No es más que una gruta, aunque no tiene la profundidad suficiente para acomodar todo lo que la palabra sugiere. Dejémoslo en cueva. Fue en este pequeño y lóbrego espacio con vistas al Mediterráneo donde Cervantes esperó hasta ser rescatado. Cinco años preso en la Berbería habían sido más que suficientes.
No pregunten a los locales: a todos les suena el lugar, sí, pero lo más probable es que acaben llevándole a los jardines del Museo Nacional de Antigüedades, o a los de Tifariti, o vaya usted a saber a qué rincón de la capital de Argelia. Total, que uno llega allí, a la Grotte Cervantes, y comprueba que sigue tan sucia como cuando estaba habitada; que a los argelinos todo esto les importa un pito. Eso sí, la decepción inicial se esfuma cuando damos con el siguiente párrafo escrito sobre azulejos pintados:
Me dijo en lengua que en toda la Berbería y aun en Constantinopla, se habla entre cautivos y moros, que ni es morisca, ni castellana, ni de otra nación alguna, sino una mezcla de todas las lenguas, en la cual todos nos entendíamos.
Este extracto del Quijote es el relato que comparte, en una de esas posadas castellanas, un prisionero que logró huir de una prisión morisca. Ciertamente, Cervantes sabía de lo que hablaba, pero no aporta más que una simple pincelada sobre una lengua que se habló en el Mediterráneo entre los siglos XIV y XIX. Árabes, turcos, genoveses, españoles, portugueses, italianos, sardos, catalanes y hasta griegos; esclavos o sus traficantes, comerciantes o mercachifles, piratas, capitanes de fragata, todos hacían uso de él para que el Mediterráneo siguiera haciendo honor a su nombre. En Le Bourgeois gentilhomme, el propio Moliére resumía así tanto el origen de este habla como su sentido:
Se ti sabir (Si tú sabes)
ti respondir (tú respondes)
se non sabir (si tú no sabes)
tazir, tazir (cállate, cállate)
Queda ya explicado por qué a la lengua se la llamó «sabir».
Magia
El sabir no era la lengua de cuna de nadie sino una mezcla de varias, uno de esos híbridos que han engrasado la comunicación entre pueblos distintos que comparten un espacio común. Es lo que se conoce como un pidgin. Resulta imposible calcular cuántos han surgido desde que el ser humano goza de la capacidad del habla, pero se sabe que han de cumplirse tres requisitos básicos para que se produzca el milagro: un contacto continuado, una necesidad de comunicación (el comercio es la más poderosa) y que no haya ninguna otra lengua (latín, inglés, etc.) a la que se pueda recurrir. Respecto a su funcionamiento, encontramos léxico de aquí y de allá, pero volcado sobre la gramática de la lengua dominante (en el Mediterráneo era la base latina de la mayoría la que se imponía). Y que se recurra a los infinitivos simplifica mucho las cosas. La apabullante eficacia de los pronombres demuestra que la conjugación es, a menudo, un lujo innecesario (Yo sabir, ti sabir, él sabir…).
Por razones obvias, el Mediterráneo fue siempre un campo abonado para los pidgins, pero también damos con especímenes fascinantes en el Atlántico más boreal. Durante los años en los que Cervantes se las apañaba entre berberiscos y turcos, los balleneros vascos hacían lo propio con islandeses o indios algonquinos (Canadá). Comprueben cómo se cerraban tratos en los fiordos más occidentales de Europa:
Christ Maria presenta for mi balia, for mi presenta for ju bustana. («Si Cristo y María me dan una ballena, yo te daré la cola», o lo que es lo mismo: déjame pescar por aquí, que luego ya haremos cuentas. Los más observadores habrán notado la presencia del inglés, pero hay mucho más, vean: For ju mala gissuna («Eres un hombre malo») donde, por cierto, el «malo» del castellano se cuela sustituyendo al vasco gaizto. Esa ha sido siempre la magia de los pidgins, que al final todos acaban entendiéndose.
La base de datos Ethnologue da una lista de dieciocho pidgins aún vivos en el mundo, la mayoría de ellos en África o en el sudeste asiático. Probablemente serán muchos más y, como todos, también tendrán los días contados. Y es que los pidgins surgen de la nada, y allí es donde vuelven cuando ya no se los necesita, aunque hay que leer hasta el final para comprobar que esto último no es del todo cierto. El sabir es un caso único de duración en el tiempo dado que la mayoría no supera un puñado de décadas de existencia. También es verdad que el chinglish aguantó durante tres siglos (hasta que los chinos se decantaron por el inglés estándar), pero insistimos en que se trata de casos excepcionales. El ruso-manchú se evaporó cuando aquellos colonos eslavos se fueron de Manchuria, lo mismo que el chinook (francés, inglés y nootka), el franco-vietnamita, el italo-eritreo… A veces ocurre el fenómeno contrario: el pidgin se consolida y evoluciona hacia eso que llamamos «lengua criolla». Sin ir más lejos, el chabacano es un híbrido entre el español y las lenguas de filipinas que aún se habla. Existen hablantes nativos de chabacano, los cuales, por cierto, desconocen la connotación negativa de su glotónimo por nuestras latitudes.
Todo es política
Además de ser un buen ejercicio intelectual, lo de los pidgins y los criollos también ayuda reflexionar sobre cómo se forman las lenguas en general, y sobre los difusas que son las líneas entre lo que consideramos una lengua y una jerga; «jerigonza», que diría Cervantes. Al fin y al cabo, ¿qué lengua está libre de contacto con otras? ¿Acaso no son el francés, el español o el portugués los hijos bastardos del latín y las lenguas (ibero, lusitano, galo…) habladas en sus respectivas regiones geográficas? De acuerdo, es simplificar mucho las cosas, pero no olvidemos que sermo vulgaris («latín vulgar») era el término genérico empleado para definir a aquellos variantes locales vernáculas de las que nacieron las tres lenguas románicas mencionadas.
Y sigue pasando. Piensen en el spanglish, o en esa fascinante simbiosis entre el español y el guaraní que puede ser el embrión de lo que un día acabaremos llamando «paraguayo». Intenten ver Cajas sin subtítulos y sabrán de lo que hablamos. Lenguas, dialectos, jergas… Palos de ciego intentando clasificar lo inclasificable. Pensemos en el maltés, de base semita pero léxico latino e inglés al sesenta y vente por ciento respectivamente. Es como si intentáramos camuflar el árabe tunecino con vocablos extraños y envolviéndolo en el alfabeto latino. ¿Un criollo? ¿Un pogadolecto? ¿Jerigonza? Mientras nos ponemos de acuerdo, seguirá siendo una lengua oficial de la UE que se usa en el Parlamento, en los tribunales y en las escuelas.
Al final, todo es política; «Una lengua es un dialecto con un ejército y una marina», que decía Max Weinreich, lingüista de otro mulato maravilloso como el yiddish. Aún nos sorprende la facilidad con la que un sueco, un noruego y un danés pueden compartir tertulia en sus respectivos idiomas. De no tratarse de tres países con sus banderas diríamos que hablan «escandinavo», pero son entidades políticas diferenciadas. Los nórdicos lo resumen de forma lapidaria: «El noruego es danés pronunciado a lo sueco». De hecho, en lingüística se prefiere hablar de «variedades lingüísticas», no tanto por lo políticamente correcto como por lo políticamente neutral. No existen criterios científicos para determinar cuándo dos variedades deben ser consideradas como la misma lengua o dialecto, o lenguas o dialectos distintos. Y es aquí donde tropezamos con el concepto del «continuo dialectal». En el caso de la familia romance, por recurrir al ejemplo más cercano, podríamos caminar desde Galicia hasta Normandía escuchando gallego, asturleonés, castellano, aragonés, catalán y occitano en ese orden, así hasta dar con las lenguas de oil al norte de Francia. Ya que hemos llegado hasta allí, sigamos el camino a través de tierras germánicas. ¿Dónde acaba el flamenco y empieza el holandés? ¿Cuál es el puente que he de cruzar para pasar de este último al bajo alemán? ¿Qué es lengua y qué dialecto? ¿Dónde hago los cortes? Esa es la idea del continuo.
Pero volvamos al Mediterráneo. Que el sabir era un habla con todas las letras queda demostrado por el hecho de que los soldados enviados a exterminarla llevaban consigo un diccionario básico sabir-francés. Corría el siglo XIX cuando el gobernador otomano argelino se negó a tragar con las draconianas condiciones comerciales que le imponía el rey francés. Es fácil adivinar que se optó por las medidas más expeditivas, pero ni siquiera la apisonadora de más de ciento treinta años de tiranía colonial que llegaría después acabaría del todo con el sabir. Dicen que parte de él sobrevive en ese argot argelino que aún retumba en el laberinto de la casbah, el mismo en el que se rapea desde sus azoteas.
Cervantes estaría orgulloso.
Las grutas son más profundas que las cuevas. En todo caso un abrigo.
Efectivamente, un lapsus. Gracias por recordarlo.