Por ahí llega, por ahí llega, gritan los niños. Mírale, es increíble, parece que va de paseo. Dos horas, dos horas hace que entraron los primeros. Es él, el Mala, el Mala. Viva, viva Malabrocca, el último es de los nuestros. ¿Lo viste? Lo vi, era todo forúnculos, verrugas. Pero iba sonriendo. Sí, iba sonriendo. Eso no lo hacen los mejores. No, ellos están demasiado preocupados por ganar.
En la Italia de finales de los cuarenta, en ese país devastado que buscaba porvenir incierto, Luigi Malabrocca era un héroe. El de los trabajadores, el de los humildes. Un tipo paradójico que alcanzó la inmortalidad siendo peor que ningún otro en su profesión. Porque Malabrocca fue ciclista. Malísimo. El más lento de todos, quien siempre quedaba al final. Su especialidad, su gran suerte.
En 1946 los organizadores del Giro de Italia deciden introducir una nueva maglia distintiva. La llevará el último clasificado de la general, y será de color negro. A nadie se le escapa el simbolismo con los antiguos camicie nere fascistas… una forma de exorcizar (un poco) el pasado tan reciente. Muy pronto el portador de esta prenda se vuelve uno de los rostros más reconocidos del pelotón. El público lo adopta como suyo, enternecido por unas penalidades tan parecidas a las de todos. Y, además, ese puesto tan poco honroso acarrea ciertas prebendas económicas, garantiza contratos en los critériums posteriores a la carrera. Los aficionados quieren ver a la maglia rosa y a la negra, a la estrella y al estrellado. Al verdugo y la víctima. Así que existirá una lucha enconada por terminar rodando tan lento como se pueda. Lo nunca visto en el deporte.
No piensen que era fácil, la vida es dura cuando intentas ser pésimo. Tienes que reunir una serie de condiciones básicas. Encanto personal, por ejemplo, ese que te permite entrar en casas ajenas a comer en plena competición, y así perder media horita adicional. Huesos de acero, no romperte nada cuando te tires deliberadamente a la carretera fingiendo una caída (de la que siempre acabas recuperándote). Dotes casi de espía para esconderte detrás de árboles, en una cuneta, agazapado por las lindes de los campos. Ah, y dignidad, eso siempre. El último, si va derrotado, arrastrándose por las sendas, nos produce compasión. Si, en cambio, pasa pavoneándose, exhibiendo sonrisas, diciendo, eh, aquí estoy yo, comienza lo bueno… entonces el sentimiento es muy parecido al orgullo.
Todo eso lo hizo Malabrocca más de una vez. Y de cien. En ocasiones incluso sin demasiado éxito. Como en el año 1949, cuando el gran duelo del Giro de Italia no lo protagonizaron Coppi y Bartali, sino Carollo y Malabrocca. Una contienda por ver quién era el peor, el más lento. El que cierra la clasificación. Malabrocca tenía de su lado la experiencia (consumado especialista en el tema), pero Carollo, albañil de profesión, contaba con una baza muy importante: era realmente malo. Así que a muchas horas de la cabeza se produjo una batalla legendaria. Tanto que los cronometradores de meta se quejaron a la organización por los retrasos cada tarde. Fue en vano. La gente estaba entusiasmada con aquello.
¿Quién sería el perdedor que ganase esta vez?
Ambos dieron lo mejor de sí mismos. Carollo terminó una etapa subido en la bici de un niño, porque la suya se había roto (o él mismo la desguazó voluntariamente, depende de la versión). Malabrocca, envidioso, hizo más de cien kilómetros en una bicicleta de mujer. Carollo se cayó siete veces en una jornada. Luigi contraatacó ferozmente días más tarde, escondiéndose en un tanque de agua durante horas. Fue sorprendido por el dueño y regaló uno de los diálogos más surrealistas de la historia del deporte. «¿Qué haces?», preguntó el campesino. «Estoy corriendo el Giro de Italia», dicen que dijo el corredor.
Un duelo por todo lo bajo.
(Al final Malabrocca calculó mal. En la última etapa paró a almorzar con unos aficionados, pero no alargó lo suficiente la sobremesa y solo pudo ser penúltimo en la general. Luigi Carollo se alzó con la maglia nera y volvió, contento, a su andamio).
La popularidad de Malabrocca era inmensa, desbordante. Y él la aprovechaba, vaya si lo hacía. Reconocido socialista, acudía frecuentemente a correr en la vecina Yugoslavia, invitado por el mismísimo Tito. Y, ya que iba allí, por qué no hacer un poco de contrabando. Al estilo de la historia que abre Fariña, de Nacho Carretero, pues Malabrocca entraba en Yugoslavia con unas bicicletas y volvía con otras, sacándose sus buenos dineros entre medias. También ganaba minucias con anuncios publicitarios, realizaba exhibiciones en los pueblos (donde los asistentes le silbaban si iba rápido… querían ver al caracol sobre dos ruedas) y se prodigaba en cuantas disciplinas ciclistas usted conozca. Gracias a una de ellas conoció España. Fue el año 1953, cuando acude a los Mundiales de Ciclocross que se celebran en Oñate. Los organizadores (imaginen, jerarcas franquistas con brillantina en el pelo, bigotito ridículo y una idea bastante escasa de lo que era Europa) deciden alojar a los jóvenes italianos en el Monasterio de Nuestra Señora de Aránzazu. Lleno de tiernas novicias, añadimos. Años después recordará Malabrocca aquello entre risas, dejando caer que a lo mejor nueve meses más tarde… pero no, aparcamos aquí la historia, que nos perdemos…
¿Quieren una última anécdota? Malabrocca era íntimo amigo de Fausto Coppi, a quien conocía desde niño. Vivían muy cerca y competían frecuentemente cuando eran chavales. Bueno, lo de competir es frase hecha, porque el pequeño Luigi muy pronto se dio cuenta: lo que hace aquel «larguirucho» es otra cosa, otro deporte. Tanto que, ni corto ni perezoso, se acerca un día al futuro campionissimo, le tiende la mano y dice: «Ciao, Fausto, nuestra rivalidad ha acabado». Nervios de acero, cara durísima. Pues bien, poco antes de morir Malabrocca, el legendario locutor de la RAI Adriano de Zan le hizo la que iba a ser su última entrevista. Había pasado más de medio siglo desde su muy discreta carrera como ciclista profesional, pero la figura del «Mala» aún despertaba recuerdos y simpatías por toda Italia. Al final de la grabación, que se realizó en el jardín del exdeportista, De Zan entrega a Malabrocca un paquete. «Toma», dice, «es un regalo de Faustino, el hijo de Coppi». Luigi lo abre… una maglia rosa, una prenda auténtica que el gran Fausto vistió durante alguno de sus Giros victoriosos. Las lágrimas acuden a sus ojos, se le nubla el mirar, luego sonríe. «Un momento», murmura, y entra en su casa. Pasan unos minutos. Cuando sale trae algo en las manos, se lo da a Adriano de Zan. «Llévaselo a Faustino», dice, «seguro que su padre nunca tuvo una de estas».
Es una maglia nera… Genio y figura.
Cuentan que durante el Giro de 1946 Malabrocca, último clasificado, fue el sexto hombre que más dinero ganó en premios (dinero o en especies: pavos al primero que pasase por este pueblo, tubulares, quesos, bombas de inflar… las competiciones antes tenían más color). Su popularidad era tan grande que muchos de los considerados buenos se la tenían jurada, porque no entendían que alguien tan mediocre en lo suyo pudiera resultar tan célebre. Lo que no comprendían es que lo suyo, lo de Malabrocca, era ser el último, y en eso siempre acababa el primero.
Aunque llegase de noche.
Puede haber una historia más italiana que está?
Chapeau al escritor de la pieza, a pesar de ser corta fue bastante amena su lectura.
Muy interesante. Gracias
Madre mía, cuánta humanidad desbordante! Muy buen artículo.
Me cuesta muchísimo creer que los organizadores del mundial de ciclocross en Oñati!!!! en 1953 fueran jerarcas franquistas con brillantina en el pelo y bigotito ridículo.
Lo que a tí te cueste creer es cosa tuya. El mundo no se ha creado para convencerte a tí de tu fe ,querido
También me cuesta creer que el monasterio de Aranzazu (monjes franciscanos) estuviera lleno de tiernas novicias pero todo sea por la épica de la historia…
Chico, lo cuenta el propio Malabrocca en este libro:
«Coppi, Bartali, Carollo e Malabrocca: le avventure della maglia nera», publicado por Ediciclo Editore
Gracias por comentar
Bueno Marcos…
Según cuentas Malabrocca utilizaba la trampa y el engaño para conseguir el último puesto, no me sorprendería que haya agrandado un poco sus anécdotas.
No, no, si a lo que me refiero es que yo ni quito ni pongo coma, que me remito a lo dicho por él mismo en ese título. Por cierto, libro muy recomendable, porque es delicioso
Si, si, se que es cosa tuya. gracias por la recomendación.
Italiano relato de principio a fin. Maravillosa hilaridad, que lo más probable fue lo que más ayudó a sobrellevar la carga humana y social de los 40 y 50.
Escrito con ingenio. Mw lo he pasado bien. Gracias.