviendo y no abandonar la esperanza».
Todos somos Claire, buscando nuestro lugar en el mundo dando bandazos de aquí a allá. Cínicos («solo me preparo para lo peor para que cuando ocurra no me sienta tan mal») pero seguimos siempre intentando averiguar cómo deberíamos vivir nuestras vidas: «Si vivimos nuestras vidas de la mejor forma que creemos, entonces cada simple cosa que hagamos es una obra de arte».
Todos somos Brenda. Cargados de traumas, arrastrándolos, rebozándonos en el barro y autodestruyéndonos hasta alcanzar la frontera del nihilismo. Hay una conversación en la segunda temporada entre Nate y Brenda esclarecedora:
—Brenda: Desde los seis años llevo preparada para morir cuando me levanto cada mañana.
—Nate: ¿De verdad?
—Brenda: Sí, de verdad.
—Nate: ¿Por qué desde los seis?
—Brenda: Porque leí un artículo sobre los efectos de la guerra nuclear en el mundo, y en ese momento me quedó bastante claro que en algún momento iba a ocurrir.
—Nate: ¿Con seis años?
—Brenda: Y me levanto cada día sorprendida de que todos sigamos aquí.
—Nate: La verdad que no puedo entender cómo puedes vivir así.
—Brenda: La verdad que creía que todos vivíamos así.
Personajes magníficamente detallados y dibujados al milímetro por los guionistas que te hacen plantearte temas vitales concretos de la vida. Te hacen llegar a una profundidad de tu ser que ni te imaginabas que tenías o que simplemente conocías, pero que se destapa como una olla a presión. Todo ello aderezado con una dirección atrevida, audaz y psicológica. El recurso de las escenas surrealistas de los sketches, las conversaciones con el padre fallecido, y las imaginaciones (de esas situaciones que todos tenemos cada día cuando estamos en la inopia) son magníficas. Todos somos ellos porque esperamos esas señales de la vida y preguntarnos el por qué.
Pero el por qué no tiene respuesta.
Como cultura occidental no nos sentimos cómodos con la idea de la mortalidad. Quizá por eso el escenario del Los Ángeles desangelado, «la capital mundial de la negación de la muerte» como dijo Alan Ball, es el mejor posible para el retrato de la muerte en constante presencia de la vida misma y de la vida misma en constante presencia de la muerte. En un excelente artículo titulado «Pensar en la muerte» publicado en los comienzos de esta revista, Miguel U. se adentra en las visiones de la muerte histórica, religiosa, cultural, social y antropológicamente. ¿Y le puede a usted servir para algo esa lectura? Puede ser usted budista y creer que la muerte no es un final, sino otra etapa donde se libera y reencarna. Puede ser usted cristiano, y esperar pedirle las llaves del reino de los cielos a san Pedro para reencontrarse con los suyos. O puede ser usted un simple fiel a la ciencia para concebirse como un mero ente biológico hecho de carbono que devolverá este elemento a la tierra cuando críe malvas. Puede usted proyectar lo que quiera, pero aquí y ahora, como dice Miguel U: «A la gente le acojona morir».
«¿Por qué la gente tiene que morir?», le pregunta con el corazón sobre la mesa una viuda a Nate en el último episodio de la primera temporada. Yo quiero justificarme, como la respuesta de Nate, que es «para hacer que la vida tenga sentido». Que esta existencia tiene un valor, que no somos simples extraterrestres lanzados a este planeta amnésicos de nuestra estancia durante el parpadeo de la vida. Lo dijo Lupe sacándose las entrañas sin anestesia en «Ustedes van a morir»: «Por eso miro con incredulidad cómo la gente organiza su vida cotidiana al margen de estas evidencias, construyendo un auténtico andamio para sortear al gran elefante que ocupa toda la estancia».
Pero ya «nacemos heridos de muerte. Sí, aquí estamos, por un momento, vivos, vamos a morir, pero cada uno de nosotros secretamente creemos que no lo haremos», dice el personaje de Philip Seymour Hoffman en una excelente escena de la obra maestra Synecdoche, New York. Se lo recuerdo, si a estas alturas usted no quiere acordarse: va a morir. «Vivimos. Morimos. Pero al final nada significa nada. ¿Cómo podemos vivir así», le dice Nate a Brenda. «¡Muchos no lo sabemos, nos levantamos jodidamente vacíos, a veces con pocas ganas de vivir, otras con ganas de ni siquiera haber nacido! ¿Pero qué otra opción tenemos?», responde Brenda.
La idea de la muerte puede llegar a ser pavorosa, pero lo que ocurre es que la vida puede dar más miedo aún. Porque la vida duele. Y el dolor es aterrador. Vamos quedando erosionados por las experiencias y el tiempo como cuentan Brenda y su hermano Billy tras la muerte de Nate:
—Brenda: Solía pensar que tendría más gente en mi vida al pasar el tiempo.
—Billy: No funciona así.
—Brenda: Empiezo a darme cuenta.
—Billy: Es como si al hacernos mayores, el número de gente que realmente nos entiende encogiera.
—Brenda: Cierto. Hasta que quedamos tan marcados por nuestras experiencias… y por el tiempo que…
—Billy: …nadie más nos entiende.
Sí. «All alone is all we are»: El epitafio de Nate con Nirvana de fondo.
Tenemos todas las de perder, «de aquí no saldrá nadie vivo» dijo Tolstoi, así que hay que sacar lo máximo de lo que tenemos. Digo yo. Incluso la nihilista Brenda es capaz de mirar la moneda existencial desde la otra cara: «Todo lo que tenemos es este momento, aquí mismo, ahora mismo. El futuro es un jodido concepto que utilizamos para evitar estar vivos hoy». Es la puta verdad, aunque suene a frase de taza de café. Prefiero quedarme con la pragmática amiga de Ruth, Bettina: «Si tienes miedo de algo probablemente significa que debes hacerlo». Como le dijo el Nate muerto a su hermana Claire, de lo que más se arrepentía era de haberse pasado la vida asustado, temiendo no estar listo, no ser adecuado o no sabiendo quién debía ser.
Y si es usted de los que una buena hornada de palabras positivas le entran por un oído y le salen por el otro, un médico que vive con la muerte como compañera de trabajo se lo explica. El crítico de televisión Matt Zoller Seitz entrevistó a Alan Ball hace unos años en el Festival de Cine de Tribeca. Seitz le habló de la muerte de su mujer diez años atrás: «Llegué al hospital un minuto después de que falleciera. El médico me preguntó a qué me dedicaba y le dije que crítico de televisión. Me respondió: ¿Ha oído hablar de la serie A dos metros bajo tierra? Según él era lo único que había visto que capturara los detalles de cada día con la muerte paseando por el hospital».
Esto depende de cómo quiera usted ver el vaso de esta existencia: medio lleno o medio vacío. O incluso medio vacío pero regocijándose del agua que ya se ha bebido y dispuesto a saborear la que le queda.
A dos metros bajo tierra, en la catarsis de los últimos tres episodios y particularmente la orgía de muerte de los últimos diez minutos (probablemente los mejores minutos de la historia de la televisión), puede interpretarse como un final lleno de esperanza, «una reconexión con la vida» como dijo el creador de la serie, incluso una «ayuda para hacer sentir a la gente más viva a tomar decisiones sobre su vida», como afirmó Peter Krause, el actor que interpreta a Nate. O puede sumirle en el realismo del final, hacerle plenamente consciente de la aflicción que sufrirá durante la vida al ver marchar a los suyos, incluso adelantarle el dolor del momento que ocurra, o cómo será el horrible sentimiento de duelo de los suyos si es usted el que se marcha antes. Por esta explosión incontrolable de lágrimas hemos pasado muchos con ese excelente montaje final con el Breath Me de Sia.
El final de A dos metros bajo tierra es su propia existencia. En la mejor crítica que se ha hecho sobre esta serie en inglés y español, Fernando Navarro nos da esa voz para encontrar el aliento y seguir adelante:
[…] Claire había metido la marcha y arrancado el coche, y nadie tuvo que decirme que yo también estaba a punto de meter la marcha y arrancar. Digamos que sé qué se siente al mirar por el retrovisor y ver a la persona que quieres alejarse a pesar de que corre y corre. La misma persona que te dice que te levantes de la cama, que vela por tus sueños, es la que se aleja por ese retrovisor. Al principio, nadie está preparado para la muerte, ni siquiera en la familia Fisher, que se dedicaba al negocio funerario. A Claire nadie le explicó que la muerte sería muy distinta a lo visto en las películas y oído en boca de otras personas, que acudían a la funeraria que llevaba el apellido de su padre. Pero qué más da que alguien lo hiciera, porque más importante que eso era estar preparada para la vida. Y eso sí que tuvo que aprenderlo. Eso sí que tenemos que aprenderlo. Y no se puede conducir mirando todo el tiempo por el retrovisor. No se puede. Si lo haces, acabarás estrellado, tirado en la cuneta, serás tu propio cadáver. Pero es inevitable hacerlo de vez en cuando, hacerlo por instinto en cuanto arrancas y pones la primera marcha. Recuérdalo: esa persona está corriendo hacia ti pero se aleja. Estrictamente, esa persona se aleja, y eso duele. En lo más hondo, te derrumba. Caes al vacío hasta sentir que te ahogas en un pozo de lágrimas. […] Comprendí con dolor que la ruta está llena de curvas, paradas, accidentes o acelerones pero siempre debe seguir su camino. De ti depende conducir en una dirección o en otra, o simplemente conducir. Aún con lágrimas en los ojos, debes agarrar el volante y poner rumbo en esa ruta […]
«No puedes sacar una foto de esto», le dice el Nate muerto a Claire antes de arrancar el coche e irse. No podemos. Ya pasó. Así que elija su propia aventura.
—Algún día todos estaremos muertos, Snoopy— dijo Carlitos.
—Cierto, pero todos los demás días no— respondió Snoopy.
Me identifico con ver de vez en cuando el retrovisor, porqué no podemos estar siempre en eso ya que de hacerlo estaremos muerto en una cuneta.( Referente al libro a dos metros bajo la tierra)
Gracias por la referencia, Fernando. Y gracias por aquella reseña, llegó hasta el fondo.
Traigo aquí esta reseña de \”loganXXX Madrid\” publicada en FilmAffinity, porque refleja exactamente lo que pienso sobre esta serie:
\”Pocas veces, muy pocas, las formas de expresión artística trascienden más allá de lo estríctamente cuantificable y se adentran en el terreno de lo inconmensurable. He esperado a ver las cinco temporadas de esta serie para poder valorarla de forma objetiva, cosa que deberían hacer algunos de sus detractores (que afortunadamente son pocos) antes de abrir su boca para emitir el más mínimo comentario despectivo sobre una de las cimas de la historia de la televisión universal.
\”A dos metros bajo tierra\” es, probablemente, la mejor serie de televisión que se ha hecho y se hará jamás. No creo que Alan Ball, artífice de este milagro, sea consciente del grado de intensidad emocional, profundidad analítica, belleza formal, estructura narrativa y talento interpretativo que impregna cada segundo de esta absoluta obra de arte de la televisión.
Hay que saber mucho de la vida y de los sentimientos para plasmar en una serie tantos temas actuales y enfocarlos desde una visión tan sabia, medida y, sobre todo, con tantas toneladas de sentido común y respeto por la vida y las relaciones humanas.
No existe ni existirá jamás una serie que, con el trasfondo de la muerte, hable de la vida tanto como ésta; que coloque en la boca de sus personajes verdades tan abrumadoras que muchos ni se atreverían a plantearse; que diseccione de raíz creencias sociales absurdas y desfasadas; que atente contra los cimientos de la misma esencia de la existencia para demostrar lo inmensamente equivocados que están muchos al criticar determinadas actitudes;
Jamás la televisión mostró la vida de una forma más límpia, pura y clara. Jamás hablando de la muerte se dijo tanto sobre la vida.
Ojalá esta serie fuera de visión obligatoria, y que la gente comprendiera el mensaje que encierran sus maravillosas cinco temporadas: vive, deja vivir y disfruta de la vida porque tú, como yo, un día te morirás. Y nada ni nadie puede ni podrá jamás cambiar eso.
Sublime hasta lo inexpresable. Emotiva hasta grados incuantificable, única e irrepetible.
Y atención a los cinco últimos minutos del último episodio de la serie porque constituyen una de las cimas artísticas más absolutas de la historia de la televisión, el cine y cualquier otra forma de arte. Son estremecedores y capaces de poner la piel de gallina a una estatua de mármol.
Que nadie se pierda esta serie, sobre todo aquellos que se interesan por la vida y desean vivirla con la mayor intensidad y claridad posible. Y los que la aman, como yo, que nunca dejen de recomendarla; le harán un favor al mundo.\”
¡Choca esos cinco, Logan!
Y ahora, quisiera añadir algo más…”El drama desatado no es mi género”. Esta es uno de las recurrencias de mucha gente. Estas personas sienten pánico, reconocido o no, a la auténtica dureza de la vida; sí, porque \”A dos metros bajo tierra\” a pesar de su magnífico, negro e incluso desopilante humor, es la serie más dura que yo he visto jamás en TV, superando en ese ámbito a la extraordinaria \”The Wire\”. No hay nada más duro que el hecho de que nos pongan un enorme espejo delante y no podamos escapar de ver como somos en realidad. Recientemente, sentí algo casi idéntico con la estupenda \”En terapia\”. Estos temas, los que tocan hueso DE VERDAD, son rehuidos por un amplio abanico de población; es mucho más relajado reclinar la cabeza sobre zombies, vampiritos de diseño y mafiosos de New Jersey…
Espero que este artículo de Dani García sea un presagio de que por fín, se deciden a lanzar esta maravilla en Blu Ray. Que no lo hayan hecho aún, es uno más de los misterios de esta vida, tales como el por qué de la imposibilidad de reconocer a los actores en las series de Netflix a causa de la casi absoluta oscuridad con la que se rueda en sus platós. No es broma, hace poco reconocí a uno de ellos por su voz cuando llevaba casi un minuto viendo únicamente sus dientes y el blanco de los ojos.¿Hasta cuándo, Netflix…?
Desconocía esta review de Filmafinity y me ha parecido maravillosa, gracias por compartirla y por comentar. Maravilloso. (Y por cierto, desconocía ‘En Terapia’ y me la apunto. Alguien me dijo por Twitter un día que ‘Rectify’ tiene aromas de Six Feet Under).
Ah, se me olvidó elogiar el artículo en sí (el de Dani García, por supuesto) entre tanto elogio a terceros y tanta autocita, se me hizo el pene un lío. Y encima, el Sr. Dani García, a su vez, cita al Sr. Fernando Navarro que también parece hacer un interesante texto sobre SFU. Lo leeré con calma más adelante, que promete.
¡Gracias majo! El de Fernando me parece el mejor. Este es más largo.
Podría leer la transcripción de esos diálogos en cualquier otro contexto sin que me cupiera duda alguna de que son traducciones del inglés.
NADIE habla en español así, sólo los periodistas y publicistas, a los que adefesios como «No sueltes mi mano» les suenan naturales.
Ya, ya sé que que me fijo en el dedo que apunta al cielo. Pero, joder, es que el dedo tiene la uña larga y roñosa.
Maravilloso artículo para una serie que está más allá de los adjetivos.
En 2011 escribí esto en algún otro lugar de la red:
En el episodio piloto de «A dos metros bajo tierra», un recién fallecido Nathaniel Fisher charla con su hija, tomando el sol en una tumbona. Has tenido suerte, le dice ella. Sí, fue tan rápido que no hubo tiempo de tener miedo ni de pensar en ello; nada de responsabilidades, responde él. Se acabaron las preocupaciones y el aburrimiento.
Y el tener que esperar a morir, recuerda ella.
Él no se había dado cuenta hasta entonces y se ríe, aliviado. Iluminado por el sol.
No me acordaba de esa escena, otro momento maravilloso de esta obra.
No es «All alone is all we are» sino «All in all is all we are».