Navegaron derechos hacia la costa y echaron anclas; entonces arriaron un bote y desembarcaron. No había pasto a la vista, el interior estaba cubierto de grandes glaciares, y entre los glaciares y la costa la tierra semejaba una inmensa laja. El país les pareció estéril y sin valor alguno. Entonces dijo Leif «(…) Le daremos nombre y lo llamaremos Helluland (Tierra de Piedras Llanas)».
El islandés anónimo que escribió en el siglo XIII la Saga de los groenlandeses no podía imaginar que su texto sería uno de los principales argumentos esgrimidos por quienes afirman que los vikingos pisaron tierras americanas allá por el año 1000. Según el texto medieval, Helluland fue el primero de los tres enclaves descubiertos por Leif Erikson, hijo de Erik el Rojo. Hoy, y gracias a los restos hallados por la arqueóloga Patricia Sutherland en la costa este de Canadá, la mayoría de los investigadores coinciden en que se trata de la actual isla de Baffin, en el territorio canadiense de Nunavut. Basta consultar un mapa para darse cuenta de que no es imposible que los vikingos saltaran desde Islandia hasta Groenlandia y de allí a Canadá. Lo verdaderamente asombroso es comprobar cuán inmenso es el territorio que queda hacia el norte de esas tierras que Erikson consideró estériles y sin valor alguno. Cerca de dos mil kilómetros de tundra hasta llegar al cabo Columbia, el punto más septentrional de Nunavut, de donde partió Robert Peary en su última expedición al Polo Norte.
Canadá está organizada en diez provincias y tres territorios. La principal diferencia entre unos y otras es que las provincias tienen más competencias y derechos. De todos ellos, el territorio de Nunavut es el mayor, con un tamaño similar al de cuatro veces España y tan solo treinta y siete mil habitantes. Esa baja densidad de población —la más baja de todo el país, de hecho— se debe, por supuesto, a la climatología: la temperatura media es de diez grados en verano y de menos treinta en invierno, con una sensación térmica que puede llegar a los sesenta grados bajo cero. En estas condiciones es prácticamente imposible cultivar frutas y verduras, con lo que un kilo de pimientos puede costar fácilmente cincuenta dólares. De ahí que los inuit (aproximadamente el 86 % de la población actual de Nunavut) hayan sobrevivido históricamente gracias a la caza y a la pesca.
Precisamente ese modo de vida fue el origen de la palabra con la que son conocidos los inuit en la mayor parte del planeta: eskimo (en español, ‘esquimal’) significaría, según algunas teorías, «aquel que come carne cruda». Sea cual sea la etimología real, se trata de un vocablo que procede de otro idioma y los inuit prefieren utilizar el suyo para hablar de sí mismos. Inuit vendría a significar algo así como «la gente», y su forma singular es inuk. Eskimo, sin embargo, sigue utilizándose de forma colectiva en Alaska y Siberia para englobar a otras culturas aborígenes diferentes a la inuit.
Aproximadamente una cuarta parte de Nunavut la ocupa Baffin, la isla más grande del país y quinta del mundo en extensión tras Groenlandia, Nueva Guinea, Borneo y Madagascar. Al sudeste de la isla de Baffin se encuentra Iqaluit, capital de Nunavut, de donde tendrá que partir el viajero que se atreva a explorar el camino al Ártico. A pesar de ser la ciudad más habitada, cerca de siete mil habitantes, solo dos ciudades principales de Canadá están conectadas por vuelo directo con Iqaluit: Montreal y Ottawa. Pero incluso con esta nueva muestra del aislamiento histórico de Nunavut el turismo en la zona está creciendo en los últimos años, sobre todo entre canadienses que quieren explorar territorios desconocidos de su país. Las actividades acuáticas como el kayak, el rafting y el esquí acuático están a la orden del día, pero quienes quieran añadir exotismo a su viaje pueden pescar en el hielo, construir un iglú o, por qué no, montar en un trineo de perros, bien para hacer una excursión por la zona o bien para participar en una carrera. Aun así, es posible que la mayor atracción de Iqaluit para quien quiera emociones fuertes llegue al ponerse el sol, ya que las auroras boreales son relativamente frecuentes, sobre todo durante las estaciones de otoño e invierno. De hecho, Iqaluit es el punto más septentrional de la zona de auroras, con lo que cuanto más al norte nos desplacemos menos posibilidades tendremos de disfrutar de este fenómeno.
Claro que si el objetivo es seguir los pasos de Erikson y Peary es conveniente abandonar cuanto antes la supuesta comodidad del sur para dirigirse hacia el Ártico. Un buen modo de adaptarse poco a poco a las inclemencias de ese destino es volar hasta Qikiqtarjuaq. A pesar de estar a tan solo quinientos kilómetros al norte de Iqaluit, los vuelos suelen cancelarse con cierta frecuencia a causa de tormentas de nieve, con lo que hay que tener paciencia. También un poco de tiempo y presupuesto extra, porque nadie dijo que este iba a ser un viaje corto ni barato. Situada en una pequeña isla a tres kilómetros de Baffin, Qikiqtarjuaq es desde donde zarpan los barcos turísticos para disfrutar de una verdadera experiencia ártica: focas, morsas y orcas nadando entre icebergs a escasos cientos de kilómetros de las costas de Groenlandia. Si aun así hay a quien esto le sepa a poco, es posible que quiera probar a bucear bajo el hielo.
Pero no hay que conformarse con esto: a pesar de que Qikiqtarjuaq es un paraíso helado en la Tierra, se trata tan solo de la puerta de entrada al parque nacional de Auyuittuq, el plato gordo del norte de la isla de Baffin. Aun siendo uno de los parques más accesibles dentro de los estándares de Nunavut, es obligatorio tanto hacer un curso sobre riesgos específicos de la visita como avisar una vez se haya terminado la misma para que no se active el protocolo de emergencia de los servicios forestales. A cambio, este entorno formado en un ochenta y cinco por ciento por roca y hielo ofrece la posibilidad de avistar lemmings, armiños, liebres árticas, zorros árticos, lobos árticos e incluso osos polares, que campan a sus anchas por todo el parque.
La obligatoriedad del curso no solo se debe al peligro que pueden entrañar algunos de esos animales, sino también al riesgo de hipotermia y otros síntomas relacionados con el frío, sobre todo para los senderistas y escaladores que visitan el parque. Los primeros pueden gozar de los cien kilómetros del Akshayuk, un paso entre glaciares, barrancos y cataratas tradicionalmente usado desde hace siglos por los inuit en sus migraciones nómadas. Los amantes de la escalada, por su parte, pueden elegir entre tres cumbres con nombres tomados de la mitología vikinga: se trata de los montes Thor, Odin y Asgard. Como la broma con las películas de Marvel es bastante obvia la dejaremos a un lado para mencionar a cambio otro dato friki: fue en el monte Asgard donde se rodó la célebre secuencia de apertura de La espía que me amó, en la que James Bond salta esquiando desde la cima y se salva de la caída gracias a su paracaídas con la bandera británica.
Por último, el parque de Auyuittuq también ofrece posibilidades para quien prefiera emociones menos intensas, pero no por ello menos bellas. ¿Se han planteado, por ejemplo, cómo sobreviven las plantas en un clima tan árido? Algunos ejemplos de flora de la zona son la amapola ártica (Papaver radicatum), el algodón ártico (Eriophorum callitrix, una especie de diente de león con mucha más melena) o el brezo ártico blanco (Cassiope tetragona). Si les llama la atención que todas compartan el mismo sobrenombre, tengan en cuenta que el Círculo Polar Ártico pasa por Auyuittuq. De hecho, uno de los puntos emblemáticos del parque es el monumento que lo indica. Se trata de un inuksuk, esos gigantes antropomórficos de piedra característicos de la cultura inuit que aparecen en la bandera de Nunavut.
Pero el concepto cultura, tal como la comprendemos nosotros, les es ajeno a los inuit. En el idioma inuktitut lo más parecido es illiqusiq, que vendría a significar «la forma de hacer las cosas». Lo que no implica en absoluto que no exista un arte inuit que merezca ser conocido. Especialmente su tradición de talla, que ya llamó la atención de los exploradores europeos en el siglo XVI. Aparte de rocas, los materiales más frecuentes son colmillos de morsa, huesos de ballena y cornamentas de cérvidos como el caribú o el reno. Los temas tratados suelen ser animales, escenas de la vida cotidiana y seres mitológicos como Sedna, la diosa del mar. Aunque tradicionalmente la talla y la escultura se habían abordado desde un tono realista, la apertura a mitad del siglo XX de las primeras galerías donde vender sus obras dio lugar a nuevos planteamientos estéticos entre los inuit. Es el caso del artista abstracto Manasie Akpaliapik, cuya obra intenta reflejar la vulnerabilidad de la comunidad inuit en un mundo que ha de buscar el equilibrio con la naturaleza.
Que los ya mencionados inuksuk se estén convirtiendo poco a poco en un nuevo símbolo de Canadá dice mucho de cómo está cambiando la relación entre el país y sus comunidades aborígenes. En 2008 el Gobierno canadiense estableció la Comisión para la Reconciliación y la Verdad sobre las escuelas residenciales indígenas. Creadas en 1876, estas escuelas religiosas fueron el destino de decenas de miles de aborígenes en todo el país, que fueron separados forzosamente de sus padres con el fin de integrarlos en la sociedad canadiense y olvidar su identidad cultural, sufriendo en muchos casos abusos físicos y sexuales. Tras siete años de investigar en archivos y entrevistar a los supervivientes, la Comisión emitió un informe de cuatro mil páginas en el que concluía que el Gobierno canadiense había llevado a cabo un genocidio cultural con las tres comunidades aborígenes del país: los inuit, las naciones originarias (lo que vendrían a ser los indios de las películas de vaqueros, aunque el término indian también se considera peyorativo en Canadá para referirse a ellos) y los métis (mestizos, principalmente descendientes de naciones originarias y colonizadores europeos). La polémica estaba servida, entre otras razones por la ambigüedad del concepto genocidio cultural, pero también por la imposibilidad de encontrar cifras exactas debido a la falta de registros en la mayoría de esas escuelas. Aun así, la comisión estima que, durante los cerca de cien años en que las escuelas residenciales estuvieron funcionando, cerca de ciento cincuenta mil niños fueron alejados de sus familias, llegando a morir seis mil de ellos. En la mayoría de los casos, además, los cadáveres eran enterrados sin señal alguna y no se informaba a los padres del fallecimiento. El mismo año en que se formó la comisión, el primer ministro canadiense, Stephen Harper, se disculpó públicamente en el Parlamento en nombre de Canadá y unos meses después Benedicto XVI recibió a una delegación de la Asamblea de la Naciones Originarias canadienses. Tras la audiencia, el Vaticano emitió un comunicado según el cual el papa expresaba su horror ante los actos cometidos, así como su repulsa más absoluta. A pesar de no ser una disculpa explícita, Phil Fontaine, jefe de la comunidad sagkeeng de las naciones originarias, expresó su deseo de que aquello ayudara a pasar página.
Desde entonces se han dado grandes pasos para la llamada reconciliación nacional. En el territorio de Nunavut, uno de los más afectados por las escuelas residenciales, se ha creado una asignatura obligatoria en los institutos de enseñanza secundaria sobre dicho sistema escolar. El objetivo es que todos los alumnos, aborígenes o no, conozcan el pasado no tan lejano que sufrieron las generaciones anteriores. Del mismo modo, el Gobierno de Nunavut ha creado cursos sobre el tema para funcionarios territoriales y federales. Siguiendo las recomendaciones de la comisión, los facilitadores de dichos cursos son en muchos casos supervivientes de las escuelas residenciales. De algún modo esta llamada a la memoria histórica tiene algo de espiritual, ya que la religión animista de los inuit concibe que, según sus creencias, tanto los seres vivos como los objetos poseen un espíritu. El respeto al dolor ajeno es, por tanto, un modo de mantener un equilibrio pacífico con su entorno. De ahí que sea muy posible que los habitantes de las comunidades de Nunavut agradezcan que el viajero que quiera conocer más a fondo estos hechos escuche sus historias si surge la ocasión.
Pero llega ahora el momento de abandonar la civilización para continuar nuestro particular viaje hacia el final del mundo habitado. Más concretamente al parque nacional de Quttinirpaaq, a unos mil seiscientos kilómetros al norte del Círculo Polar Ártico. Para llegar a este punto situado en la isla de Ellesmere, la segunda mayor del país, hay que viajar hasta Resolute Bay, y una vez allí contratar un vuelo privado de cuatro horas. Dado el tamaño del aeropuerto de Quttinirpaaq, el viaje se realiza en una avioneta pequeña, por lo general con una capacidad para unas diez personas. Un viaje agotador con una recompensa difícil de imaginar para quienes no la hayan presenciado: una extensión de tundra mayor que toda Bélgica con glaciares hasta donde alcanza la vista. La presencia humana es tan escasa que los animales no reaccionan con miedo. Es el caso de los ya mencionados lobos y zorros árticos, pero también de los bueyes almizcleros y caribús autóctonos de esta zona tan septentrional. Los más temerarios, además, pueden hacer kayak entre cuevas
Una buena idea cuando el frío polar sea insoportable es acercarse al lago termal Hazen: gracias a los casi cinco meses continuados de día sin noche, la luz del sol reflejada en el lago y los fiordos cercanos crean un oasis termal que en verano puede llegar a los veinte grados. Así, una vez recobrado el aliento, nada como volver a perderlo bajo las bóvedas de hielo haciendo kayak entre las cuevas de icebergs o acercarnos a la costa norte para ver nadar en libertad a las belugas, los narvales y las ballenas polares.
Una vez allí, dos mil kilómetros más arriba de donde ni siquiera los vikingos se atrevieron a explorar, en el punto más idóneo del planeta para saltar al Polo Norte, con los silbidos del viento y el crujir de los icebergs como único sonido alrededor, quizás el viajero asuma que el final, como tal, es un concepto relativo. Hace falta un viaje al fin del mundo habitado para comprender que ese fin no existe, ya que siempre hay algo más allá. La Tierra no termina en ningún sitio pues según vamos avanzando cada paisaje termina transformándose en otro distinto. Del mismo modo, nuestra vida es un cambio continuo. Y allí, ante la nada más bella que podamos imaginar, por fin el viajero podrá entender que el objetivo no es llegar al final, sino llegar a ser parte del todo, del infinito.
Bravo. Precioso artículo.
Emocionante lectura. Gracias
Buen artículo! Lo curioso de la llegada de los vikingos a tierras americanas es que no se acabaran estableciendo en esa prometedora tierra.
Solo poesia en tus palabras. Un sueño poder vivirlo. Gracias !