A Gunvor Galtung Haavik, discreta empleada del Ministerio de Asuntos Exteriores noruego, le atormentaba un pensamiento en vísperas de jubilarse: ¿Cómo podía llevar casi treinta años espiando para los soviéticos sin haber sido nunca comunista? Hubo que rescatar su confesión entre un mar de lágrimas. La suya había sido una historia de manipulación de manual por parte del KGB.
Lo cierto es que Rusia, lo ruso, había ejercido una fascinación en ella hasta donde podía recordar. Cuando una nace en un fiordo noruego en 1912 es fácil acabar buscando escape y refugio en los clásicos rusos, y no solo los escritores. Un día, hasta pudo tocar a uno de ellos, o casi. Se llamaba Valery Carrick —tenía antepasados escoceses— y había huido a Noruega de su San Petesburgo natal junto con su esposa tras la Revolución de Octubre. Sus caricaturas del zar y de Tolstoi —publicadas en diarios británicos— ya lo habían arrastrado a las cárceles zaristas, pero los soviets tampoco supieron apreciar su trabajo como ilustrador. Treinta años mayor que ella, Haavik veía en Carrick un referente, un maestro; un ser maravillosamente exótico en el que buscar un padre y un amante a partes iguales.
Solo una nueva guerra mundial pudo distraerla de aquello. Con Noruega bajo la ocupación nazi, Haavik trabaja como enfermera en un hospital militar en BodØ, al norte del país. El segundo ruso de su vida y el último en robarle el corazón será un prisionero llamado Vladimir Kózlov. El tipo estaba casado y tenía familia en Moscú, pero son detalles ambos que omite mientras la relación se consolida bajo un sol hiperbóreo. Ayudarle a escapar a Suecia fue uno de los primeros actos de amor de la enfermera noruega.
La guerra acaba con Kózlov de vuelta en casa y Haavik sin salir de la suya. Pero eso está a punto de cambiar. Su dominio del ruso le abre las puertas de una vacante en Moscú como secretaria del embajador noruego. El reencuentro de la pareja se produce en el verano de 1947, y casi sin tiempo de deshacer las maletas. Pero el Gran Hermano vigilaba: una funcionaria de una delegación diplomática occidental en Moscú era una presa demasiado suculenta como para dejarla escapar. A través de intermediarios, el KGB no tarda en facilitarles un piso en el que ambos pudieran mantener sus encuentros y, de paso, obtener pruebas gráficas de los mismos. Lo siguiente es el chantaje. A los jefes de Haavik no les iba a gustar nada que su secretaria mantuviera un peligroso romance con un ruso; a este lo mandarían a Siberia incluso antes de que su mujer recibiera un sobre con las pruebas de la infidelidad de su marido. No quedaba otra: la escandinava tenía que espiar para Moscú.
Se equivocan si piensan que Noruega fue siempre un país de segunda en la gran liga de la Guerra Fría. Con doscientos kilómetros de frontera ártica común con la Unión Soviética, aquel lugar helado era el flanco septentrional de la OTAN; la «llave del Norte» para el KGB. Durante ocho años, Haavik pasó abundante material clasificado en Rusia bajo el nombre en clave de GRETA. Pero la historia de amor moscovita entre un ruso casado y una funcionaria noruega era una pieza que no encajaba en el más ortodoxo de los puzles. Y había mucho más. De Kózlov se dice que ya trabajaba para el KGB incluso antes de que Haavik viajara a Rusia. Probablemente se tratara de amor mutuo, aunque no se conocen detalles sobre la naturaleza de su contrato con la inteligencia soviética. Tampoco de las razones que llevan a Haavik a abandonar Moscú.
Se va 1956, pero sus operaciones de inteligencia continuarán desde su puesto de secretaria en el Ministerio de Relaciones Exteriores en Oslo. Para entonces dominaba sobradamente códigos y claves, escritura secreta, preparación de micropuntos, fotografía, reconocimiento de señales… Una señal de tiza en una farola podía indicar una petición de encuentro con su supervisor; una peladura de naranja bajo un banco concreto, que se le había dejado un sobre en un «buzón ciego». Esos son los puntos en los que se intercambian secretos, o los pagos por los mismos, sin que haya contacto entre ambas partes. El dinero para Noruega llegaba de uno de los fondos ficticios del KGB para estos menesteres, concretamente del Fondo Sindical Internacional de Apoyo a los Sindicatos de Trabajadores de Izquierda en el Consejo Sindical de Rumania.
El humo del lignito
El KGB utilizaba el acrónimo inglés MICE para identificar los cuatro impulsos primarios del espionaje: dinero (money), ideología (ideology), coacción (coertion) y ego (ego). Haavik no tenía gustos caros ni hijos a los que mandar a la universidad. Le gustaba lo ruso, sí, pero no era comunista, y tampoco presentaba un perfil de alguien con ambiciones en el aparato de espionaje noruego. Fue el chantaje lo que la empujó hasta la telaraña soviética. Una vez atrapada, solo podía dejarse matar o seguir respirando, pero en ningún caso escapar.
Aquella apasionada funcionaria a la que el amor acabó arrastrando a la guerra más fría acabaría en el punto de mira de Oleg Gordievski, una de las leyendas del espionaje del siglo XX. Hijo y hermano de espías del KGB, Gordievski renegó de lo que había mamado desde crío para convertirse en un «arrastraabrigos»; así se conoce en la jerga de los espías a los que buscan ser reclutados por el enemigo. Aquel era en un regalo tan inesperado como irrechazable para un servicio de inteligencia, el británico, que pasaba por sus horas más bajas tras el caso Philby. En Espía y Traidor (Crítica, 2019), Ben Macintyre detalla cómo el ruso pasó información al MI6 británico (desde 1974 hasta 1985) entre la que se encontraba la pista sobre GRETA. Gordievski trabajaba desde Dinamarca, por lo que Noruega no entraba en su jurisdicción. Pero para el KGB, todos los países escandinavos eran uno solo donde cada oficina conocía las actividades de las demás. El cable, eso sí, tardó en llegar a los noruegos. ¿Cómo utilizar información de gran relevancia sin poner en peligro a la fuente? Los servicios de Gordievski eran demasiado valiosos para sacrificarlos por un error de cálculo.
Los nórdicos tampoco eran tontos y ya habían notado cierto olor a podrido en casa. Pero más que a aquella anodina oficinista apuntaron a Arne Treholt, un carismático periodista muy significado hacia la izquierda, tanto desde sus columnas como desde su actividad en el todopoderoso Partido Laborista de su país. Su popularidad se triplicó tras su matrimonio con una estrella de la televisión noruega hasta el punto de que el New York Times lo describió como «uno de los jóvenes más prometedores de la vida pública noruega». Todo el mundo daba por hecho que acabaría convirtiéndose en primer ministro. Al final no fue para tanto, pero su carrera de fondo por la diplomacia noruega y varios ministerios fue un auténtico paseo triunfal para sus pagadores en Moscú.
Tras pasar varios años bajo vigilancia de la contrainteligencia noruega, Treholt fue arrestado en 1984 y condenado a veinte años por espionaje. Un indulto que llegó después de pasar ocho años en una prisión de máxima seguridad le permitió trasladarse a Rusia y de ahí a Chipre, desde donde sigue negando haber espiado para el KGB. El cualquier caso, los enormes archivos de la Stasi destaparon con minuciosidad germana hasta qué punto había asfixiado aquella hidra a la pequeña Noruega. Eran gente de izquierdas como Arne Treholt o prominentes miembros del Partido Popular Socialista (SF) como Knut Løfsnes o Berge Furre. Pero también estaba AsbjØrn Sunde, héroe en la guerra contra los nazis, o Sigurd Mortensen, jefe del Departamento de Estadística noruego, quien solo admitió haber sido un espía en su lecho de muerte en Groenlandia. Mortensen no fue condenado, ni tampoco Gunnar Boe, secretario de Estado. Se le investigó durante treinta años, pero las únicas pruebas incriminatorias no aparecieron hasta 2014 en unos archivos del KGB. Llevaba veinticinco años muerto para entonces.
Fue otro agente doble escandinavo, el sueco Stig Bergling, quien describió la vida de un espía como «gris, negra, blanca y apagada por la niebla y el humo del lignito». Espiaran por ego, por dinero, por ideología o por coacción, todos acababan atrapados de la misma manera: «Una vez que aceptabas el primer pago ya tenían la mitad del trabajo hecho. Eso y una firma era lo que necesitaban los rusos para considerarte un agente. Ninguno pensaba demasiado en el futuro: se trataba únicamente de concentrarse en la siguiente misión y en el siguiente sobre. Y así podían pasar años», resumía para el Dagbladet (cabecera noruega) Ørnulf Tofte, el agente de contraespionaje noruego que lideró la caza de espías rusos durante aquellos años. También la de Haavik. Tras años vigilándola, Tofte decidió cerrar el cerco sobre ella el 1 de abril de 1977, justo el día en el que esta se reunía con su oficial de enlace. «Le voy a decir una cosa: he sido un agente del KGB durante casi treinta años», le soltó Haavik a Tofte al poco de ser arrestada. El cazador admitió haber sentido compasión por su presa entonces. De Haavik se dice que mostró alivio.
Resulta fácil de creer. Documentos del MI6 desclasificados en 2014 mostraron que los rusos creían que Haavik estaba «mentalmente desequilibrada». Un psiquiatra del KGB que la examinó en 1950 dictaminó que la noruega sufría de depresión, y que mostraba «un violento rechazo» a unirse a la red de espías. «La paciente se queja de insomnio, fatiga, pérdida de memoria, irritación no provocada, nerviosismo y agotamiento», recogía el informe médico. El KGB decidió someterla a un tratamiento psicoterapéutico, y todo apunta a que tuvo el efecto deseado. En veintisiete años como agente activo, GRETA mantuvo más de doscientas setenta reuniones secretas con la KGB donde dio información clave sobre la política exterior de Noruega. Junto a Treholt, es considerada como la causante de los mayores estragos en la historia de la inteligencia noruega.
Mientras vendía todos aquellos secretos, se cree que mantuvo correspondencia con su amor ruso hasta al menos 1976. También se especuló mucho sobre su misteriosa muerte en la cárcel de Drammen, poco antes de que se iniciara el juicio. Los médicos hablaron de un infarto. El corazón fue siempre su punto más débil.
No me hubiera importado que fuera más largo. La historia me parece curiosa. Gracias
Un drama digno de un film. Gracias por la lectura.
Una historia apasionante! Y qué bien hilvanado está el artículo.