La lectura no es más que el uso habitual de los libros, pero no el único. Suelen ser los lectores más ávidos los primeros en olvidar su función puramente estética, su simbolismo como elementos de continuidad, la posibilidad de rellenar con pensamientos propios tanto blanco como abunda en sus páginas y hasta su impagable silencio. En su interior encontramos sabiduría, pero también fuera de ellos, especialmente observando a quienes no leen por decisión propia o por simple incapacidad pero se aferran a su presencia como parte fundamental de la vida misma. Las virtudes y defectos de los libros se encuentran, a menudo, en las manos de sus custodios y eso es lo que trataré de mostrar en este pequeño paseo.
Estudiaba tercero de EGB cuando escuché, por primera vez, aquella afirmación que me costó tantos años expulsar de mi cabeza: los libros no son para leer. Lo recuerdo bien porque ese mismo año fui desterrado del nido y enviado a vivir con la tía Lola, que hoy me recibe como si hubiese salido a jugar una tarde y volviese a casa treinta años después.
—Buenos ojos te vean, estaba a punto de llamar a la Guardia Civil.
Nada ha cambiado desde mi última visita: las mismas tarteras ocupan los mismos muebles, el grifo del fregadero sigue goteando y hasta la barra de pan parece la misma que dejé sobre la mesa el día que me fui, incluso la misma que encontré el primero que llegué. Tan solo un pequeño televisor de pantalla plana se empeña en recordar que el tiempo también pasa en los territorios de la infancia. Como sé que le aburren mis disculpas —se ha puesto a descamar jureles mientras invento una—, decido ir al grano y preguntarle por su colección de libros, aquellos que me prohibía tocar y, por supuesto, leer.
—¿Los de Agatha Christie? —se asegura sin dejar de raspar.
—¿Es que tienes más?
—No, pero a saber lo que te ronda en esa cabeza.
Cuando termina con el pescado, apenas el tiempo justo para interesarse por mi dieta diaria, hace un gesto con la barbilla para que pase al salón donde aquellas pequeñas novelas de bolsillo sobreviven atrincheradas entre fotos de primera comunión y pequeñas figuritas de cerámica. Pertenecen a una colección de la Editorial Molino y salvo por el color de las páginas, un tanto amarillentas, se conservan en perfecto estado y sin una sola arruga o grieta que delaten más uso que el decorativo. Repaso los títulos, pero no recuerdo cuál de ellos me costó la reprimenda.
—¿Nunca has leído ninguno? —le pregunto.
—¿Para qué?
—No sé, para entretenerte. ¿Para qué los compraste?
—¿A ti qué te parece? —responde antes de apagar la luz y conducirme de vuelta a la cocina, como si temiera mis malas intenciones—. Están muy bien como están, ahí quedan bonitos.
Mientras reboza en harina los jureles, con una parsimonia asombrosa, me va poniendo al día sobre los asuntos del barrio y cuando comienza a echarlos en la sartén aprovecho para despedirme: no quiero interrumpirla y tengo cosas que hacer.
—Siempre tienes cosas que hacer, pero yo no veo que hagas nada —replica, ofreciéndome una mejilla para que la bese. Solo cuando estoy saliendo por la puerta escucho su voz entre el chisporroteo del pescado y el aceite, despidiéndose con cierta formalidad.
—Cuando muera ya los leerás todos, que seguramente será pronto.
A pocos metros vive Pila, mi siguiente objetivo. La suya parece una casa sepultada en la tierra y desde el camino se podría saltar al tejado sin tomar demasiado impulso, siempre y cuando cupiera alguna posibilidad de que la uralita que lo compone soportase el impacto. La llamo a voces —no veo nada parecido a un timbre— acompañado por un coro de ladridos que alerta a todo el vecindario. Varias caras conocidas asoman de diferentes ventanas antes de que ella aparezca tras la puerta, un tanto extrañada al principio. En cuanto me reconoce empieza a rascarse la axila, con confianza, y lo primero que me pregunta es si le he traído algún libro.
Pila tiene más de cincuenta años, pero nadie sabe cuántos exactamente. De niña sufrió una meningitis que le causó algún tipo de daño en el cerebro y desde entonces vive a medio camino entre su mundo y el nuestro. Ocupa una parte de su tiempo en hacer pequeños recados a los vecinos y el servicio se lo cobra en libros, aunque se conforma con una simple revista o algún folleto publicitario. Es una coleccionista tan democrática que recibe con el mismo entusiasmo un ejemplar del Quijote que un manual de instrucciones de algún electrodoméstico, pues, a fin de cuentas, ella tampoco los lee: los imagina.
Inspecciona con ahínco el ejemplar de El gato con botas que le traigo, un cuento ilustrado que acabo de comprar en una gasolinera, de camino al pueblo. Entonces sale disparada hacia la casa, como si hubiese recordado algo muy importante, y regresa al poco rato con una caja de cartón que quiere desintegrarse por las cuatro esquinas. De ella me alcanza un manual que promete desvelar el idioma secreto de las mascotas, también una guía enológica en cuya portada se distingue a un gato persa blanco olisqueando una botella de tinto y un ejemplar casi destrozado de El paraíso de los gatos, de Émile Zola. De cada uno me cuenta una pequeña historia que parece inventarse sobre la marcha, pero su favorita parece ser la de Paqui, el persa blanco.
—Paqui siempre está borracho, como mi hermano —me cuenta bajando la voz y ahogando con las manos una risa bastante malévola.
Me gustan más sus relatos que los originales, así que me siento en las escaleras y le pido que me lea el nuevo cuento, si tiene un momento. La historia mejora muchísimo en la cabecita difusa de Pila. Va de un gato trepa que no quiere vivir en un molino, un hijo de puta que arroja humanos inocentes al mar y luego se marcha al Castillo de Negrito, que es un ratón, a bailar y celebrar con cerveza sus fechorías. A su manera es capaz de convertir un tedioso y moralista cuento clásico en la temporada definitiva de Deadwood, lo que no parece un mal resultado para una inversión inicial de un par de euros. Mientras nos despedimos, una vecina se asoma desde el camino y pregunta si somos novios, a lo que Pila, cogiéndome del brazo, contesta que sí.
La última parada la reservo para un muerto, el difunto don Severo. En su vieja casa no parece haber nadie, así que me siento en la acera de enfrente, como cuando era pequeño, a contar los bloques de granito que conforman la fachada. El viejo solía explicar que acumuló honores y fortuna durante la posguerra, un modo sutil de confirmar lo que todo el mundo decía de él: que fue un cacique y un usurero. En temporada de verano solía alquilar parte de su casa a viejos camaradas de trinchera que visitaban la zona, casi todos acompañados de una nutrida familia y la correspondiente mascota. Por algún motivo que se llevó a la tumba, sus inquilinos adquirieron la costumbre de agradecer su hospitalidad obsequiándolo con lotes de novelas del Oeste, aquellas míticas de Estefanía que causaron furor en entre tanto cowboy frustrado como parió esta tierra.
Lo recuerdo como un señor mayor, de una envergadura colosal y maneras autoritarias. Tenía el cuello y la cara surcados por arrugas profundas, de las que invitan a guardar cierta distancia por miedo a caer en una de ellas y pagar con la vida. Todo en aquel hombre parecía fruto de la exageración biológica, pero inspiraba una cierta ternura cuando lo veías sostener aquellas novelitas entre sus zarpas con delicadeza: parecía un Olog-hai jugando con las miniaturas de una casa de muñecas. Se pasaba las tardes sentado en una banqueta de madera, a la sombra de un balcón, y no apartaba la vista de las páginas salvo para devolver el saludo a quien se lo ofrecía. Si es cierto que la música amansa a las fieras, de los libros podría decirse que tienen la capacidad de aplacar la maldad con poco más que el silencio, incluyendo la de tipos que, como don Severo, no sabían leer pero firmaban sentencias de muerte dibujando una cruz.
Una tarde, después de disfrutar del sol y el mar en una playa cercana, regresó una de aquellas cuadrillas de turistas y se lo encontraron allí sentado, con una de las novelitas en la mano y las gafas en la punta de la nariz, como si le sirviesen de algo. El cabeza de familia se acercó, lo saludó, y quiso interesarse por el éxito de su regalo, a lo que don Severo contestó:
—Muy bien, don Amadeo, muy bien… Aunque pienso que esta ya la leí.
Supongo que fue el día que aprendí cómo los libros que no se leen, además de decorar, estimular la imaginación o hacer compañía, también tienen la capacidad de retratar a los miserables, incluso de despojarlos de su título usurpado de don.
Genial el artículo, en todos los sentidos. Me pareció ver a don Severo, a la tía.. En definitiva, un lujo. ¡¡Vivan los libros!! Aunque sea para decorar…
Este no es un artículo, es un minicuento. Bellísima descripción de Portonovo porque podría serlo, ¿Por qué no?. Un abrazo.
Hermoso relato, sin duda. Mil gracias.
Tres personajes inolvidables! Y esos libros custodiados como un botín, una casa hundida y un muerto con pasado tenebroso, y en el medio el narrador, que da la impresión de que no tenga un lugar de fija demora. Muy bueno. Gracias
Me encantó tu relato, me llevaste de viaje y volví a la realidad, aún sigo soñando.
Muchas gracias,
Buen texto.