El rostro impenetrable fue y sigue siendo única, no se parece a ningún otro wéstern, a ninguna otra película de 1961, a ninguna otra película y punto. Entonces, ¿qué es? Es la única película que dirigió Marlon Brando, una historia de traición y venganza y, cuando se estrenó, esperábamos lo inesperado y eso fue lo que obtuvimos. Sorprende que, en muchos aspectos, representa un puente entre dos épocas del cine, los valores de producción del viejo Hollywood y los valores emocionales del nuevo.
Martin Scorsese, 2016.
Nunca sabremos qué hubiese sido de El rostro impenetrable (One-Eyed Jacks, 1961) de haberla rodado el realizador asignado, Stanley Kubrick. Semejante duelo de genios de ningún modo iba a producirse sin fricción, parece evidente repasando sus trayectorias. La admiración mutua que en principio les unía se diluye pronto en desacuerdos artísticos e incompatibilidades personales. Las tribulaciones del proyecto venían de lejos, desde que Frank P. Rosenberg —de la productora de Brando, Pennebaker Productions— encarga a Rod Serling, responsable de la serie La dimensión desconocida, la adaptación de una novela publicada en 1956 que lleva a la ficción la historia de Billy el Niño, ubicándola en la costa norte californiana.
Otra leyenda, Sam Peckinpah, completa un primer guion, a finales de 1957, que no gusta a Kubrick. Peckinpah aprovechará el tiempo invertido reciclándolo en su propia obra: Grupo salvaje (The Wild Bunch, 1969) también se fundamenta en la traición de una amistad, y en Pat Garrett & Billy the Kid (1973) ofrece su propia visión del mítico forajido, acusando a Brando de santificar a un personaje histórico ungido en claroscuros y maldad. El escritor Calder Willingham elabora un tercer borrador —a petición de Kubrick, con quien ha trabajado en Senderos de gloria (Paths of Glory, 1957)—, que finalmente el apolíneo actor con tendencia a engordar deja en manos de Guy Trosper.
Neurótico como su oponente, Kubrick quiere imponerse, pero Brando tiene la última palabra. Al fin y al cabo, es él quien ha fulminado al mundo entero con Un tranvía llamado deseo (A streetcar named desire, 1951) y La ley del silencio (On the waterfront, 1954), ambas dirigidas por su mentor Elia Kazan, mientras que Kubrick es solo una joven promesa que le ha impactado con Atraco perfecto (The Killing, 1956) y la citada Senderos de gloria. Finalmente se organiza un cónclave en el domicilio de la estrella: los principales miembros del equipo de producción podrán exponer su punto de vista e intentar llegar a compromisos de cara al inminente rodaje. Que se iniciará a finales de 1958 y no concluirá hasta otoño de 1960.
En el salón de Brando hay un gong. Propone que todos hablen durante dos minutos exactos, tras lo cual él hará sonar el disco metálico dando paso al siguiente ponente. Habla Rosenberg y se detiene al escuchar el gong, pasando la palabra a otro, y así sucesivamente hasta que le llega el turno a Kubrick. Brando se limita a mirar fijamente el reloj sin prestarle atención, esperando el instante preciso para acallarle. El director ha agotado sus dos minutos, sigue explicándose, y los frustrantes toques de gong van en aumento, hasta que se levanta y abandona la película. En los meses que han colaborado, no han llegado a ponerse de acuerdo en nada, por lo que sospecha que Brando siempre pensó en dirigir personalmente el filme y le ha utilizado como docente técnico.
En sus memorias, Las canciones que mi madre me enseñó (1994), el actor da una benigna visión de los hechos: «Durante los primeros cuatro años, Pennebaker había invertido mucho dinero en desarrollar un buen guion, pero por varias razones ninguno de los proyectos salió adelante. Y entonces me hablaron de la novela de Charles Neider, The Authentic Death of Hendry Jones, que al final se convirtió en El rostro impenetrable, una de mis películas favoritas. Fue la primera y la única que dirigí, aunque mi intención era que la dirigiese Stanley Kubrick, pero no le gustó el guion. Lo mandé entonces a Sidney Lumet, a Gadg [Elia Kazan], y luego a dos o tres directores más, pero nadie quería hacerla, así que tuve que dirigirla yo mismo. Rodamos la mayor parte en Big Sur y en la península de Monterrey, donde me acosté con mujeres hermosas y me reí muchísimo».
El rostro impenetrable no se había disfrutado en condiciones desde su estreno. Sucumbió al dominio público y fue explotada en vídeos infames que recortaban el formato y reducían su excelso cromatismo —fue la última producción Paramount rodada en Vistavision, cuyos fotogramas duplicaban los habituales 35 mm, redundando en definición y profundidad de campo—, y contribuían a sellar la leyenda de obra maldita, fallido capricho narcisista. La deslumbrante restauración acometida en 2016 por The Film Foundation revierte la maldición devolviéndonos un wéstern singular —con hermosísima salida al mar: cuentan que Brando esperaba durante horas el oleaje deseado antes de rodar un plano— que se desvía de la simple historia de abandono y retribución de la fuente literaria.
Tras robar dos alforjas repletas de oro de un banco en Sonora, México, Río alias Kid/Chico (Brando) y Papá Longworth (Karl Malden) son perseguidos por la policía montada mexicana. Acorralados en un risco tras caer fulminado el caballo de Río, Longworth propone ir a buscar nueva montura: echan una moneda al aire y es Río quien, haciendo trampa a favor de su mayor, se queda para mantener a tiro a los rurales. Abandonado a su suerte, es apresado y pasa cinco años en una cárcel mexicana soñando vengarse. Al salir vuelve a las andadas y planea atracar un banco en Monterrey, donde Longworth ha rehecho su vida como sheriff, casándose con una mexicana (Katy Jurado) y adoptando a su bella hija Louisa (Pina Pellicer). El argumento, de trasfondo freudiano, no solo queda ilustrado visualmente con desprecio por el realismo; equilibrando violencia y romance, Brando despliega un ambiguo e irrepetible autorretrato.
«Él saciaba tu sentido de la suspensión de incredulidad, habitaba tu voluntad de rendirte a la narrativa de tal modo que te conquistaba», explica Arthur Penn —quien le dirigió en La jauría humana (The Chase, 1966) y Missouri (The Missouri Breaks, 1976)— durante su entrevista para un documental de la BBC en 1996. «Era y es un gran actor. Posee la capacidad de hacerte creer profundamente en las circunstancias en las que se encuentra, algo cierto en el caso de La ley del silencio, Salvaje o ¡Viva Zapata!. Más tarde fue triste verle en películas donde eso no ocurría, donde no se lograba ese efecto. Para entenderlo debemos acudir a El rostro impenetrable, observar su actuación y su buen ojo como director, extraordinario. No sé exactamente qué ocurrió, pero recuerdo hablarlo con él y su respuesta fue evasiva, aunque era evidente que la meticulosidad del montaje le aburría. Hubo una reunión con el estudio y, al ver que le quitaban autoridad, decidió dejarles hacer».
Se ha repetido que Brando, fallecido en 2004, acometió El rostro impenetrable sin la experiencia necesaria. Aprender sobre la marcha retrasó el rodaje triplicando el presupuesto hasta los seis millones de dólares. El primer día de rodaje, al ofrecerle el director de fotografía Charles Lang un visor, Marlon mira por el extremo equivocado extrañándose de que todo se vea tan alejado. Autodidacta convencido, reescribe continuamente acción y diálogos, filma una y otra vez la misma escena desde todos los ángulos, improvisa con los actores sin saber bien qué rumbo tomará la historia, y busca evasivas para ganar tiempo «tratando de trabajar mentalmente en la historia con la esperanza de que el reparto pensase que sabía lo que estaba haciendo». Sin embargo, tanta indecisión produjo un relato hondamente psicológico, un filme de una realzada sensualidad.
Su labor tras la cámara, como todo en su atormentado día a día, la confió a una descomunal inteligencia. Que Francis Ford Coppola señala admirado en el citado documental: «Es una película maravillosa, buenísima, y cuando trabajas con él lo entiendes. Ves que lo sabe todo del cine, que te lleva mucha delantera: cómo se construye un guion, cómo rodar y editar. Esto se debe a su gran inteligencia. He estado en muchos lugares, he conocido a gente maravillosa, a inmensos talentos, pero solo a tres genios en mi vida. Marlon es un genio en ese sentido, como lo son Akira Kurosawa y Orson Welles. Yo le considero el primero de la lista. No solo como artista, sino como persona, alguien cuya mente siempre inquisitiva se puede ocupar de la vida de los insectos, de la naturaleza y el universo, esa clase de persona. Marlon piensa que hay tanto en el mundo, la física nuclear, la filosofía, la medicina o lo que sea, que ser actor le parece cosa de niños».
Nacido el 3 de abril de 1924 en Omaha, Nebraska, la infancia de Marlon Brando fue difícil. Una madre avanzada a su época, que había trabajado en el teatro, arruinada por el alcoholismo; y un padre que nunca tuvo una palabra de apoyo para su hijo y desapareció cuando este tenía once años. En la escuela militar donde cursa el bachillerato aflora su actitud irreverente y contraria a toda autoridad, un fiero individualismo. A mediados de los años cuarenta llega a Nueva York, donde su compleja psique actoral es moldeada por Stella Adler, alumna de Konstantín Stanislavski, y el director Elia Kazan, fundador del Actor’s Studio que regenta Lee Strasberg, a quien Brando detestaba. En los escenarios de Broadway refinará lo aprendido extrayendo de la propia experiencia emociones nunca antes experimentadas desde una platea.
«La motivación de un actor a menudo depende de concentrarse en pequeños detalles», recuerda en su autobiografía. «Los directores no comprenden lo difícil que resulta crear una impresión emocional y frágil, y lo fácil que es romper ese hechizo. Lo más fatigoso de la interpretación es tener que accionar y detener tus emociones. Si te enfrentas a una escena intensa que requiere tristeza o enfado, deberás quedarte suspendido en ese mismo territorio emocional, lo que puede resultar extremadamente agotador».
Tras el éxito teatral de Un tranvía llamado deseo, la obra de Tennessee Williams dirigida por Kazan que plasmará su perfil de bruto poético, salta al cine y se produce el milagro. Perfectamente resumido en la escena de La ley del silencio en que su hermano Charley (Rod Steiger) saca la pistola y él, en vez de sorprenderse o asustarse, en un extraordinario giro, siente una lástima infinita, terminal. Un emotivo bofetón que, años después, definiría como uno de los ejes de su metodología al reconocer que todos hemos sentido alguna vez eso de «pude haber sido un primera serie» [*], aspirar a algo mejor en la vida, como el joven boxeador de rostro zurcido y sueños machacados cuyo incipiente compromiso social le hace enfrentarse a la mafia sindical en el puerto de Nueva York. Actor y ser humano se confunden en una amalgama de ternura y rabia, empatía y masoquismo, tristeza y arrojo.
«El trabajo con Stella Adler consistía en ejercicios emocionales y físicos, y en cómo plantear una escena», recuerda Arhur Penn. «Esto le concedió posiblemente la cosa más difícil del mundo, le dejó suelto para que se sintiese libre de hacer cualquier cosa sin verse constreñido por las restricciones de la interpretación convencional. Poseía ese talento en el más alto grado que yo haya visto jamás. La combinación de una técnica liberadora y la propia personalidad de Brando, una combinación que devino única. Hay en Brando un aura de peligro inminente que prevalece todo el tiempo, esa sensación de que puede hacer algo tan ultrajante, tan temerario, que te sentirás horrorizado. Esa amenaza tentadora que subyace en su trabajo es lo que encuentro cautivador del hombre. Su capacidad para imprimir a un papel un comportamiento sencillamente impredecible».
El rostro impenetrable abunda en «momentos Brando», como la escena de borrachera que tardó varias jornadas en perfeccionar, pues se embriagaba de verdad sin tener estómago para el alcohol y acababa renqueando balbuceante. Pero el fracaso del filme hipotecará su futuro y, para saldar deudas, acepta hacer cinco películas con Universal que hunden su reputación en taquilla, el icono que esculpió una incierta virilidad convertido en el hazmerreír de comedias y wésterns no merecedores de su arte primigenio. Con el agravante de que ningún gran estudio se arriesga a contratarle por su fama de irresponsable caprichoso. El genio requiere de privilegios, pero el viejo Hollywood no tolera la diferencia, ni la insolencia.
No será hasta que Coppola le rescata en El padrino (The Godfather) y Bertolucci en El último tango en París (Last Tango in Paris), ambas de 1972 y marcadas por su osadía y magisterio, que regresa ese intangible que solo él sabía conjurar, aunque fuese tal su rareza que no siempre era capaz de producirlo. Su gravedad y hondura en ambos títulos —y el monstruosamente nihilista coronel Kurtz de Apocalypse Now (1979)— cristalizan al símbolo sexual de los años cincuenta en el actor maduro ya incomparable a ningún otro. Alguien que nunca se repetía, que perseguía ese instante fugaz, no una duplicación de lo ensayado, sublimando el método que había domado sus instintos y destilándolos en una presencia magnética, una intensa ambigüedad.
«Todos los actores aspiran a llegar a las proximidades de lo que hizo Marlon como actor», concluía Coppola. «Pero todo proviene de su increíble inteligencia y su talento inclasificable, pues es un actor intuitivo, se basa en conocer intuitivamente la verdad, aunque su aprendizaje le ayudase a saber dónde colocarla. Se le concedió un don natural que iría desarrollándose a través de traumas existenciales, su infancia, y el gran amor y pasión que sentía en su corazón al hacerse mayor y pasar por todas aquellas tribulaciones en su vida. Se le concedió esa capacidad de aportar poesía y verdad, elegancia e inteligencia, a los millones de personas que vieron sus películas».
Ciertamente, Brando hurgaba en su dolida humanidad y la transformaba en experiencia trascendente para el espectador. Ese engañosamente coqueto hieratismo condensa una gran emoción, asomándose a un bullente interior hasta que lo personal inunda al personaje. La forma de andar, un lento deslizamiento, es poesía en movimiento. Solía recordar que la gente no habla como en las películas, piensa lo que va a decir, titubea, y esto se advierte facialmente. Él fue el primero en comprenderlo, abriendo las compuertas a todos los que le siguieron: Robert De Niro, Anthony Hopkins, Al Pacino, Daniel Day-Lewis…
«Brando trajo a la pantalla la enorme pasión de posguerra, una clase distinta de relación con la vida, y la expectación ante cierto tipo de comportamiento», afirma Penn. «No era un caballero, no era un alma buena, no era eso, y lo explotó hasta llegar a todas partes. Vemos a Brando en todas las interpretaciones cinematográficas a nivel mundial. Todos los actores tienen una deuda con Brando. Todos la tenemos, pues llevó a la pantalla algo que nadie antes había hecho. El coraje de ser irreverente, impredecible y peligroso».
Al regresar a Hollywood desde las localizaciones de El rostro impenetrable en Monterrey, Brando se encuentra con un largometraje de ocho horas. La repetición de tomas, la voracidad sensorial y su ansia perfeccionista han despilfarrado costoso celuloide. «Una vez terminada, en Paramount dijeron que no les gustaba mi versión de la historia; yo había hecho que todos en la película mintiesen, menos Karl Malden», cuenta en sus memorias. «El estudio recortó la película destrozándola y también a él lo hicieron un mentiroso. Para entonces ya me había aburrido de todo el proyecto y lo abandoné». En aquella época, su matrimonio se hunde por las continuas infidelidades del actor y le abruman asuntos familiares: su hermana se ha dado al alcoholismo, como la madre, empujada a la botella por un padre tóxico que sigue ejerciendo sobre ellos una nefasta influencia.
Sin embargo, vista hoy, la única película dirigida por Brando difumina pasadas controversias para erigirse en inefable psicodrama del Oeste, suntuoso precedente que anuncia a Peckinpah, a Sergio Leone y al maduro Clint Eastwood. El rozagante espectáculo enmarca en bellísimos paisajes, y elaborados interiores, una trama que no avanza al ritmo acostumbrado, lentificada por ese duelo que nunca llega entre hijo expectante contra padre putativo en una enquistada relación de amor/odio, cuya anticipación va creciendo en escenas que parecen creadas únicamente para retrasar el violento desenlace.
Brando había dicho que pretendía «asaltar la ciudadela de los clichés»: los diálogos rehúyen lugares comunes, el drama se desarrolla insospechado. La dirección de actores —Brando hace extrañamente atractiva a Pina Pellicer, enorme al compadre Ben Johnson— se cimenta alrededor de la estirada o laxa gestualidad del protagonista, a veces tendiente a lo simbólico, otras de un romanticismo digno de Byron. La dirección cinematográfica se beneficia de la curiosidad del novato, siempre buscando la originalidad del plano, tanto en lo que sucede en este como en el modo en que se organiza y encuadra. Y al final —tras imborrables escenas como la de la playa, donde Río le confiesa a Louisa la verdad que ha estado ocultando, o aquellas que muestran los sucesivos encuentros con su némesis— Río cabalgará hacia el horizonte, que aquí es el océano. Ya no se puede ir más al oeste. La mitología del wéstern se ha agotado.
El actor no nos dejaba ver al hombre, un ser excepcional. El bello animal y el sufrido artista que galvanizaban la pantalla, el activista por los derechos civiles de los afroamericanos y defensor de los nativos americanos, el inventor que patentó ideas hasta sus últimos años, finalmente el padre que apoyaría a su hijo acusado de asesinato. En palabras de Peter Bart, ejecutivo de Paramount que bregó con sus genialidades: «Hubo ocasiones en su vida en que Brando caminó bajo el sol sin proyectar sombra alguna».
[*] Traducción muy libre del original «I could’ve been a contender» (podía haber sido un contendiente) en el doblaje español de La ley del silencio. En feliz justicia poética, el ripio contrasta con una de las más elocuentes traducciones de un título cinematográfico extranjero, ámbito en el que solía acudirse al ditirambo o la pura invención por parte de las distribuidoras cuando un largometraje no tenía traducción fiel al castellano o su título original se veía poco comercial. El rostro impenetrable no solo remite a One-Eyed Jacks, título original y término que define al hipócrita malicioso de doble cara, sino que explica y sublima al actor protagonista.
Una pequeña muestra de la calidad de Brando como actor. En El último tango hay una escena en la que Maria Schneider le pregunta a Brando si cree que ella es una prostituta, pero pronuncia «war» (guerra) en vez de «whore» (prostituta). Brando, en lugar de continuar como lo haría el 99,99% de los actores, esto es, obviando el error y continuando con el diálogo tal y como está escrito en el guión; le pregunta directamente a María qué es lo que ha querido decir. Es un momento irrepetible por la sorpresa y veracidad con la que responde María.
Hay que darle su parte de mérito a Bertolucci por incluir esa versión improvisada de la escena en el montaje final, en vez de repetirla; como sin duda hubiesen hecho un alto porcentaje de directores. (¡Hacemos otra! María se pronuncia whore, no war…).
El Rostro Impenetrable, una de mis mayores debilidades desde que la vi con once años en un cine de barrio allá por el 61, si no me equivoco! Por entonces creo que no había visto aún
Espartaco y no sabía quién era Kubrick. Pero naturalmente, sí quién era Brando, el tipo con mayor magnetismo que he conocido en una pantalla de cine; más adelante y con más años a cuestas, descubriría que además, era un actor formidable, el mejor según las opiniones de casi todos sus compañeros de profesión a los que preguntaban sus preferencias. Con permiso de Sir Laurence Olivier. Pero volviendo al film que nos ocupa, decir que si ya me pareció fascinante en su momento y siendo yo un niño, el paso de los años no hizo más que acentuar esa opinión y sobre todo, apreciar secuencias como las de Katy Jurado y Pina Pellicer (excelentes las dos, en especial Pina) madre e hija, cuando se revela el embarazo de la segunda. Ese tipo de escena así como las de amor y desamor entre Río y su amada Luisa en la playa, para un chaval de esa edad no pueden nunca tener la carga emotiva (enorme) que un adulto sensible valora. Pero sí que fui muy consciente de la amistad y la confianza traicionadas y Dad Longworth pasó a ser mi segundo villano más odiado después de Messala en Ben Hur, a lo que ayudó la muy buena y diría especial actuación del gran Karl Malden, que me transmitía la sensación de que ese tío no era un “malo” de los de siempre sino alguien con mucho trasfondo detrás. De Brando, qué decir… que estaba imperial con su chulería y sus arrebatos de ira con los que dejaba al estupendo Ben Johnson con la cara blanca como el papel. No fue hasta bastantes años más tarde que supe que Kubrick había estado formando parte del proyecto, también Peckinpah… ¡Con razón me gustaba tanto este extraño western! Se habían reunido mi actor y director favoritos para gestarlo y aunque Stanley se largó o lo largó Marlon, seguro que no hubiera sido lo mismo con otro. El resultado, no obstante todos los recortes y cambios que los estudios aplicaron, sigue siendo para mí, fastuoso y creo de justicia darle a Brando el enorme mérito por su talento inmenso (Ignacio Julià dixit) a pesar de su bisoñez para la parte técnica del rodaje.
Es mi western favorito seguido muy de cerca por Hombre del Oeste, del gran Anthony Mann y
ahora me doy cuenta de que me gustan mucho los films del Oeste cuyo argumento se podría trasladar sin demasiados problemas al cine negro de gangsters de toda la vida.
Muy de acuerdo.
Vi esta película una noche a eso de las 2 de la mañana sin saber quién la había rodaso y quedé impactado pq era un western totalmente diferente a lo q había visto nunca. Ese mar, ese Karl Malden lleno de matices y sobre todo el gran Marlon Brandon con ese poso extraño q siempre deja en la pantalla.
Un artículo muy bien escrito por cierto