El 5 de septiembre de 1968 la Gran Vía de Madrid vivió una estampa venida del futuro. De un minuto para el otro, se atascó de coches. Como en una película de Hollywood, los conductores se bajaban de sus vehículos para mirar hacia el cielo, con el tono incendiado de los atardeceres de verano. Pero la atención no se fijaba en la bóveda anaranjada, sino en el objeto que se suspendía sobre sus cabezas. Un «tetraedro piramidal» o «campaniforme», según versiones de la prensa, con tres bolas de luz que lanzaban destellos plateados, según testigos, gravitó sobre el centro de la ciudad durante casi dos horas, y luego se perdió de repente por encima de la Casa de Campo. Documentos desclasificados por el Ejército del Aire en 1993 detallaron que efectivamente ese día, hacia las 21 horas, varios aviones, militares y comerciales, avistaron un objeto volador no identificado, pero despacharon el asunto de manera rimbombante: «Aunque se carece de datos fidedignos, parece ser que podría tratarse de una sonda meteorológica para el estudio de la baja mesosfera, zona de gran interés para futuros vuelos supersónicos». Mucha palabra y muy tarde para apagar las emociones de la población. «Todo Madrid pendiente de un ovni», tituló la prensa al día siguiente, sobre una gran foto de unos hombres mirando al cielo.
Siete días después, el 12 de septiembre de 1968 el literato Carlos Murciano escribió un artículo en ABC que empezaba así: «Algo flota sobre el mundo, sobre este viejo mundo nuestro harto ya de rodar por los espacios infinitos». Era un inicio poético y no por casualidad. Murciano era, es, poeta mayor, y a plana entera dibujaba sus impresiones sobre la posibilidad de que algo —«¿qué?, ¿alguien?, ¿de dónde?»— vigilase a los habitantes de la Tierra, que en aquellos tiempos, en los que aún no se había pisado la Luna, veían —o creían ver— signos paranormales a diario. Torcuato Luca de Tena, director del diario, citó a Murciano en su despacho. «Me dijo: estas cosas que usted cuenta tan interesantes, ¿por qué no va y las investiga?», cuenta hoy Murciano, reproduciendo el diálogo. Le contestó con una respuesta aparentemente convincente que iba perdiendo fuerza con cada frase.
«—Tengo dos razones importantes: tengo una familia numerosa, seis hijos, y luego también soy gerente administrativo de una empresa multinacional, y yo no puedo disponer de mi tiempo y coger de pronto e irme.
—Usted piénselo.
Lo hablé con mujer, empresa e hijos y me decidí:
—De acuerdo».
Así, de un artículo de prensa, hoy convertido en clásico de la ufología española, salió un encargo atípico, un empleo de tiempo finito —seis meses— y espacio infinito. Acababa de nacer la figura del corresponsal en el mundo de los ovnis.
De Carlos Murciano se ha dicho que es «el más grande sonetista español vivo». Ciento catorce libros ha publicado, más de ochenta de ellos de poesía. Ha ganado decenas de premios, entre ellos el Premio Nacional de Literatura, el Premio Nacional de Poesía, el Premio Nacional de Literatura Infantil y varias decenas más de lírica, narrativa y ensayo. También es crítico, historiador, musicólogo y, efectivamente, trabajó durante décadas en una multinacional estadounidense, la discográfica RCA. Allí ejercía de economista, su profesión por formación, pero terminó escribiendo las letras en español de todos los grandes éxitos de la música ligera italiana de los sesenta —Domenico Modugno, Lucio Battisti, Claudio Baglioni, Lucio Dalla—, a quienes también acompañaba en las grabaciones. Visto el hallazgo, sus jefes se apresuraron a encargarle otros grandes éxitos de la casa. Y así fue como Murciano se convirtió en el inesperado autor de las letras de las canciones de Heidi: «Se me ocurrió “Abuelito, dime tú”, pero con esa métrica podía haber escrito “Por qué el cielo es tan azul”, por ejemplo, lo que son las cosas», comenta. Hoy recita sus propios poemas de hace seis décadas como si los hubiera escrito ayer. ¿Escribe a mano o a máquina? «Yo compongo en la cabeza», dice señalándose la sien con el índice. «En España hay mejores poetas que yo, pero no con mi oficio. Usted me dice que es el cumpleaños de su madre mañana y yo le hago un poema en el acto. Es todo oficio».
Recibe con ese bagaje y sus ágiles ochenta y siete años en su casa del barrio de la Concepción de Madrid, con la mirada que parece perdida, pero está más bien nublada. «Me dejé los ojos en los papeles», dice al presentarse. Tras atravesar un salón y un pasillo recargados de cuadros —también, obvio, pinta— y pilas de libros (más de veinte mil en toda la casa, estima), pasa la visita al despacho. Su guarida, entre solemne e infantil, acoge al instante. Murciano —cejas pobladas, gafas de pasta antiguas, peinado con raya al lado— muestra un pequeño duende de plástico que «llegó no se sabe cómo» y del que dice que esconde todo lo que se pone en su radar. Hoy el trasgo de juguete comparte espacio con otros muchos muñecos, repartidos por entre los libros, bajo pinturas con motivos recurrentes: el bigote y la perilla de Velázquez, la barba alargada de Juan Ramón Jiménez y el propio rostro retratado de Murciano. También reserva una pared para fotos junto a otros autores, como Jorge Luis Borges, Gerardo Diego o Álvaro Cunqueiro. Aquí lleva viviendo desde hace casi sesenta años y aquí pasó a papel la mayoría de la obra que pergeñaba en su cabeza.
Herrumbrosa y arrumbada en un sillón, con un gran gorila de peluche sentado encima del carro, reposa en una esquina del despacho la máquina de escribir Facit que le regalaron a Murciano justo antes de su singular corresponsalía, y que le acompañó durante décadas. «Hasta que dejaron de fabricar la cinta tintada», refunfuña con nostalgia. Testigo de la conversación, la máquina parece advertir que ella, con la que se escribía sobre el futuro, apenas llegó al presente. Pero aquellos trabajos quedaron debidamente publicados en un libro, hoy joya inencontrable. Titulado Algo flota sobre el mundo, igual que el artículo original del avistamiento en Madrid, compendia los meses que Murciano dedicó a ir tras las huellas de los platillos volantes, o sea, a vivir en el mundo de los ovnis o, como reza el pase de prensa que le extendieron en ABC, en calidad de «cronista de los fenómenos espaciales». El libro se pensó, una vez terminó el periplo global del autor, «con el mismo temblor de actualidad que saliera de nuestras manos: salvado de la prisa diaria del periódico, aunque surgido de su urgido latir», como explica en la justificación inicial del texto. Treinta y ocho reportajes, más intro y apéndices, que se escribieron en el culmen de la era ovni: entre 1968 y 1969, cuando la fiebre por los platillos volantes recorría el planeta.
Lo primero que hizo fue acudir a los expertos españoles, de los que destaca a tres: Antonio Ribera, el gran especialista español en ovnis, con el que entabla un diálogo de greguería al evocar a Gómez de la Serna cuando se pregunta «si las hormigas serán los marcianos que conviven ya con nosotros»; Manuel Osuna, que da por descontado que hay extraterrestres superiores técnicamente a los humanos, una probable naturaleza de robots «mecánicos o biológicos»; e Ignacio Darnaude, que vincula los terremotos a los ovnis. Habla de la Luna, de Kenneth Arnold —el hombre del primer avistamiento ovni, en 1947—, de los Men in Black originarios de Albert K. Bender, y de teorías de todo pelaje. De la tríada española salieron otros expertos en el extranjero, adonde se encaminó Murciano con su Facit y un sentido innato de aprendizaje: «Ellos tres me ayudaron mucho para mis viajes. Ya en el terreno me ayudaban los corresponsales del periódico. No era políglota, pero me defendía en italiano, inglés y francés, no solo para las entrevistas, sino para la información que iba recabando. No hace falta decir que no había internet». Así viajó por toda Sudamérica, Norteamérica y Europa para recorrer países, casas y mentes de ufólogos variopintos: el chileno Hugo Correa habla de los ovnis como organismos autónomos, con inteligencia desarrollada. El argentino Óscar Pérez Alemán dice que tienen un código cromático. Según el color, la nave proviene de un planeta u otro. Pablo Ponzano asegura que el terrícola puede haber venido del espacio, por eso no se adapta a otros climas en la propia Tierra. Eduardo Tucci apunta que los visitantes son seres programados, porque nunca hay desertores en sus filas.
El trabajo de Murciano combinaba las formas de la época con las particularidades de su carácter multidisciplinar: «Mi primer vuelo a Chile, por ejemplo, duró dieciocho horas. En los aviones tomaba notas, estudiaba, investigaba, igual que por las noches en los hoteles. Estaba quince días fuera y cuando llegaba a RCA me encontraba la mesa llena de papeles. Entonces me llevaba el trabajo del periódico a casa. Mis hijos siempre decían que se dormían escuchando la máquina», cuenta. Pero escribir no se reducía a sentarse y darle a la tecla. Antes había un proceso de selección delicadísimo.
«Lo más importante era separar el grano de la paja». Esto es, saber cuándo una persona estaba hablando de verdad o estaba contando un cuento. O, hilando fino, qué hipótesis eran plausibles y cuáles menos. En el libro abundan, por ejemplo, las teorías de fondo religioso. Desde el francés Paul Misraki, que habla del segundo mensaje de Fátima como un cifrado sobre las venidas de otros mundos, hasta Pérez Alemán, que le asegura al autor que los platillos volantes «son la avanzada de Cristo en la Tierra». Entonces y ahora, Murciano entiende que «si eres creyente no puedes limitar a Dios. Si Él creó al hombre en la Tierra, por qué no puede crear a otro en Alfa 21, pongamos por caso. Estarías limitando la posibilidad de un Dios todopoderoso». Otro denominador común en los años de eclosión ufológica era «el desdén» de la ciencia, en palabras del poeta. «A mí los viajes y el libro me sirvieron para investigar el tema a fondo y saber que no podía sacar una conclusión definitiva, algo que muchos científicos no hacían, porque lo negaban todo. Simplemente se reían de nosotros».
Tras el viaje y la publicación de los reportajes, Luca de Tena le dice que no basta con entrevistar a ufólogos, sino que ahora debe recorrer España y hablar con «los que han visto cosas». Y así se va a La Mancha, Granada o Sanlúcar de Barrameda a hablar con niños campesinos que vieron un aparato sobre el patio de su casa, camareros que relatan apariciones y hasta pilotos de avión, como el comandante Ordovás. «No quería volcar nada de lo que no estuviera seguro, pero cuando él me dijo que había traído un objeto junto a su avión y luego desapareció, lo incluí. No me hablaba de un señor verde volando a su lado». En todo su trabajo llama la atención que las autoridades franquistas no se metieran en nada. Pero puntualiza: «Ordovás dijo haber tenido problemas, pero a mí nunca me dijeron nada. A nivel oficial guardaron siempre silencio en todo sentido. No censuraban, tampoco facilitaban nada», reconoce.
Con el paso del tiempo, Murciano cobra notoriedad más allá de su trabajo literario, imparte conferencias, acude asiduamente a la televisión con José María Íñigo, y no le hace falta ni salir a buscar protagonistas que le hablen de ovnis: directamente van al sofá de su casa. «En este mismo lugar recibí a un señor que me dijo que se había entrevistado en el Retiro con unos extraterrestres que le habían entregado un mensaje para la humanidad», recuerda hoy. Imaginándolo con la misma americana marrón, la misma corbata estampada, el mismo gesto serio, uno puede transportarse sin esfuerzo a aquel momento. «Entonces yo le propuse: “Dígame cómo eran los extraterrestres”. “Eran exactamente igual a Federico García Lorca”, me contestó». Otro le asaltó una vez cuando salía de casa para otro viaje a Nueva York. Con las maletas preparadas en el descansillo del ascensor, tuvo que escucharlo. «Aseguraba que llevaba un extraterrestre en el hombro. “Voy por Gran Vía y va hablando conmigo”, decía».
Era un momento de efervescencia, en que en la ufología española no paraba de hablarse de Ummo, un supuesto planeta que arrastró a investigadores, ufólogos y curiosos hacia una teoría según la cual extraterrestres de aspecto nórdico campaban entre los españoles de la época. Hubo congresos, publicaciones y expertos sobre el tema. En la década de 1990, sin embargo, su impulsor, Jordán Peña, confesó que todo era un invento. Murciano lo cita habitualmente en el libro, pero con precaución: «No me quedaron remordimientos al saber que era falso. Yo escuchaba de todo y lo exponía, pero no me la jugaba opinando».
Murciano habló de ovnis y no perdió la vida en el aire de milagro. El toque del destino: en 1983 el vuelo de Avianca entre París y Bogotá, con escala en Madrid, se estrelló en Mejorada del Campo en el descenso a Barajas, donde Murciano esperaba para subir al avión. Ahora entreabre la cortina de su ventana y mira hacia fuera quién sabe buscando qué, esas incógnitas que marcaron su relación con los ovnis y que deja patente en Algo flota sobre el mundo. El libro se cierra con dos conclusiones, «porque así lo exigió el director», que hoy recita de memoria. La primera, la existencia del ovni. La segunda, la habitabilidad de otros mundos. «Pero no de un señor con una corbata tomando un whisky. A lo mejor hay un bicharraco que se arrastra, como los monstruos de Dámaso Alonso en sus poemas. O unos gusanos. O unos enanitos que son más listos que nosotros. Me refiero a que hay vida en otros mundos. Estoy absolutamente seguro. Ahora bien, si me piden que lo confirme, diré: no puedo».
Hoy, justo cuando todo el mundo tiene la tecnología al alcance para fotografiar y grabar vídeo con un teléfono, ya no hay fiebre por los ovnis. O quizás por eso mismo. Y la anticipación importa menos. «¿Sigue habiendo cosas inexplicables? Sin duda. Pero hay más escepticismo, o menos interés en la gente en meterse en este asunto. El joven está mucho más informado, el contacto con la tecnología es mucho mayor. Y además hay un cansancio en el tema, los que han escrito no han llegado a ninguna conclusión. Y cuando algún país ha desclasificado alguna información secreta tampoco ha pasado nada», reflexiona Murciano. También él terminó desencantado. Igual que alumbró una etapa con un artículo en 1968, también la cerró con otro, en 2001. «De un tiempo de ovnis», lo tituló, y en él volcó los sinsabores de quien era, dice, vilipendiado. «Fue una hermosa experiencia, pero los genialoides de la estadística y el ordenador desencadenaron su campaña contra el intruso que era yo para ellos. Así que les dije: ahí tenéis los ovnis, repartíoslos. Y bien que los repartieron: los hicieron pedazos». Hoy en su casa no hay más rastro de aquellos años que los collages con motivos extraterrestres que todavía intenta elaborar pese a su mala vista. En el último año ha perdido a su esposa y ya no puede leer. Más que otros planetas, ahora le desvela el propio: «Lo que más me preocupa es que la naturaleza está respondiendo a las acciones del hombre con tsunamis o terremotos. Las naciones se reúnen pero no toman decisiones, y siguen en las mismas». Al final de todo, el futuro quizás estaba aquí.
Qué buen artículo! De esos que te crean dudas y sugestiones, iguales a cualquier otro, como la política, la economía, la ecología pero en este caso totalmente ajeno al planeta. De pibe creía en los marcianos a pie juntillas, luego los rechacé rebosante de ciencia incontrastable pero ahora los espero que vengan a darnos una mano para salvar lo que se pueda. Y vendrán, no lo dudo. Cómo, no lo sé. Gracias por la divertida lectura.
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