Agustín de Hipona, obispo, santo, doctor de la Iglesia y autor de la plegaria más memorable de la historia («dame Señor la castidad, pero aún no») escribió en la homilía séptima a la primera carta de San Juan a los partos:
Ama y haz lo que quieras: si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor.
Los científicos discutimos sobre lo que es el amor. No sabemos si hay amor en otras especies: esa mirada de adoración con la que me mira mi perro, ¿es amor? Y ese elefante que se queda días sin comer ni beber junto al cadáver de otro elefante asesinado por un furtivo para quitarle los colmillos, ¿le amaba? Y tampoco estamos seguros de dónde termina el amor y empieza otra cosa: ese hombre que ha matado a su pareja o a sus hijos y dice que es por amor, ¿está en lo cierto?, ¿puede haber amor en la ciénaga de la maldad?
El amor es quizá lo más importante en nuestra vida: nuestras mayores alegrías y nuestras más profundas desdichas van ligadas al amor. La gente muere y mata por amor y nos enamoramos a todas las edades, desde que tomamos conciencia de quién somos en la pubertad y nos fijamos por primera vez en ese muchacho o esa muchacha, hasta la pareja que superados los ochenta encuentra un nuevo principio y una nueva ilusión en una residencia para ancianos. No estamos seguros de si los distintos tipos de amor son similares; ¿es lo mismo el amor a tu pareja que el amor a tu madre que el amor a tu patria que el amor a tu dios? La neurociencia parece sugerir que sí hay bastantes semejanzas, se activan zonas similares en el cerebro de una persona que ve una foto de su pareja que con una foto de su hijo o su madre.
Pero basta ya de decir las cosas que no sabemos y hablemos algo de lo que sabemos. Lo primero es que el amor reside en el cerebro. Es entre divertido y patético que sigamos dibujando corazones —con una silueta que se parece a las ilustraciones medievales y no a un corazón de verdad— para expresar nuestros sentimientos amorosos. El culpable tiene nombre: Aristóteles. El sabio griego fue el primero que rompió con las teorías anteriores y dijo que la mente y nuestros sentimientos residen en el corazón. ¿Y por qué? Llegó a esa conclusión a través de la observación y la razón: el corazón tiene una posición central en nuestro cuerpo mientras que el cerebro está en un extremo. El corazón es sensible a las emociones —se acelera cuando vemos a nuestro amor— mientras que el cerebro no muestra ningún cambio. Una herida en el corazón y la persona muere; un daño en el cerebro y la persona pierde funciones mentales o se queda «vegetal», pero sigue viviendo. Además, el estagirita veía corazones en todos los animales a los que diseccionó, pero los finos ganglios o sistemas neuronales en red de los invertebrados son prácticamente invisibles a simple vista. Más aún, el corazón puede sentir dolor mientras que el cerebro no tiene receptores para el dolor, no parece sentir. También veía al corazón como un órgano caliente —símbolo de la vida— mientras que el cerebro lo sentía frío y húmedo (quizá lo estudiara en animales muertos y el cerebro se enfría con más rapidez). Dos mil quinientos años después de que Aristóteles planteara esas teorías sobre el corazón y la sangre, seguimos diciendo que algo «te lo digo con el corazón en un puño», «nos hizo hervir la sangre», «nos rompe el corazón», «fue un asesinato a sangre fría» o «fue un encuentro cordial». Todo muy aristotélico. Aristóteles tiene por tanto la culpa de las decoraciones horteras de corazoncitos del día de San Valentín, quien, por cierto, se convirtió en patrono de los enamorados por el interés de la Iglesia católica en sustituir los Lupercalia, ritos paganos de fecundidad —algo que suena estupendamente— por algo más modoso y presentable, idea que siglos después aplaudieron todos los grandes almacenes.
¿Qué más sabemos? Entendemos los circuitos cerebrales del amor. Básicamente hay tres regiones encefálicas que se activan en el cerebro enamorado: el área tegmental ventral, el núcleo caudado/accumbens y la corteza frontal. Eso nos da muchas pistas porque estas tres zonas forman parte del circuito de recompensa, el que evalúa las experiencias y las premia. Lo hace cuando tenemos sed y bebemos o cuando tenemos hambre y comemos —supervivencia del individuo—, cuando practicamos sexo —supervivencia de la especie—, pero también cuando tomamos una decisión, resolvemos un problema o ayudamos a un desconocido. El circuito de recompensa interviene en la motivación, interviene en la adicción y en las emociones intensas. Las mismas regiones cerebrales son las que son trasteadas por las drogas, la música o los éxtasis religiosos.
Sabemos también que gran parte del amor es un proceso biológico. Nuestro cerebro busca amor, compañía, sexo y orgasmos. Está codificado en nuestros genes y en nuestras neuronas. Se ha visto que una vida amorosa y sexual satisfactoria es fundamental para la salud y al contrario, la pérdida de la persona amada, aumenta significativamente el riesgo de muerte. Nuestro cerebro también interviene en cosas como nuestra preferencia sexual, la facilidad para llegar al orgasmo o el interés por las relaciones cortas y rápidas —los rollos de una noche—, todo ello modulado lógicamente por nuestra cultura, nuestra educación y nuestras experiencias previas. Luego hay algunas diferencias entre sexos: los hombres somos llamativamente visuales —lo que se supone que es una razón para nuestro interés por la pornografía— mientras que las mujeres enamoradas tienen una memoria especialmente activa. ¡Sí, se va a acordar de todo!
Conocemos también las moléculas del amor. Todos hemos vivido las fases del amor y eso se explica bastante bien conociendo un poco la química cerebral:
Fase 1. Enamoramiento. Incremento de adrenalina. Aumenta el latido cardíaco, aumenta la presión sanguínea, estamos alerta y plenos de energía. En exceso, sentimos ansiedad. El hipotálamo produce dopamina —clave en la atención, la motivación y el placer— que a su vez induce la liberación de testosterona, la hormona que lleva al deseo sexual tanto en hombres como en mujeres.
Fase 2. Locura de amor. Disminución de la serotonina. Similar a un trastorno del ánimo como la depresión. Pérdida de la sensación de control. Ansiedad, dudas, inestabilidad. ¿Me va a dejar? ¿Ya no me quiere? Sentimientos obsesivos.
Fase 3. Pérdida del juicio analítico. La corteza frontal se ralentiza. Se toman decisiones irracionales e impulsivas. Se olvidan los errores similares en el pasado. Se aceptan riesgos exagerados y se actúa de forma irreflexiva. Te casas en Las Vegas.
Fase 4. Estabilización. La liberación de las hormonas oxitocina y vasopresina se superpone sobre los efectos de la testosterona, la dopamina y la adrenalina. Se generan vínculos en la pareja que pueden durar décadas. La oxitocina se libera durante el orgasmo, por lo que una buena relación sexual refuerza el vínculo de pareja. Además, ese sentimiento de calidez, compañía y la formación de vínculos facilitan, si la relación sigue adelante, el cuidado compartido de la prole. Es fundamental en nuestra especie, con crías que nacen indefensas y que necesitan años de cuidados y atención. Aun así, el deseo del hombre disminuye cuando huele lágrimas de mujer o cuando sujeta a un bebé. La mujer obtiene la oxitocina que antes generaba durante el orgasmo a través de la lactancia. El hombre se puede subir por las paredes y sentir que su pareja no le busca como antes, que ha sido preterido por culpa de ese pequeño cabezón y sonriente.
¿Y es el amor un tipo de locura transitoria? La observación sistemática permite comprobar que la persona enamorada puede tener comportamientos erráticos, súbitos cambios de humor, falta de juicio lógico, una estimación sesgada o irracional de otras personas y una alteración profunda de sus costumbres y valores. Muchos de estos aspectos se observan también en personas aquejadas de distintos tipos de trastornos mentales y, de hecho, un estudio realizado en Italia —país pasional según dicen— indicaba que personas con enamoramientos recientes tenían síntomas y signos parecidos a los de problemas mentales como el trastorno obsesivo compulsivo.
¿Es el amor una adicción? Puede parecer una exageración, pero no lo es: en la formación del vínculo entre la madre y la cría o en la pareja se genera una potente activación del sistema de recompensa dopaminérgico del cerebro, el mismo circuito sobre el que actúan algunas de nuestras drogas ilegales, como la cocaína y la heroína. Los circuitos pueden mostrar también tolerancia, requiriendo más neurohormona para sentir los mismos efectos; y dependencia, si ese chute hormonal disminuye. Como canta Sabina «lo malo de los besos es que crean adicción» y se genera por tanto un vínculo entre placer y esa persona concreta, así como un sentimiento de carencia cuando no está, cuando el amor es despechado o ha habido una ruptura sentimental.
¿Y si somos rechazados? La respuesta más común es amar aún más intensamente, la razón parece ser que en ese trágico momento del rechazo, los circuitos cerebrales asociados a ese sentimiento pasional incrementan su actividad neuronal y no hay el refuerzo positivo y adormecedor que se produce durante el orgasmo. Las neuronas están hablando amor pero no reciben el premio del sexo. En cierta manera, se generaría algo parecido a un síndrome de abstinencia, falta el refuerzo que genera el sujeto de la pasión. A continuación, en una segunda fase, la reacción puede ser de protesta y de esfuerzos más o menos sutiles, más o menos dramáticos, para conquistar de vuelta a la persona amada. Es común también una sensación de pánico, algo que se compara al llamado trastorno de ansiedad por separación, que es lo que experimentan las crías de muchas especies de mamíferos cuando de repente su madre deja de estar visible. Muchos de los cuentos infantiles transmiten ese pánico a quedarnos solos, perdidos en el bosque, donde podremos ser presa de lobos o brujas. Quizá lo contrario del amor no es el odio sino la soledad y el abandono.
La siguiente etapa neurobiológica en esto del amor no correspondido suele ser la de la rabia, el desprecio y el rencor, puesto que curiosamente las regiones cerebrales de los circuitos de recompensa tienen un solapamiento con las que se encargan de la ira y el enfado. Eso que decimos de que del amor al odio solo hay un paso, en el cerebro parece que tiene cierta razón de ser. Finalmente, cuando el amante despechado se resigna a su destino —como dice Sabina «Mi primera venganza se llamaba “perdón”»— se puede entrar en un periodo de depresión y desesperación. De estas emociones negativas puede surgir casi cualquier cosa, desde esos acosos obsesivos hasta el asesinato pasando por filtrar datos sobre cuentas en Andorra.
¿Y cómo sugiere la ciencia afrontar un amor no correspondido? Pues hay varios caminos: el más evidente si las cosas se van de madre son los fármacos. Habrá personas a las que no les parezca bien que se usen medicamentos para una ruptura amorosa por esta forma de actuar en la que queremos siempre respuestas fáciles y rápidas. Es más fácil tomar una píldora que sufrir, recapacitar y aprender de la experiencia. Por otro lado, parece lógico que si tenemos un arma química contra los pensamientos suicidas que a veces acompañan a un amor no correspondido nos planteemos su uso. Se ha visto que tanto las personas en las primeras fases del amor como aquellos con un trastorno obsesivo compulsivo tienen niveles bajos de transportadores de serotonina. Esa similitud puede explicar esos comportamientos obsesivos de algunos enamorados, como escribir una y otra vez el nombre de la persona amada o eso tan compartido de «no me la puedo quitar de la cabeza». Los antidepresivos permiten recuperar los niveles normales de serotonina aunque también se sabe que moderan las emociones extremas y hacen más difícil formar un vínculo amoroso. Al final son estabilizadores del ánimo, un ánimo que suele estar gravemente alterado durante el enamoramiento, pasando, según los momentos, de la euforia a la depresión. Por otro lado, pueden ayudar a una persona que quiera olvidarse de alguien a soltar esa amarra. Y eso sin recurrir al alcohol, diga Sabina lo que diga.
También es posible actuar químicamente sobre los vínculos. Los perritos de la pradera, que son llamativamente monógamos, se convierten en polígamos si se bloquea la dopamina o la oxitocina, abriendo también una perspectiva farmacológica para cortar una fijación con un amor no correspondido. ¿Y el dolor ante la pérdida? Bloqueando el factor liberador de corticotropina, una hormona responsable del estrés, se detiene el comportamiento depresivo que los perritos de las praderas experimentan cuando su pareja muere. No es que tengamos moléculas para todo, es que por primera vez en la historia entendemos la química del cerebro y tenemos fármacos con cierta eficacia para distintos problemas de la mente.
Si no queremos tomar un fármaco hay otra manera para subir los niveles de dopamina o de oxitocina: hacer deporte. El ejercicio incrementa los niveles de dopamina mientras que el contacto físico y la interacción social pueden elevar los de oxitocina. Y encima mejorará tu silueta.
Finalmente, como todos sabemos, el tiempo calma los desengaños, algo que también sucede con los causados por los amores desgraciados. Las personas que tienen un desengaño amoroso tienen mayor actividad en el pálido ventral —una región encefálica que interviene en el apego— que las personas que se encuentran viviendo felizmente juntos. Con el tiempo se ha visto que esa actividad en exceso va disminuyendo paulatinamente hasta alcanzar niveles normales, lo que encaja con el comportamiento de las personas afectadas del mal de amores. Y es que, como por último nos cuenta el maestro Joaquín: «Lo bueno de los años es que curan heridas».