Mi madre era extremadamente pulcra y meticulosa, tanto con la casa como con su persona. Jamás salía de casa sin estar presentable, mostrando su mejor cara, sus ademanes, su comportamiento, su indumentaria, sus zapatos perfectamente lustrados, un bolso en condiciones, muy cuidado por dentro y por fuera, y con guantes siempre que era posible. Siempre he sentido admiración por las damas que llevan guantes.
Ingrid Bergman usaba guantes, y me parecía muy sexy; esa manera de quitárselos. Siempre me parecieron más sexy las mujeres que revelan sus secretos sutil y gradualmente, más que las que enseñan demasiado.
Alfred Hitchcock
Emma Jane Hitchcock fue una humilde ama de casa y esposa de un tendero en la Inglaterra victoriana que dedicó todo su tiempo a educar a sus tres hijos. Se sacrificó por su familia y no se permitió más excentricidades en la vida que ser una ferviente católica en Londres, pero a ella se debe probablemente una parte nada desdeñable de la herencia cultural del siglo XX. Tras enviudar en 1914 dedicó sus atenciones al menor de sus hijos, un muchacho tímido y rechoncho que a los quince años enfilaba la crisis de la pubertad. Emma puso todo su empeño en equipar al joven de todo lo necesario para abrirse camino en la vida, y sus esfuerzos dieron fruto un día de 1925 en el que, a los veintiséis años de edad, Alfred iniciaba su prominente carrera de director de cine haciendo un descubrimiento asombroso en su primer día de rodaje: varios colaboradores de su debut tras la cámara le hicieron saber, vagamente sorprendidos, que su actriz principal no podía nadar ese día porque las mujeres padecen periódicamente algo llamado menstruación.
El joven Hitchcock estaba ya entonces prometido, con la pulcritud y pureza que los modales exigían, con la que sería la única mujer de su vida: Alma Reville, bajita, poco agraciada, más bien feúcha y a la postre colaboradora esencial en el proceso creativo de decenas de películas del maestro. Emma dejaba al niño por tanto bien casado, listo para formar una familia y preparado para el futuro, pues la refinada educación que otorgó al pequeño Alfred, con sus privaciones y maneras exquisitas, le había dado efectivamente equipaje emocional sobrado para afrontar su vida y sobre todo su carrera, a saber: una dedicada atención a las inquietudes sexuales del ser humano, una exacerbada obsesión por las rubias, un morboso gusto por lo prohibido, del asesinato para arriba, y un apego a los procesos físicos subterráneos de la vida cotidiana y a su equivalente psicológico: las neurosis.
La trayectoria profesional de Hitchcock despegó gracias a su fantástica habilidad para involucrar al público en historias de falsos culpables, chantajes y conspiraciones. En 1939 el cineasta era el orgullo de cualquier madre: convertido en un director de enorme éxito, concluía la gloriosa etapa británica de su filmografía con un billete a Hollywood. Madre e hijo se separaban para que Alfred, esposo ejemplar y padre modélico de una hija, amable, socarrón y desmesuradamente obeso, dedicara los siguientes cuarenta años a deleitar al mundo con sus deseos reprimidos, sus más bajas pasiones y sus instintos más retorcidos en forma de oro cinematográfico. También con varios retratos de madres ingenuas o chifladas en el mejor de los casos, y celosas, posesivas, malvadas y deliciosamente desquiciadas en el peor. Porque la madre es al cine de Alfred Hitchcock lo que el falso culpable, el psicoanálisis, el sexo, el voyeurismo, el MacGuffin, la avioneta y la ducha. Sirvan varios ejemplos:
(Nota: evidentemente se desvelan aquí varios detalles de la trama de los films citados)
La película: La sombra de una duda (1943).
La madre: Emma Newton (actriz: Patricia Collinge).
Alias: «Mamá perfecta».
Su pecado: no intuir que su adorado hermano Charlie es un despiadado asesino.
Su frase de guerra: «Oh, Charlie, ¡es maravilloso tenerte aquí!».
La madre más amable de toda la filmografía del maestro es sin duda Emma Newton, ciudadana ejemplar y verdadera cabeza de una familia ideal, siempre unida, perfecta, sin tacha, trabajadora y ejemplo del american way of life, cuyo único pero es que su inevitable oveja negra (el tío Charlie) echa el tiempo estrangulando a unas cuantas viudas.
En los días del rodaje de La sombra de una duda Hitchcock pensaba en su madre a todas horas. No era para menos: delicada de salud, vivía a miles de kilómetros en un Reino Unido que acababa de pasar lo peor de la ofensiva nazi. Hitchcock quiso convencerla para que se trasladara a Hollywood, pero solo consiguió que se mudara de Londres a la campiña inglesa, menos propensa a sufrir bombardeos. Su hijo mientras tanto contrataba a Patricia Collinge, una actriz de origen irlandés (como Emma Jane Hitchcock) para interpretar a un personaje adorable que compartía con la madre del maestro hasta el nombre. La sombra de una duda fue una de las películas predilectas del genio del suspense, pero nunca pudo hacérsela ver a su madre: Emma Jane Hitchcock falleció en septiembre de 1942, cuatro meses antes del estreno de la película.
Indagar en las neurosis personales de Alfred Hitchcock ha constituido para cientos de críticos un ejercicio tan gratificante como el visionado de sus películas. Es una afición perfectamente justificada, porque reserva misterios, pistas y secretos que el genio al parecer se habría llevado a la tumba. También elucubraciones fascinantes: una de mis suposiciones preferidas, algo aventurada pero no del todo temeraria, es esa que asegura que la muerte de su madre fue el detonante para que el director británico se desatara o desabrochara cierto corsé de su oronda barriga para lanzarse a retratar sin piedad, con ocasionales intermedios amables, paródicos y humorísticos, a temibles figuras maternas. Empezando por mi preferida de esta lista:
La película: Encadenados (1946).
La madre: Madame Sebastian (actriz: Leopoldine Konstantin).
Alias: «Mamá diablo».
Su pecado: ser más mala que su hijo nazi.
Su frase de guerra (a su hijo): «Tu enorme estupidez nos sirve de protección… de momento».
Alex Sebastian es un nazi sensible de exquisito gusto, pues está enamorado de su esposa Alicia (Ingrid Bergman, nada menos). Su personalidad es vagamente bipolar, pues se divide entre el amor que profesa hacia la Bergman y sus avances en el estudio del uranio para fabricar artefactos que aniquilen a media humanidad. Pero ambas pulsiones de su carácter están dominadas por su santa madre, esa señora con dos bien puestos que controla todo en casa, y a quien su hijo debe pedir hasta las llaves de los armarios. Cuando madre e hijo descubren que la Bergman es una espía norteamericana, mamá saca el paquete de cigarrillos y la pose diabólica y entre calada y calada urde el plan perfecto para salir del paso: mira hijo, quítate de en medio que ya me encargo yo de envenenar a tu mujer.
Hitchcock modeló a la señora Sebastian de Encadenados siguiendo el patrón de la primera gran creación de la etapa americana de su filmografía, pues el personaje comparte los celos, la mirada perdonavidas y la actitud hostil ante la nueva habitante de la casa que fueron marca de fábrica de la señora Danvers, la célebre ama de llaves de Rebeca (1940). Pero los méritos de esta se reducen a llorar cansinamente a una fallecida y dejar la mansión de Manderley hecha unos zorros tras perder su particular batalla personal con una joven remilgada y pusilánime. A la señora Danvers la quiero ver yo haciendo que un nazi genocida se cague en los pantalones. Madame Sebastian es una de las grandes creaciones del maestro, si bien este reservó sus afectos hacia la siguiente heroína de nuestra lista:
La película: Extraños en un tren (1951).
La madre: Señora Antony, madre de Bruno Antony (actriz: Marion Lorne).
Alias: «Van Gogh».
Su pecado: estar tan loca como su hijo, que no es poco.
Su frase de guerra: «¡Oh, Bruno, qué travieso eres!».
En sus interludios más amables, Hitchcock presentaba a madres simplemente chifladas o ingenuas, y para una vez que creó a una auténtica heroína materna fue a darle el papel a Doris Day (El hombre que sabía demasiado, 1956) que ya es ser retorcido.
La madre de Bruno Antony, el psicópata protagonista de Extraños en un tren, no es una heroína, pero encabeza el grupo de las dementes simpáticas, alejado de las monstruosas creaciones del maestro venidas y sobre todo por venir. Hitchcock le diría a Truffaut sobre el personaje: «Estoy muy satisfecho de la señora Antony, porque está por lo menos tan loca como su hijo». Y es que hablamos de una auténtica lunática que vive de espaldas a la realidad, atenta tan solo a su afición a la pintura, y que desoye todas las evidencias que demuestran que su hijo es un perturbado con delirios criminales.
Siguiendo en esa línea de madres humorísticas, quizá la última de su filmografía sea la que bordó Jessie Royce Landis en un papel de apenas cinco minutos en Con la muerte en los talones (1959). Hitchcock le reservó por si acaso el rol de causa única de las terribles peripecias de su hijo, pues fue su partida de bridge en casa de una amiga la que llevó a Roger Thornhill (Cary Grant) a ser confundido con el poderoso espía George Kaplan. Sea como fuere, el personaje permitió a Hitchcock ejercer el desengrase previo antes de adentrarse por terrenos mucho más oscuros en su gran trilogía sobre madres desquiciadas, que empieza, cómo no, por la progenitora de las progenitoras:
La película: Psicosis (1960).
La madre: la señora Bates (actriz: vaya usted a saber. Teorías no faltan).
Alias: «La madre del cordero».
Su pecado: buscarse novio sin consultar antes con su hijo, al parecer.
Su frase de guerra: «¡Ui, ui, ui, ui! ¡Uo, uo, uo, uo! ¡Tachóooon, tachóooon, tachóooon, tachóoon….!».
Ya lo dijo Norman Bates: «El mejor amigo de un muchacho es su madre». En la película de mayor éxito de toda su filmografía, Hitchcock presenta a la señora Bates como una presencia abstracta pero absoluta, celosa y autoritaria, que trasciende la vida y la muerte (una idea ya sugerida por la Carlotta Valdés de la hora inicial de Vértigo) y cuya personalidad dominadora sobrevive en las neurosis de su hijo, y por tanto en sus acciones. Sorprendido por la apoteósica recepción de una obra tan compleja, oscura y tenebrosa, el director tuvo vía libre para seguir indagando en el tema de los celos y en la fuerza etérea, palpable y casi paranormal que él percibía como la parte más oscura del amor materno:
La película: Los pájaros (1963).
La madre: Lydia Brenner (actriz: Jessica Tandy).
Alias: «Mirada de hielo».
Su pecado: odiar a esa pelandusca que ha venido a robarle al niño.
Su frase de guerra: «No quiero quedarme sola».
Melanie Daniels (Tippi Hedren) llega a Bodega Bay con el único propósito aparente de acostarse con Mitch Brenner (Rod Taylor) y entonces los pájaros atacan al pueblo porque es lo suyo. Ya saben que la interpretación más extendida sobre el extraño fenómeno al que asistimos en esta singular obra maestra es la relación edípica entre la mamá de Mitch y este. En palabras de Slavoj Zizek: «el violento ataque de los pájaros representa obviamente la irrupción explosiva del superyó materno, decidido a evitar la relación sexual. Los pájaros son por tanto energía incestuosa en estado puro». Es una explicación con un par de patas cojas, porque la primera gaviota trastornada, con la que arranca la fiesta, aparece antes del encuentro entre Melanie y la señora, y porque las aves la toman con la propia señora, con su hija y con su casa. Pero es precisamente esa ambigüedad el eje sobre el que se sustenta el impacto de esta fábula perfecta y radicalmente libre. Por lo demás, viendo la película uno tiene la impresión de que Hitchcock disfrutó regalando a la cámara esas miradas azules de desprecio que la señora Brenner dedicaba a Melanie casi tanto como se entretuvo lanzando pájaros a la cabeza de Tippi Hedren. Pese a ello, la actriz repitió con el director para, esta vez, no ser el desencadenante de los conflictos materno-filiales, sino directamente la hija reprimida. Porque el cierre de esta singular trilogía es, por supuesto:
La película: Marnie, la ladrona (1964).
La madre: Bernice Edgar (actriz: Louise Latham).
Alias: «La puritana con secretito».
Su pecado: no querer a su hija, y negarle la sesión de psicoanálisis que precisa como agua de mayo.
Su frase de guerra: «Una mujer decente no necesita a los hombres».
Marnie es, de lejos, la película que mejor sirve de argumento para quienes no ven en Hitchcock más que a un misógino de manual. A saber: los tres personajes femeninos de la película se reparten estas categorías: ladronas, malas madres, prostitutas, frígidas y celosas perversas. El héroe de la función (Sean Connery) es un sujeto que chantajea a Marnie, la protagonista, para que se convierta en su esposa y, sabiendo que es una enferma mental, la viola en la luna de miel para devolverla a la recta senda, al parecer. Al final la ayuda a hallar la causa de su aversión a los hombres y a desvelar el oscuro secreto que la madre de ella esconde y que constituye, por supuesto, el origen y resolución de todas las neurosis de la hija. Marnie se descubre entonces, ya sí, lista para el sexo con su supuesto príncipe azul.
La película es por tanto dinamita para quienes se entretienen especulando sobre lo peor de la personalidad del maestro, que aún entregaría una última obra maestra incontestable: Frenesí (1972), una de esas películas que, como Ran o El hombre que mató a Liberty Valance, constituyen por sí mismas un subgénero: el de las obras de madurez de los más grandes en las que estos vuelcan, al llegar la tercera edad, un compendio de todas las obsesiones de su carrera como testamento a futuras generaciones. Frenesí contiene chicha de sobra para especuladores: el psicópata protagonista es un londinense cuya fachada esconde a un hombre reprimido que odia a las mujeres aunque, por supuesto, venera a su santa madre.
Con Frenesí Hitchcock entregaba por tanto su último regalo envenenado a sus muchos biógrafos y psicoterapeutas. En paralelo, fiel a su carácter reservado, irónico y sardónico que le permitía no desvelar nada de su personalidad y desvelarlo todo a la vez, el director se reiría en público en sus últimos años de la psiquiatría, esa disciplina médica a la que su arte debe media vida: preguntado en una entrevista por su gusto por el miedo, el director respondía con una de sus muchas anécdotas recurrentes, convenientemente decoradas o simplemente inventadas. Decía: «Mis temores provienen de dos fuentes. Por un lado de la policía: cuando tenía cinco años mi padre me mandó a la comisaría con una nota cuyo contenido siempre desconocí, pero que me valió que el comisario me encerrara en el calabozo diciéndome: “Esto es lo que hacemos a los niños malos”. Por otra parte, mis miedos nacen el día en que, a los tres meses de edad, mi madre me miró a los ojos y me dijo: “¡Bu!”. Los psiquiatras aseguran que si eres capaz de hallar el origen de tus temores más profundos y arraigados, estos desaparecen automáticamente. Yo soy la prueba de que la psiquiatría miente miserablemente».
Ya ven, al final Hitchcock no se llevó tantos secretos a la tumba. Sus pasiones más privadas siguen ahí, en sus películas, mezcladas entre los falsos culpables, los chantajes y las conspiraciones. Trascienden su muerte y sobreviven, también, en las neurosis de sus espectadores.
¡ Genial… !