Sociedad

Mariposas entre los dedos

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Preparado para «un gran día de trabajo» en el norte de Irak. Foto: Karlos Zurutuza.

Era uno de esos lugares en los que hay que apuntar el grupo sanguíneo junto al nombre antes de entrar. También hay que firmar esa carta que exime de responsabilidad a la empresa en caso de salir con una pierna menos. Por lo demás, Faris decía que era «un día fantástico para trabajar». A punto de cumplir los cincuenta, aquel kurdo de pelo ralo y párpados pesados estaba prácticamente en los huesos, como si se hubiera dejado consumir para evitar activar las minas bajo sus pies. Ya sabemos que es imposible aliviar la presión hasta ese punto, pero veinte años en el oficio no habían arrancado una sola pieza al esqueleto de Faris.

Siempre me ha fascinado el perfil de los desactivadores de minas. Están los arrepentidos, que son los que un día ensuciaron la tierra y hoy limpian su conciencia. Aunque esos son los menos. La mayoría de las veces se trata de gente local que intenta no dar un paso en falso para esquivar la muerte o la mutilación. Algunos lo hacen por dinero; otros porque cuentan con víctimas en la familia. La primera que conoció Faris fue su padre: «Compramos unas tierras que resultaron estar sembradas de minas. Mi padre aprendió a retirarlas con cuidado, y más tarde a desarmarlas. Al final, le estalló una en la cara. Era cuestión de tiempo».  

En contra de lo que se pueda pensar, no suele haber ni máquinas, ni ordenadores, ni monitores, ni apenas ningún rastro de tecnología en la que apoyarse para realizar un trabajo tan peligroso como el de localizar y desactivar explosivos enterrados bajo tierra. Cierto: existen tractores-excavadora que cuentan con una pala específica para esta labor y una cabina blindada para el conductor. También hay perros especialmente adiestrados que detectan las minas por el olor del gas que desprenden. Desgraciadamente, ambos recursos quedan fuera del alcance de la mayoría de campos de minas en todo el mundo. Aquel espacio acotado al norte de Irak podría haber sido una huerta de la extensión de medio campo de fútbol en el que una chabola de techo de paja ofrecía la única sombra. La calavera y las dos tibias en una señal oxidada ya indicaba que no eran patatas lo que se escondía bajo tierra. También la ambulancia aparcada a una prudencial distancia de cien metros. Solo en el norte de Irak se calcula que hay dos millones de minas enterradas esperando a que alguien las pise. Es, junto con Afganistán, el territorio más minado del mundo. 

Imaginación

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Junto con Afganistán, el norte de Irak es uno de los lugares más minados del mundo. Foto: Karlos Zurutuza.

Lo que la mayoría entendemos por «mina» es ese artefacto que explota cuando se pisa produciendo la amputación del pie, lo que en la jerga militar se conoce como una «mina de presión», pero también están las anticarro, mucho más grandes y con forma de fiambrera; las que expulsan proyectiles en forma de aguja hechos de uranio empobrecido; las minas químicas, que hacen lo propio con todo tipo de gases letales; las que se activan por control remoto, o esas que lo hacen por «alivio de presión» (no cuando las pisas sino cuando levantas el pie). Aunque parezca imposible, la creatividad de los ingenieros va mucho más allá, hasta el punto de producir monstruos como la Valmara 69. Ese artilugio que se asemeja a un pequeño Sputnik caído del espacio resulta ser la mina más peligrosa del mundo. 

«Las minas convencionales están diseñadas para mutilar a un solo soldado. Su objetivo no es matar sino retrasar la marcha de un pelotón», explicaba Faris mientras se forraba de kevlar. No mostraba sentimiento alguno, como un mecánico al que se le pide que diserte sobre su colección de llaves inglesas. La Valmara, decía, es diferente: en cuanto se activa, da un salto de medio metro y luego explota lanzando al aire más de mil fragmentos de metralla; mil balas al doble de la velocidad de un fusil que hieren y matan en un radio de veinticinco metros. Solo de aquel campo habían retirado cuarenta y ocho en tan solo seis meses. Los tres accidentes graves habían sido dolorosos pero Faris le quitó hierro al asunto. Se habían salvado muchas vidas.

Hay minas y minas, pero también campos y campos. Años atrás, el kurdo había sido invitado a Jordania en el marco de un programa de cooperación. «Era de risa: tenían un mapa con la colocación exacta de las minas, sabían cuántas eran y dónde estaban. Además, el paisaje allí es llano y desértico, nada que ver con esto». En el norte de Irak hay que quemar el terreno antes de empezar a desminar, y un territorio montañoso como aquel tampoco facilita las cosas. Muchos de los campos están en zonas escarpadas y de difícil acceso; además, los continuos corrimientos de tierras provocados por las lluvias desplazan los explosivos de sitio a zonas que se consideran seguras. Y luego está el clima: temperaturas de cincuenta grados en verano y nieve en invierno… Pero, más que todo aquello, Faris subrayaba que la mayor diferencia respecto de los jordanos era que no tenían ningún mapa que indicara dónde están las minas. «Saddam Hussein no entregó ningún mapa a la ONU».

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Una Valmara 69 encontrada a tiempo. Foto: Karlos Zurutuza.

Protocolo

Un sencillo detector de metales, idéntico al que solemos ver a veces en nuestras playas, es la herramienta principal de un desminador. Se maneja como el bastón de un ciego para tantear el terreno pero, a diferencia de este, nunca debe tocar el suelo. La frecuencia que emite el báculo electrónico provoca un pitido que se va haciendo más agudo a medida que nos aproximamos a un objeto de metal. Es entonces cuando el operario interrumpe su trabajo e informa de la presencia de un objeto susceptible de ser una mina al jefe de sección. Este avisará al resto del equipo, que suspenderá toda actividad y guardará una distancia de seguridad de no menos de cincuenta metros. Tras haber observado estas precauciones, se procederá a excavar el suelo, dando comienzo una ceremonia lenta a la par que laboriosa: el operario se arrodilla, saca una regla, y empieza a remover cuidadosamente la tierra con una espátula a unos quince centímetros de la señal exacta dada por el indicador.

Si finalmente se trata de una mina, se señala su localización con unas estacas de madera roja hasta que el explosivo es desactivado por detonación al final del día. El proceso se da entonces por terminado y se sustituyen las estacas rojas por otras de color azul. Más frustrante que la lentitud del proceso en sí es que la mayoría de las veces se trate de una falsa alarma. Y es que los ocho años que duró el conflicto Irán-Irak dejaron miles de restos de metal en la zona, aunque también puede ser una lata de algún refresco la que haga arrodillarse al desminador y ponga a prueba sus nervios. En ocasiones el detector avisa de una concentración tal de restos de metal que el operario se ve obligado a realizar una «excavación total», algo así como remover la tierra de una huerta con una cuchara.

Paradójicamente, son los soldados, junto con los lugareños, los que más accidentes de mina provocan: «Se saltan todo el protocolo de desactivación y utilizan atajos para hacer su trabajo. Ponen en peligro su vida y la de sus compañeros. No tienen paciencia, por eso no admitimos a exmilitares aquí», contaba Faris. La jornada se saldó con dos Valmaras menos y ninguna baja a lamentar. Antes de despedirnos, el equipo insistió en enseñarme las capturas de las última semana. La mayoría eran italianas, pero también había francesas, alemanas, rusas y chinas.

«Me gusta trabajar al aire libre y ya me he acostumbrado a esto», soltó un chaval del equipo. Se llamaba Karwan, tenía veintidós años, tres hijos y un sueldo fijo de setecientos dólares. Era de un pueblo a pocos kilómetros de allí. «Alguien tiene que limpiar todo esto», remató sus razones para estar allí.

Cuatro estaciones

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«Mariposas» en el Museo de Minas y Explosivos de Kabul. Foto: Karlos Zurutuza.

Un niño, una mujer, un anciano, alguien pisa en este mismo momento una mina camino del colegio, o de la huerta, o mientras guía al ganado (por eso caminan muchos detrás de las ovejas). Ocurre casi siempre en países atravesados por el paralelo 33 y cada vez más a menudo. La guerra es un negocio al alza. Según datos del Monitor de Minas Terrestres, su uso aumenta a un ritmo alarmante en Siria, Afganistán, Yemen, Nigeria, Myanmar y Libia, donde el caos sigue sembrando la tierra de muerte. En países como Afganistán es lo único que abunda (junto a las amapolas de las que se extrae el opio); de hecho, en Kabul hay hasta un museo de minas y explosivos. El horario era algo errático pero, con suerte, un tipo llamado Ahmadin te guiaba por aquella curiosa exposición. Ya imaginé que aquel pastún de treinta y dos años también habría pasado años trabajando al aire libre. Sobre una maqueta de un campo de minas estándar me explicó lo que ya había visto sobre el terreno en Irak. A nuestro alrededor se desplegaba un enorme muestrario de explosivos en estanterías y vitrinas. La única de factura local era una olla a presión cubierta de barro conectada a un detonador. Ese artefacto tan rústico, tan improvisado, es el arma con la que los talibanes hacen boquetes en vehículos blindados. 

En la exposición no faltaba la icónica Valmara, ni tampoco la también italiana VS50, que es mucho más pequeña pero de plástico. Pocas habrán partido más piernas que ella. Las manos son misión para las PFM-1 rusas, más conocidas como «mariposas». Los rusos echaron decenas de miles (¿millones?) de ellas desde el aire durante su campaña afgana (1979-1989), y muchas siguen agazapadas entre la arena, la maleza, o incluso enganchadas en las ramas de los árboles. En el museo había tres en exposición.

¿A que no adivinas por qué tienen colores diferentes? Fácil: la verde es para la primavera, la marrón para el verano y el otoño y la blanca para el invierno.

Lo que ocurre con las mariposas es que, cuando los colores no coinciden con la estación, muchos niños afganos las recogen pensando que son juguetes. La explosión causa una herida muy característica: se pierden dos o tres dedos, o la mano entera, y muchas veces incluso los ojos. 

Siempre he querido conocer a los que diseñan esas virguerías tecnológicas. Me los imagino en su curro en Milán, París o Pekín. Camino de casa igual hasta pasan por una tienda de productos ecológicos para comprar plátanos. Que los críos crezcan sanos es lo más importante. 

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Ahmadin posa junto al único artefacto explosivo de factura local  en el Museo de Minas y Explosivos de Kabul. Foto: Karlos Zurutuza.

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