Sigo con la boca abierta.
Los más antiguos del lugar recordarán quizá que en su día expresé mi total confusión ante el disco conjunto de Lou Reed y Metallica, Lulu. No suelo escribir para poner algo a parir, salvo que sea algo que en el fondo amo, o algo sobre lo que realmente disfruto despotricando, como George Lucas y Star Wars, o que me parece que tiene un trasfondo divertido, como la historia de Microsoft y los arrebatos psicóticos de su antiguo presidente Steve Ballmer. Contemplémoslos una vez más porque… por qué no:
Oh, cómo echo de menos a Steve Ballmer, el hombre que vaticinó que los teléfonos de pantalla táctil no tenían futuro. Pero me alegra, y lo digo con toda la tierna sinceridad de la que soy capaz, que todavía no haya fallecido de un infarto. Es un puñetero milagro. «Developers! Developers! Developers!».
Vayamos al tema de este artículo, que está muy en línea con los mencionados. En estos últimos tiempos, habrán leído quizá unos cuantos titulares sobre «la peor serie del 2019», «la peor serie en la historia de Netflix» o, aunque esto ya es mucho decir, «la peor serie de todos los tiempos». Bien, no puedo entrar en términos tan categóricos porque no he visto todas las series del 2019, mucho menos todas las de Netflix. Pero, si hay alguna peor y más caótica que esta, me gustaría saberlo; no se abstengan de mencionarla. Sí sé que es fácil decir que una serie es «la mejor del año» o «una de las mejores del año» porque, si hubiese otra tan buena o mejor, acabaría saliendo a la superficie. Los críticos están atentos a la calidad y nada les hace más feliz que encontrar una joya oculta para poder compartirla, por lo que una obra maestra nunca pasa desapercibida, salvo que provenga de algún país que tiene difícil exportar sus producciones. De las series malas, sin embargo, se habla mucho menos. Son relleno y como tal se las considera. No se les suele prestar atención. Pese a ello, The I-Land ha recibido un montón de atención. Y yo he acudido a ella como las moscas a la miel [metáfora apta para todos los públicos, N. del R.].
Hay series muy buenas, la minoría. Hay bastantes series mediocres y muchas malas. Esto es tan obvio como inevitable y natural. Si fuese fácil crear algo muy bueno, todo el mundo crearía cosas muy buenas todo el tiempo. Es normal que haya muchas series mediocres y el que se hable tanto de una serie mala me llama la atención porque suele deberse a dos motivos. Uno, que alguien escribe o habla sobre ella para despellejarla en términos que a veces pueden ser exagerados, y otros imitan ese despellejamiento, aunque esa serie o película no sea tan atroz como se da a entender.
El otro motivo puede ser que esa serie realmente escape de los parámetros habituales y deje boquiabiertos a los críticos. Así que la avalancha de comentarios despectivos o incrédulos que estaba recibiendo The I-Land por parte incluso de los más egregios y desapasionados comentaristas despertó mi curiosidad y, por decirlo de manera simple, he terminado viendo sus siete episodios para que ustedes no tengan que hacerlo. He sufrido, pero también me he reído y he experimentado un alucinógeno viaje a las simas de la ineptitud. ¿Por qué quiero yo también escribir sobre The I-Land? Pues porque es un artefacto poco común que me ha producido una constante sensación de total desconcierto no tanto sobre el argumento (que ya es confuso de por sí), sino por el propio proceso de producción.
Ojo, sé que en una serie, incluso en The I-Land, trabaja mucha gente de buena voluntad y no es mi intención menospreciarlos, pero es evidente que no había nadie al timón de esta debacle. Desde el guion hasta los aspectos técnicos, los motivos de pasmo son variados hasta lo desconcertante. El resultado final me ha fascinado porque no consigo entender por qué esto se ha estrenado en el estado en que se encuentra. En determinados momentos llega a parecer una serie escrita y realizada por una asociación de vecinos. Estoy acostumbrado a ver bodrios. Piensen que he visto más películas italo-franco-hispano-alemanas de romanos y zombis de las que se pueden contar con un ábaco, y que tengo una inclinación innata hacia la morralla d’auteur, por lo que (creo) estar blindado ante casi cualquier bodrio audiovisual. The I-Land es un bodrio. Pero va más allá de eso; es un objeto fuera de época, un oopart como la máquina de Anticitera o el penique de Maine. Ya no estamos en la fiebre del péplum de los años sesenta, ni en la del terror barato de los setenta, ni en la de los subproductos para VHS de los ochenta. Etapas maravillosas, desde luego, si uno las contempla con humor y nostalgia, pero que requieren paciencia porque contienen un montón de creaciones que, por cada escena hilarante o psicodélica, contiene otras muchas capaces de dejar en coma al Dalai Lama. The I-Land no pertenece a esas épocas; es una serie moderna estrenada en pleno 2019 por una plataforma importante y, aun así, contiene tantas facetas incomprensibles que uno se queda con la sensación de que, más que una serie mala, ha contemplado un experimento o, como se dice ahora, una «troleada».
La serie es muy aburrida durante casi todo su metraje, cabe aclarar esto, pero he de confesar que el conjunto me ha hipnotizado y me ha dejado con un montón de preguntas sin respuesta: ¿cómo ha pasado algo como esto los mínimos procesos de filtrado? ¿Quién coordinaba el proyecto y qué estaba haciendo mientras se suponía que debía poner las cosas en orden? Sí, consta como autor un tal Anthony Salter del que no existen otros créditos y que, sospecho, es un pseudónimo. Porque en los anuncios que Netflix hizo en su momento aparecía como showrunner Neil LaBute, quien ha firmado algunas cosas decentes en su carrera, pero también el inmortal despropósito The Wicker Man, protagonizado por Nicolas Cage y repleto de ya legendarias escenas («Not the bees!»). LaButte ha dirigido el primer episodio de The I-Land y ha escrito otros varios, así que yo diría que el fantasmal Anthony Salter le ha servido para deshacerse de la responsabilidad última del marrón, como cuando las películas que amenazaban con terminar en desastre eran firmadas por una universal cabeza de turco, el inexistente Alan Smithee, ya que nadie quería tenerlas en su currículum. Anthony Salter, ¿quién eres? ¿Existes? ¿Adónde podemos enviarte solicitudes de entrevista? ¡Manifiéstate!
Por supuesto, para hablar de esta serie voy a hacer spoilers desde el principio. Créanme: no importa. De todos modos no la soportarían entera.
The I-Land es una serie de ciencia ficción cuya premisa recuerda a Lost: varias personas aparecen en una isla desierta, no recuerdan quiénes son y tampoco saben por qué están allí. Aparecen varios objetos y pistas dando a entender que no se ha tratado de un accidente, sino de algún tipo de plan deliberado. Con el paso de los episodios descubriremos que la isla es una simulación digital y que esas personas son presos condenados a muerte a quienes se introduce en la simulación para observar su comportamiento y decidir si están rehabilitados. La simulación forma parte de un novedoso programa tecnológico desarrollado por una prisión de Texas. Hasta aquí, sobre el papel, todo normal. Con esta idea se puede hacer una serie buena o una mala. Lo que supongo nadie preveía era que se pudiera hacer algo como esto.
Vayamos con el primer episodio, que me hubiese aburrido mucho de no ser por el constante pasmo que me producían los desconcertantes diálogos y las interpretaciones más propias de verbena rural (si alguien va a defender las verbenas rurales, supongo que las habrá buenas, pero hace poco estuve viendo una que me hizo retroceder sesenta años en el tiempo). Es como si un alumno de secundaria hubiese escrito un guion en vez de atender en clase de matemáticas y alguien se lo hubiese robado del pupitre y lo hubiese filmado tal cual. Así que en vez de dormirme, que hubiera debido ser el resultado lógico, me pasé todo el episodio sumido en el más absoluto desconcierto. Por no hablar del argumento en sí. Por ejemplo: si usted despierta en una isla y no sabe quién es ni por qué está ahí, buscaría cualquier tipo de pista, ¿no? Y se interesaría por lo que parecen mensajes crípticos. Pues la mayoría de los personajes desdeñan las pistas como si a ellos mismos no les importasen un reverendo carajo los misterios que plantea la trama. Se van a bañarse y tomar el sol. Se pelean entre ellos por estupideces. Una de ellas encuentra un libro sobre una isla, en el que podrían estar las claves, ¡y lo tira! Es igual que ver La isla de los famosos o como demonios se llame. Y eso no es todo. Está la imagen. Deduzco que durante la posproducción alguien se dejó el programa de edición de imagen al alcance de un niño de preescolar que estuvo toqueteando los controles de brillo, color y saturación. Eso sí, se han preocupado de grabar algunos bonitos planos de atardeceres y cosas así, que en algunos casos han quedado realmente bien y los usan, ¡durante medio segundo!
El segundo episodio fue el más duro de contemplar porque ya había pasado el elemento sorpresa, pero seguía la sensación de estar viendo una obra de teatro de algún instituto pijo. Un episodio inane que estuvo a punto de hacerme abandonar. Recurrí a un par de cafés e intenté, sin mucho éxito, no distraerme buscando formas de países en el gotelé de la pared. Pero me alegro de no haber abandonado porque llegó el tercer episodio. Y el tercer episodio, amigos, es lo más parecido que hoy puede verse a una producción de Cannon Films. Hablo de serie B en estado puro. Por momentos esperaba ver aparecer a Cameron Mitchell gritándole a un cocotero (hubiese sido fantástico) o a Sylvia Kristel tomando el sol en topless (tampoco me hubiese quejado).
Para que se hagan una idea: la protagonista de The I-Land es una reclusa que en ese tercer episodio abandona la simulación digital y descubre que no está en una isla, sino en una cárcel. Resulta que tiene formación militar y sabe artes marciales, así que es capaz de moler a hostias a cualquier grupo de cuatro o cinco guardias de la prisión. Cosa que hace en varias ocasiones. Pues bien, ¡no la esposan ni una sola vez! Solo en una escena le ponen un collar atado a una cuerda bastante larga y floja, pero ¡sigue sin estar esposada! Así que el collar no le impide volver a darles una somanta de palos a los guardias. Cada vez que la veía aparecer sin esposar tenía que comprobar que no estuviese viendo una producción de Golan–Globus. Para colmo, después de que la protagonista haya ofrecido todas estas muestras de peligrosidad, la intentan trasladar en un camión, ¡todavía sin esposar y acompañada de un único guardia! Por supuesto, atiza al guardia y se escapa del camión, aunque después la vuelven a detener porque se entretiene deambulando por las instalaciones. Todo esto en un único episodio. Con el clímax hilarante de que, cuando es devuelta a la simulación en el episodio siguiente, ¡sus compañeros de la isla sí le atan las manos!
¿Captan ustedes algún tipo de lógica en todo esto? Ninguna. Pues el tercer episodio es así, todo él. Una delicia, al menos para mí. Las escenas psicodélicas se suceden casi sin descanso. Otro ejemplo: la protagonista es llevada ante un comité de evaluación y, bueno, lo del comité hace que el parlamento español parezca la Academia de Atenas. Los miembros del comité, ignorando el hecho de que tienen delante a una reclusa a la que se supone tienen que evaluar o informar o lo que sea, discuten entre ellos por chorradas, como si se debieran dinero unos a otros. Aunque creo que mi mayor carcajada se produjo cuando uno de ellos comienza su discurso, y esto es literal, con estas palabras:
—Soy sociólogo.
En serio, casi escupo el café en la pared. Para mi completa felicidad, en una escena posterior sale una mujer cuyo diálogo con la protagonista se inicia también así: «Soy psiquiatra». En serio, es como algo escrito por un niño, o como algo salido de una recopilación titulada Las mil y una peores frases para ligar. Te acercas a una chica y, sin decir ni hola, sueltas: «Soy sociólogo». Así es el guion de esta serie. Literalmente. No estoy exagerando. Por desgracia, el primoroso surrealismo cannónico del tercer episodio se limita a ese tercer episodio. A partir del cuarto, los niveles de divertimento y surrealismo vuelven a desplomarse. Se nos empieza a contar las vidas pasadas de los personajes y, aunque todo sigue siendo igual de cutre, el drama de marca blanca se apodera del argumento. Lo que estaba prometiendo explotar como un éxtasis de estupiciencia-ficción de serie B, algo que me estaba haciendo frotar las manos con feliz anticipación, se transforma en un telefilme de sobremesa dominical. Me costó atravesar la espesa selva melodramática de esos episodios.
Y entonces llegó el último capítulo. Mi mandíbula volvió a desplomarse, aunque por motivos distintos. Ya en la primera escena, los diálogos suenan como en un cortometraje hecho por aficionados para YouTube. Las voces se oyen con reverberación, como grabadas con un micrófono barato puesto en algún rincón de la habitación (en algún artículo americano he leído una deliciosa metáfora: «Parece grabado dentro de una lata de atún»). Esto se repite varias veces durante el episodio, dando la sensación de que alguien en la producción dijo «¡A la mierda! ¡Acabemos con esto y busquemos otro trabajo!», decidiendo, ante la vista del desastre generalizado, finalizar la serie de la manera más rápida y barata posible. Asombroso. Porque en el resto de la serie el sonido era perfectamente normal, lo que cabría esperar en una producción profesional. Y de repente te encuentras ese sonido ambiente, como en la filmación de un cumpleaños. Que me aspen si lo entiendo. La única explicación lógica que se me ocurre es que a esas alturas ningún responsable de la serie tenía ya interés alguno por el resultado. Nada de pagar horas extras para arreglar el sonido: así está y así se queda. Es que ni se molestaron en comprobarlo durante el rodaje, lo cual no era tan difícil: solo se necesitaban unos cascos. Quizá la productora vio lo que ya estaba rodado y decidió que los técnicos de sonido harían mejor papel en cualquier otro rodaje.
Aunque he padecido viendo la mayoría de los episodios, me alegra poder decirles que los titulares y comentarios que lean o escuchen no son tan exagerados. The I-Land es un interrogante rojo impreso en la inmaculada etiqueta de «la edad dorada de las series». Eso sí, no puedo prometer, y no prometo, que se vayan a entretener con esta debacle. Alguien ha comparado The I-Land con The Room de Tommy Wiseau, pero no se lleven a engaño, no tiene nada que ver. The Room es legítimamente divertida y no importa cuántas veces la hayas visto. Es un clásico que nunca pasará de moda. The I-Land, por el contrario, es básicamente insufrible (excepto ese apoteósico tercer episodio que solo divierte plenamente si uno es tan masoquista que ya ha sufrido los dos anteriores).
Si se sienten valientes, pueden probar con los tres primeros episodios, pero no lo interpreten esto como una recomendación. Háganlo bajo su propia responsabilidad y únicamente si se saben capaces de disfrutar con el simple hecho de sentirse anonadados ante la visión de un tren descarrilando a cinco kilómetros por hora. De lo contrario, van a dormirse a los diez minutos. Yo sí he aguantado los siete capítulos —Dios santo, cada vez estoy peor de lo mío— y lo único que puedo decir con sinceridad es que pocas veces en los últimos años he visto algo parecido. Quizá a John Travolta interpretando (o intentando interpretar) a John Gotti.
Queden advertidos, pues, de que The I-Land es solo para auténticos conneiseurs de la morralla. Para forenses de la incompetencia. Si lo que pretende es pasar un buen rato sin más, aléjese lo más posible de esta serie. Lo más posible. Es aburrida hasta lo comatoso. Pero si usted es un trastorn… un aficionado a las debacles como yo, si disfruta diseccionando cada frase mal escrita y mal interpretada, cada giro estúpido e inexplicable del guion, cada periodo de gratuito tedio, cada alucinógena variación en imagen y sonido, y si encuentra usted irresistible el que alguien empiece a hablar diciendo «Soy sociólogo», equípese para la aventura —algo de picar y mucho, mucho café— y transite por las mortecinas aguas de los dos primeros capítulos para conseguir llegar al tercero. Que después se ciscará usted en mis muelas, pero eh, habrá vivido una dolorosa experiencia más.
Lo que no mata, curte.
PD: Señor Anthony Salter, sea usted quien sea, no escuche lo que dice la gente. Son envidiosos y maledicentes. Haga otra serie. Nadie más querrá verla, pero ahí estaré yo, que soy gilip… abierto de mente, con el bol de palomitas y la ilusión de un niño que ha alquilado por primera vez el VHS de El justiciero de la noche.
PD2: No soy sociólogo, pero eh, quizá la frase triunfe entre las gráciles damas de mi club de la tercera edad.
Llevo tiempo leyendo auténticas barbaridades sobre este dislate de serie y viniendo de quienes venían las críticas no dudé ni un instante de que estaban fundamentadas; pero después de leer este artículo ya me ha quedado claro que ni a modo de guilty pleasure voy a perder mi tiempo en verla. Lo malo, es que si un artefacto de este calibre comienza a recibir análisis como el tuyo, corremos el peligro de que una nueva generación de nerds la eleven a la categoría «de culto» y dentro de unos años sea «material indispensable» en toda convención que se precie junto a las comedias de Pierino. Miedo me da.
Ahí le ha dado, Blackfoot. Se trata precisamente de eso, de dedicar a una serie que por lo leído es una bosta de vaca, un montonazo de párrafos, porque ya se sabe que lo importante es hablar de lo que conviene que se hable aunque sea mal. La cuestión es que se vean los episodios a cualquier precio y después de este brillante análisis va a incrementarse por parte de muchos la curiosidad para hacerlo. Conmigo que no cuenten porque huelo la porquería a kilómetros y ya antes de ver el trailer -que fue decisorio- adiviné lo que esto era. Por mi parte voy a seguir con la fantástica «Mr. Inbetween» serie australiana de la que nadie habla, por lo menos aquí.¿No se deberían comentar todas las buenas, en Jot Down? De «Killing Eve», ni rastro tampoco en esta amable sección ni en ninguna otra de esta santa casa que yo sepa. Si ahora toca hablar de Netflix, pues mejor sigan con «Mindhunter» y también está bastante bien «Creédme», por ceñirnos a cosas recientes.
Yo una vez debatí con unos colegas cuales son los límites de un guilty pleasure, cuándo pasa de ser guilty pleasure a bochorno total camuflado. Porque una cosa es que, como en mi caso, que soy muy rockerasso y luego me en privado me meto mis sesiones de Village People o Dead or Alive (qué grande su mítico «You Spin Me Round (Like A Record)», ¡ese tema es enorme!) o presumo de cinéfilo de nivel raso pero luego me compro en DVD las peripecias de Esteso y Pajares; bajo mi modesta opinión, eso puede calificarse de guilty pleasure: digamos que eso se aplica a personas con un gusto digamos aceptable en lo cultural (modestia aparte) pero que, sin embargo, de vez en cuando muestran debilidad por cosas que que están en las antípodas de lo que se nos presupone. Sin embargo hay excepciones flagrantes, y esta serie perfectamente podría estar en esa categoría, que ni buscándole el lado freak y estrambótico da la talla ni para un GP discretito. Es como ser fan del rock progresivo y de repente declararte fan del Koala: eso no es un guilty pleasure coño, eso es tener mal gusto. Y lo dejo aquí antes de que me linchen :-D
Y en Netflix también está la tremebunda e hilarante El Marginal y es verdad que tampoco habla de ella ni dios.
¡El marginal, diferente, cruda, divertidísima! Es como si el universo de Mario Monicelli con su «I soliti ignoti» (Rufufú, en España) se hubiera fusionado con La matanza de Texas y se hubieran ido cogiditos de la mano al penal de San Onofre en Buenos Aires para hacernos asistir a esa Prison Break porteña en la que casi todo el mundo blasfema cada cuatro segundos. ¡Y qué lenguaje por dios! Recomiendo desde aquí a Luchino que tenga las sales a mano si se decide a ver esta estupenda y peculiar serie…
Suscribo la tesis expuesta a partir del tercer capítulo que usted expone: a partir de cierto punto, es mejor abandonar toda pretensión y dejar que la gente se parta con estupideces sin complejo alguno. Si Mr. Salter existe de verdad, aún puede redimirse por ahí. Todos agradecemos, de vez en cuando, poner las neuronas en modom»off». Pero si quieres ser trascendental… Para eso hay que valer, Tony Salter, para eso hay que valer…
Pues a mi me gustó y me he quedado con ganas de ver la segunda temporada.
Lo suyo es digno de elogio, estoy seguro que don Gorgot por mucho que diga, en sus adentros anhela tambien esa segunda sesión. Si tal cosa sucede, no duden en ampliar el artículo. No voy a verla, pero admito que me ha encantado leer este escrito ^^
Imagínense ver la serie sin haber leído antes nada de ella, virgen 100%, y con resaca. 5 capítulos me tragué el domingo. Después del primero ya sabía que aquello iba a ser un dolor de muelas pero me dije «con un poco de suerte asocias resaca con i-land y la próxima vez, nada más empieces a beber, recordarás la última resaca y te dará por beber menos». Ya les diré. Los 2 últimos episodios los vi ya el lunes y martes por vergüenza torera y por saber si eran capaces de arreglar tal despropósito. No lo fueron. De hecho me acabo de dar cuenta de que ni me acuerdo de como termina la serie.
Jajaja, brutal!!
Netflix me la acaba de recomendar, no sé como sentirme.