Hablar de Oriol Llopis (Barcelona, 1955) es hablar de una leyenda de nuestro periodismo musical. Sus textos fueron siempre un fiel reflejo de una muy particular forma de estar en el mundo. Las drogas y el rock and roll formaron parte sustancial de una vida que quedó plasmada indirectamente en todo lo que escribió. Tan vibrante como excesivo, Llopis convirtió el ejercicio periodístico en una profesión de riesgo. La literatura corrió siempre por sus venas, como quedó demostrado en La magnitud del desastre, sus hoy descatalogadas memorias, todavía a la espera de ser reeditadas.
Repasamos con él sus años dorados en Star, Vibraciones, Rock Espezial y La edad de oro. Nos sorprende su lúcida cháchara, su tono educado, su cariño por la anécdota. Sus desvaríos nos resultan fascinantes, así que le dejamos hablar, contar una vida que para muchos sonará a pesadilla. Para él, en cambio, quizás sea el único recuerdo de valor que le quede.
Frank Zappa decía, aunque la frase no era suya, que el periodismo musical consiste en gente que no sabe escribir entrevistando a gente que no sabe hablar para gente que no sabe leer. ¿Estás de acuerdo?
Esto es aquello que llaman una boutade, una de esas frases epatantes que tiene algo de verdad pero más hoy en día que en la época en la que la dijo. Eso es todo lo que puedo decirte sobre Zappa y esa frase, porque, a ver, un tío que se hace una foto sentado en el váter, haciendo como que caga, con los pantalones bajados, y resulta que la foto es un montaje… ¿Sabes cómo lo descubrí? Porque, si te fijas bien, no lleva calzoncillos, no quedarían bien en la foto. Si quieres epatar de verdad, ¡ponte unos calzoncillos con manchurrones, cabrón!
Pero en Star tú mismo escribiste un artículo titulado «Confesiones de un rock-critic» en el que arremetías contra la profesionalidad mal entendida de ciertos periodistas musicales a los que no parecía que en verdad les gustara mucho la música.
Sí, pero cuando escribí aquello yo estaba muy quemao, la verdad. Esto era a cuenta de un tío que se llamaba Antonio de Miguel, que, obviamente, como comía la polla y el culo y lo que hiciera falta a todo el mundo, terminó de directivo en Ariola, creo. A mí lo que me empezó a picar es que veía, mes tras mes, que en el Vibraciones, donde había unas páginas centrales que se llamaban «Los VIB’s», que eran unas biografías a fondo sobre fulano y mengano, con análisis detallado de discografía y tal, el tío se apuntaba a un bombardeo. Lo mismo te escribía de Rod Stewart que de la ELO, o de los últimos punks. El tío escribía de lo que le echaran, y ahí le di un toque. Pero, ya te digo, yo iba ya muy quemao en esa época, y tampoco puedo criticar mucho ahora porque yo recuerdo etapas en las que prácticamente el cincuenta por ciento del Vibraciones lo hacía yo. Me acuerdo de un número en el que hice un artículo hablando sobre un pequeño boom que hubo de películas sobre Vietnam, como Apocalypse Now y El regreso, y luego a continuación escribí una cosa sobre Led Zeppelin, a los que me cargué y me cayeron unas cartas que me querían linchar… En esto del periodismo musical siempre cabe la opción de decir aquello de «preferiría no hacerlo», pero si lo hacía, tenía que decir lo que pensaba, eso es esencialmente lo que yo criticaba en aquel artículo. A Queen le hice un par de críticas demoledoras, porque siempre fue un grupo que me puso de los nervios. Ten en cuenta que entonces no es que nos encargaran cubrir tal o cual cosa, es que todos íbamos a verlo todo. Fíjate, hasta me tragué un día un concierto de Emerson, Lake & Palmer, ¡vade retro, Satanás!, y tal y como lo estoy recordando voy a tener que darle en parte la razón a Zappa, joder, porque el momento más aplaudido fue cuando Keith Emerson se quedó solo en el escenario haciendo un solo de piano de veinte minutos, y a medio solo, sin dejar de tocar con una mano, se agachó, cogió una botella de champán, le dio un tiento, volvió a dejar la botella en el suelo, y la ovación que hubo superó luego a la del solo de batería de Carl Palmer, ¡lo superó a todo!
¿Había mucho infiltrado en la prensa musical de entonces?
Mucho, no, pero recuerdo a un par que se lo tomaban en plan cachondeo. Había uno que era un niño rico, que tan pronto escribía sobre Golpes Bajos o Parálisis Permanente como de Gabinete Caligari. Los Caligari hicieron un par de primeros discos buenísimos, pues justo hablando de esos discos dijo el tipo este: «¿Caligari? ¡Patillari!». Para que veas las tonterías… Te entraban ganas de cogerlo por la oreja y decirle: «Ahora te vas a escuchar este disco de arriba abajo», ¡y darle luego en la cara con el plato! El problema con la prensa musical española no es que hubiera algún que otro infiltrado, sino que nadie tenía datos y por tanto la mayoría no se atrevía a ir mucho más allá. Yo me iba todos los fines de semana a Las Ramblas y allí me pillaba el Rock & Folk y el Best, que eran las dos grandes revistas francesas de la época, fetiches para mí, también el New Musical Express, de Londres, y en un principio el Creem de Detroit. Me arramblaba con todo eso y a partir de ahí ya tenía suficientes datos como para dejar volar la imaginación.
Luego podía ocurrir lo siguiente: el primer «VIB’s» que le dedicamos a Led Zeppelin nos lo repartimos entre Diego Manrique, Antonio de Miguel y Claudi Montañá, que fue un periodista muy avanzado para su época, el pobre se suicidó antes de cumplir los treinta, y entre los cuatro, sin habernos puesto de acuerdo, cada cual en su esquina de España, enviamos nuestros artículos, cada uno hablando de una parte diferente del grupo y todos le metimos una caña que lo dejamos a la altura del betún. El Manrique decía de Robert Plant: «Ese rudo vikingo que aúlla como una gallina a la que estuvieran enculando» [risas]. Date cuenta de que el director del Vibraciones era Àngel Casas, que no tenía en verdad ni puñetera idea de música. Tras aquel especial de Led Zeppelin, me acuerdo de que Àngel se me acercó y me dijo: «Mira, Oriol, si hay alguna cosa que no te guste, prefiero que me lo digas antes». Eso demuestra que el director de la revista musical no tenía ni puta idea de nada. No tenía, de hecho, ni puta idea de cuál era la discografía de Zappa, porque me acuerdo de un día que me encargó que la comentara y le tuve que decir: «¿Tú sabes cuántos discos tiene Zappa?». Y me respondió: «No sé, tendrá ocho o nueve discos, ¿no?». ¡Tenía cuarenta y siete discos ya! «¿De dónde los saco?», le pregunté, porque en aquella época era imposible eso de llamar a la casa discográfica americana y pedir que nos mandaran toda la discografía de Zappa, así que tuve que reconocer en el artículo que muchos discos no los había podido escuchar porque no me los habían mandado. Curiosamente a Zappa lo vi muchas veces tocar en directo. Me acuerdo de que por la época del Joe’s Garage vino a tocar al Palacio de los Deportes de Barcelona. Prácticamente no tocó la guitarra, se pegó todo el concierto sentado en un taburete, pero había allí a su lado un chaval que se veía que era el típico genio prematuro acomplejado, iba disfrazado de químico, con unas gafas… ¡Era Steve Vai! [risas].
¿Llegó la censura a la prensa musical?
Mira, yo, la verdad, estando Franco vivo, llevaba en una revista una sección que se llamaba «Be-Bop-A-Lula», que eran como las cartas al director solo que las contestaba yo, que no era el director ni nada, y recuerdo haber dicho allí barbaridades y no se censuró ninguna. ¿Por qué? Por una razón muy sencilla: porque la censura tenía revistas más interesantes a las que hincarle el diente. Yo en esa revista, en 1974, escribí que la única persona por la que sería capaz de dejarme encular sería por Iggy Pop [risas]. Eso llega a leerlo un censor y obviamente no aparece. Otra vez, una chica me puso algo así como: «Me parece que a ti ya se te ha pasado el arroz, que estás teniendo la menopausia», y le contesté: «Yo por el único sitio por el que sangro a diario es por la vena». ¡Venga! No había censor que se ocupara de esto. En cambio, en el Star sí que hubo un extra dedicado a Robert Crumb y al gato Fritz que tuvo problemas. Si recuerdas, en aquella historieta, los políticos son cerdos, los negros son cuervos, van siempre trajeados y vendiendo jaco, y el mismo gato Fritz es un yonqui. En una viñeta se podía ver al gato Fritz yéndose en moto por la carretera, y a un conejo colega suyo sacar a lo lejos una jeringuilla. La jeringuilla, al darle el sol, brillaba. El gato Fritz veía aquel reflejo por el espejo retrovisor y daba la vuelta corriendo con su moto y regresaba. Un papá vio ese «tebeo» en un quiosco, se lo compró a su niñito, su niñito se leyó todo eso, luego el papá lo vio y… Ahí cayó la censura y secuestraron la revista. Hay un tío de estos por internet que tiene una tienda de discos en Valencia y que escribe sobre esa época de vez en cuando, y que se confunde sistemáticamente al decir que el número de Star que se secuestró es ese en el que salía Franco en la portada con unos ojos de láser. No quiero enmendarle la plana públicamente, pero no, esa portada no fue. Fue la del especial a Robert Crumb.
¿Por qué a un género tan bastardo como el rock, hijo de mil músicas, se le suele exigir desde cierta crítica tanta «autenticidad»?
No te entiendo. Defíneme eso de «autenticidad». Para mí no es auténtico el hijo de Julio Iglesias, el Enrique ese. Eso es un producto prefabricado. Yo duermo poco y de madrugada pongo la tele, y todas las cadenas parece que se pusieran de acuerdo para poner vídeos de grupos nuevos y tal, y no hay forma de engancharse a ellos por ningún lado. No hay armonía, no hay melodía. Yo soy un obseso de los Flamin’ Groovies, que hacían y hacen rock and roll, pero es que encima cuidaban las armonías de una manera que te ponían la piel de gallina. Hoy en día, en el supuesto rock, que es un pecado llamarlo así, no se preocupan para nada de la melodía ni de la armonía.
Por otro lado, sinceramente, yo no puedo considerarme un profesional de la prensa porque nunca fui objetivo. Siempre fui subjetivo hasta un punto indecente y por eso nunca he estado donde ha estado Ignacio Juliá, Jaime Gonzalo o Diego Manrique. Cuando salió el primer disco de Robert Gordon en España, acabé diciendo en mi reseña: «Robert Gordon es mejor que Elvis Presley». ¡Imagínate el linchamiento! Me querían colgar con la cabeza abajo, ahorcarme, quemarme, no sé… La gente se lo tomó muy a la tremenda y no dejaba de ser divertido que se lo tomaran así. Siempre me ha gustado dar caña a los grupos. A mí me hubiera gustado que hicieran un «VIB’s» de cuarenta páginas dedicadas a los Golden Earring, pero no me hubieran dejado nunca, básicamente porque en España entonces solo se había publicado un disco del grupo. Todavía siguen tocando, y esto es algo que sabe poca gente: la formación actual de los Golden Earring es exactamente la misma que la que tenían a principios de los setenta. ¿Tú sabes la telepatía y la sensibilidad que tiene que haber entre esos cuatro tíos? Con un solo golpe de mirada ya saben lo que van a hacer todos. En directo se lanzan a improvisaciones y de repente se paran en seco, sin que se vea ninguna señal ni nada.
Esta pasión tuya tan insólita por un grupo como los Golden Earring, ¿de dónde nace?
Nace de un fenómeno que a veces pasaba en España: alguien de una casa de discos pensaba que un disco iba a pegar un bombazo y se lanzaba a hacer una edición monumental, tirando cincuenta mil ejemplares. Eso pasó aquí en España con un LP de los Golden Earring, un grupo holandés que en su casa solo conocían cuatro personas y aquí de repente te lo podías encontrar en El Corte Inglés o en el bazar donde vendían las lavadoras. En cualquier sitio donde vendieran pocos discos, ahí había una copia de este álbum, que se titulaba simplemente Golden Earring, pero que todo el mundo lo conoce como The Wall of Dolls, porque en la portada salía el grupo apoyado en una pared con un montón de muñequitas de fondo. Ese disco es una obra maestra. Salió antes del «Radar Love», que sí que fue un éxito. En ese disco había unos temas largos con unas variaciones, unos instrumentales, unos vuelos en rasante con la guitarra, unos cortes en seco… Era el típico disco para fumar porros. Y cada sábado, religiosamente, nos juntábamos unos cuantos en casa de un amigo y fumábamos porros con ese disco de fondo que fue, como se dice, una epifanía para mí. Y a partir de ahí me dediqué a seguirlos, pero en aquella época, sin internet, era imposible saber qué más habían grabado y tal, hasta que salió «Radar Love» y los pude ver en directo en el Paralelo de Barcelona, lo que fue todavía más epifanía.
Golden Earring llevan editados sesenta o setenta discos y todos son buenísimos, de verdad, y variadísimos. Me quedé colgado con ellos. Las tres patas que componen mi mesa del rock son: Flamin’ Groovies, Golden Earring y Blue Öyster Cult, que verlos en directo fue también alucinante, porque se trajeron a la Aliança de Poble Nou todos los efectos especiales. De repente, un platillo volante te pasaba por encima y se estrellaba por detrás de los amplificadores durante una canción en la que salía la cabeza de Godzilla; y en medio de un solo de batería, no se cómo lo hicieron, al batería se le cambió la cara, lo convirtieron en un bicho monstruoso; y el cantante, al final de una canción, que iba de rigurosísimo cuero negro, hacía así, movimientos de karate, y de cada dedo le salían rayos láser. Salimos todos de allí… [risas]. Éramos todos acólitos. Había un chaval que se había disfrazado de boxeador, fue al concierto con el batín y todo, y en su espalda podía leerse: «The Öyster Kid». Patrick Eudeline, uno de mis críticos de cabecera, decía siempre que la jugada era ir a los conciertos más maqueados que los del grupo. ¿Que venían los New York Dolls? ¡Pues tanto más que ellos! Había que ir a hacerles la competencia [risas].
Del mismo modo que existen los dinosaurios del rock, entiendo que existen también los dinosaurios de la prensa musical.
Sí y no, porque, a ver, aquí en España, el que existiera gente escribiendo sobre música ya era… Nosotros fuimos los tuertos en el reino de los ciegos. Nos tenían que echar a todos de comer a parte. ¿Por qué escribía yo sobre música? Porque me encantaba la música y porque había leído mucho, desde pequeño. Tenía el componente de saber expresarme y encima de poder hablar sobre lo que me gustaba. Me acuerdo de que cuando volví de la mili, Gay Mercader, el organizador de conciertos, que llegó a ser el rey del mambo totalmente, me cogió por banda y me dijo: «Tengo una cosa para ti». Quería que le llevara el Disco Expres. Le había comprado la cabecera al Jordi Sierra i Fabra y se había traído la revista a Barcelona, y quería que yo fuera el director. Y yo le dije que no, que eso era un agobio, que me diera páginas para escribir y disfrutar, pero como director no. Ese ha sido de algún modo mi trauma, ese terror a la responsabilidad. Aquello de verme en la obligación de pensar que una cosa tiene que estar en imprenta para el día tal, que vuelva, corregir, los fotolitos, en imprenta luego… Una vez me encontré en esta situación, en el 83 o así, trabajando para Rock Espezial, en un mes en el que el jefazo nuestro, Damián García Puig, que llevaba tres o cuatro revistas a la vez, me dijo: «Oriol, este mes nos vamos todos de vacaciones, así que te encargo que te encargues tú del próximo número». No sabes lo que fue aquello [risas]. Fue, como lo llamaban Gallardo y Mediavilla, «la línea chunga». La portada me salió un borrón, la foto estaba desenfocada, llena de humo… Además hice la cagada de que ni siquiera metí un póster en el número, porque aquello de «¡Incluye póster!» enganchaba a todo el mundo. Y bueno, fue… Conseguí que saliera, y me dije, nunca más.
Lo de la responsabilidad para que una revista salga en su momento, coordinar la cosa para que todos los que escriben te manden lo suyo a tiempo, tener que corregirlo todo después, porque, es vergonzoso reconocerlo, pero había que corregir ortográficamente a casi todo el mundo, así que te llegaban sus textos, los corregías, los mandabas a la imprenta, te llegaban luego unos rollos de papel como de wáter que eran textos y textos y textos corregidos, pero solían tener todavía faltas de ortografía que había que corregir de nuevo, volver a mandar a imprenta, y ya si te llegaban los fotolitos aquellos que eran transparentes… Al hilo de esto me estoy acordando de una anécdota buenísima: en una de estas revistas, Jaime Gonzalo escribió un cuento que era tan divertido que decidimos publicarlo. Era sobre un detective con halitosis, un perdedor total, pero no teníamos material gráfico para ilustrar el cuento. Entonces, yo, mirando por ahí, encontré una doble página de una revista extranjera donde venía un anuncio doble de Lucky Strike y de Jack Daniel’s. Era un bodegón donde se veía el paquete de tabaco, el revolver de un detective, la botella… Lo recorté en vario pedazos, lo maquetamos y quedó de puta madre. Lo mandamos a imprimir, nos llegaron los ejemplares, los miramos y nos encontramos que en la página del cuento de Jaime lo que había eran unas fotos de elefantes paseando por la sabana africana. Nos quedamos… «¿Qué han hecho aquí, se han vuelto locos en la imprenta? ¡Nos quieren boicotear! ¡Habrán sido los de Popular 1, seguro!» [risas]. ¿Sabes qué había pasado? Que las fotos se habían caído, se habían dado la vuelta, y los de la imprenta las habían puesto del revés, habían salido por la parte de detrás, donde en la revista que recorté había un reportaje de elefantes en Tanzania. Y los tíos de la imprenta ni se lo plantearon. Y lo peor fue que nadie escribió nunca a la redacción preguntando que qué significaban aquellos elefantes [risas]. La gente tenía entonces tanto complejo de inferioridad que todos pensaron que aquello tenía un significado oculto y que era mejor no ponerse en ridículo preguntando que aquello qué era.
Por regla general, los críticos de aquella prensa musical no tenían apenas nociones sobre lenguaje musical. ¿Nunca lo has visto necesario? ¿No crees que puede ser un conocimiento útil para expresar lo que uno siente al escuchar música?
Sí, es verdad. Yo no tengo ni puñetera idea de eso. Mi gran trauma es no haber sabido nunca tocar la guitarra. El bajo lo toqué un poquito, pero se me hacía muy cuesta arriba. Aprender solfeo ni digamos. Entonces, ¿la alternativa cuál era? ¡Hacerse crítico!
Se cumple entonces en tu caso el tópico de que el crítico es un artista frustrado.
Pues sí, pero de todas formas yo no me hubiera visto nunca siguiendo una vida como la de los Burning, por ejemplo. Qué agotador, tío, eso de tener que tocar toda la vida en pueblos de mierda. Yo estuve una época muy enganchado, y eso de encontrarme en un pueblucho de Salamanca buscando material, porque estaba con un mono que se me subía por la espalda… Yo no habría podido ser músico en ese sentido. Por eso procuraba no moverme de Barcelona, y si me movía era ya con mi provisión. Me acuerdo de una vez que me invitaron, cuando ya estaban de capa caída, a una gira con los Uriah Heep. El Gay Mercader era un cabrón, tío, era un vivaz… Sabía que ni en Madrid ni en Barcelona iba a llenar un estadio con esa gente. ¿Sabes lo que hizo? Se los llevó de gira por Galicia. Y, claro, ¡llenaron cuatro sitios a tope! La gente aparecía allí pintada como los KISS, les daba igual quien tocara, solo querían ver un puto concierto de rock and roll. Cuando tocaron la famosa, «Lady in Black», se volvieron locos, coño. La gente estaba en el paraíso. Daba gusto verlos. El caso es que para esa gira me llevé lo típico, lo que yo pensé que me sobraría y bastante, para ir y volver, y naturalmente al segundo día ya no me quedaba nada. Sabiendo que por allí arriba todavía estaban bastante poco versados en la materia, me metí en una farmacia y pedí una cosa que se llamaba Quitadol. Se compraba sin receta ni nada. Aquello era como el jaco y al final los Uriah Heep me tuvieron que sacar de la bañera, tío, porque me estaba ahogando del ciego que llevaba encima [risas].
Se suele citar a Hunter S. Thompson al hablar de tu estilo periodístico, pero tengo entendido que él no ha sido ningún referente tuyo.
Hombre, es un honor que me comparen con Hunter Thompson. No le llego ni a las suelas de los zapatos, pero, modestia aparte, mi estilo periodístico salió de mí y de nadie más. No tenía guía. Luego fui descubriendo a otros periodistas escritores, como Nick Kent, que es uno de mis ídolos, o al ya citado Patrick Eudeline, que ha escrito ocho novelas. Un tío tuvo una vez el detalle de regalarme las memorias de Eudeline, que las publicó, cágate, el mismo año que yo publiqué La magnitud del desastre. Su mundo, claro, no tenía nada que ver con el mío, porque el tío se iba a la otra punta del mundo con todos los gastos pagados para entrevistar a quien fuera, y yo aquí… Eudeline trabajó primero en el Best y luego en Rock & Folk. Allí en Francia se tiraban de esas revistas doscientos cincuenta mil ejemplares. La tirada máxima aquí, que yo recuerde, fue la del Vibraciones, que en su mejor época no pasó de los veinte mil. Francia siempre ha sido Francia. Eudeline siempre decía una cosa: «Quizás en Francia no hayamos tenido a los mejores grupos de rock, pero sí a los mejores críticos». Y era verdad. Todos los escritores de esas dos revistas que te digo eran buenísimos. Estaban muy puestos, muy bien informados. Las redacciones en las que trabajaban eran de lujo, tenían acceso a todo. De repente podía aparecerse por allí, de visita, el majara de Lester Bangs…
Se acaban de publicar en España sus mejores artículos, en traducción de Ignacio Juliá, y la verdad es que es muy impactante ver cómo escribía.
Yo no lo conocía entonces, pero luego, cuando leí alguna cosa suya, sí que vi que era algo parecido a lo que yo hacía. Era en plan: «Yo suelto aquí lo que sea». Me acuerdo de que al final de su vida iba por ahí diciendo: «El año que viene me voy a aprender el «Louie Louie» al revés, y lo voy a estar tocando todo el día hasta reventar con todo». Pero no lo pudo hacer [risas].
¿Es cierto que la agencia Balcells quiso una vez ficharte como escritor?
La agencia Balcells lo que hizo fue un estudio entre los articulistas de Star para ver si encontraba allí algún talento literario, y, según se rumoreaba, mi nombre fue el único que superó la prueba. Pero aquello no paso de ahí. Yo creo que la culpa de que aquello no saliera fue de Juan Marsé, a quien entrevisté por aquel entonces. Lo descubrí, me enganché a su literatura, y quise entrevistarlo. El tío no entendía nada de lo que le preguntaba. No tenía ni idea de dónde había salido yo. Acostumbrado a moverse con los de la gauche divine del Bocaccio y tal, con escritores de cierta alcurnia, el que le apareciera un tío con pendientes y pantalones de leopardo, haciéndole unas preguntas rarísimas… La verdad es que el tío se comportó, ¿eh? Pero luego le fue a decir a la Carmen Balcells que él era un profesional, y que no le llevara a más gente rara como yo. Y me imagino que a partir de ahí me echaron la cruz. Entiendo, por un lado, que superara aquella primera criba, y entiendo también que luego no saliera la cosa. Lo entiendo porque todos los críticos de entonces escribían siempre con el mismo ritmo, la misma pauta, el mismo planteamiento. Todos los artículos eran del tipo: «Los Fulanito de Tal se formaron en 1964 en Birmingham. Al principio se llamaban Los Menganitos, pero cuando se pasaron al rhythm and blues empezaron a…». Una cosa que aprendí una vez más de Eudeline, aunque yo ya lo había hecho toda mi vida pero no había sido capaz de razonarlo tan bien, es que escribir sobre rock and roll no es escribir sobre música. Es escuchar y es escribir lo que uno escucha. Hay que escribir sobre lo que te hace sentir la música, y punto. No busques datos. Explica lo que sientes escuchando esa música. Y si puede ser en pelotas, mejor [risas].
Otra cosa importante, al hilo de esto, es la concepción tan cerrada que muchos tienes sobre lo que es el rock and roll. Igual que me propuse entrevistar a Marsé, he de decir, modestia aparte, repito, que también introduje en la época dorada del Vibraciones y del Rock Espezial el poder hablar de otras cosas que no fueran música sin dejar de hablar de rock and roll. ¿La historia de los cadillacs? En principio no tienen nada que ver con la música, pero un cadillac es rock and roll puro y duro. ¿El boxeo? Me fui un día a un combate y escribí sobre aquello. «Concierto para doce cuerdas» lo titulé. ¿Qué es el rock and roll sino dos tíos pegándose? Pues eso.
Siguiendo con tu faceta de literato frustrado, he de decir que tu relato «La época violenta» me parece prodigioso.
Sí, y además pegó mucho en su momento. Salió publicado en el Star con una foto mía, con una gabardina, una buena melena, apoyado en una esquina. Me salió de una tacada. Lo más curioso de todo esto es que, ya en la época de internet, leí a un escritor, cuyo nombre no me acuerdo ahora mismo y me da mucha rabia, decir que con catorce años, escuchando el Berlin de Lou Reed, que acababa de salir, pilló aquel Star y se leyó mi cuento, y aquello le impactó e hizo que quisiera ponerse a escribir. Y ahora es un escritor profesional, publica muchos libros, bastante fuertes.
En aquella época no te enterabas de todas estas historias, no sabías la repercusión que tenía lo que uno hacía. Me acuerdo ahora también de una anécdota que me contó Alfred Crespo, que ahora lleva el Ruta 66 y con quien por cierto acabé fatal a cuenta de mi libro de memorias, pero en esa época él y unos amigos se habían convertido en seguidores míos. Se enteraron de la pinta que tenía, porque entonces no había imágenes, la gente no podía saber la jeta que tenías, pero ellos lo descubrieron y por lo visto solían seguirme sin que yo lo supiera por la calle Tallers, donde trabajaba entonces en la redacción de una revista, y donde tantas tiendas de discos había. Aquello era el paraíso, una tentación. La última vez que pasé por allí vi en una tienda de instrumentos que vendían una guitarra cuyo cuerpo tenía la forma de Cataluña, tío. Hay que cubrir todos los frentes, ¿no? [risas]. El caso es que el Crespo, cuando parecía que era un tío legal y fuimos amigos durante un tiempo, me contó que a veces me veían entrar en la tienda de discos Revolver, y me seguían. Yo entraba colocado, y veían cómo me ponía delante de una hilera de discos, apoyado, y los iba pasando uno a uno muy lentamente, hasta que por lo visto me quedaba allí dormido de pie [risas]. A ellos les daba entonces miedo, respeto, acercarse, por si me despertaba de repente y les echaba la bronca. Cuando me iba, tambaleándome, se tiraban todos luego a ver los discos que yo había estado mirando, para orientarse y tal [risas].
Cuando se publicó La magnitud del desastre salieron seguidores míos de debajo de las piedras, y de los hongos, y de las setas, gente que decía: «Hostia, ¡el Llopis está vivo!». El mismo Gay Mercader se pensaba que yo estaba ya muerto y enterrado. Él odia bajar a Barcelona, vive en su montaña, con su helicóptero y todo, pero una vez tuvo que bajar a no sé qué, bajó con su choferesa, y en un escaparate vio mi libro, lo compró, y fíjate qué tentáculos tiene el tío, de repente un día me llaman aquí, que estoy perdido de la mano de Dios, y era él: «He visto que vives, y me ha alegrado mucho saberlo». El Mercader siempre me decía: «¿Sabes lo que te digo, Oriol? Shake Some Action!», porque fue él quien me descubrió ese disco de los Flamin’ Groovies. Una vez fui a hacerle una entrevista a su casa y allí me lo pasó y yo al principio, lo típico, me quedé enganchado solo con la canción que da título al álbum, la ponía todo el rato, hasta que empecé a darme cuenta de que todo el disco era una maravilla, la baladita más sencilla es una obra de arte. Melodía y armonía, tío, justo lo que no hay hoy día en el mundo.
Achacas a tus inicios como reseñista ciertos excesos retóricos, fruto de la influencia literaria del boom latinoamericano.
Sí, señor. Me cogió lo del boom de la literatura latinoamericana y acabé enganchado a El siglo de las luces de Alejo Carpentier, que era rico en imágenes. Llegué a escribir un artículo sobre King Crimson totalmente inspirado en Carpentier. Marcel Proust nunca me enganchó, pero algunos sudamericanos sí. Carlos Fuentes, por ejemplo, era delicioso. Y entonces, sí, un poco sí, me dejé llevar por eso, sin razonarlo, llegando a pensar que de algún modo cuántos más adjetivos metiera en una frase, más enjundioso iba a quedar. Luego poco a poco me di cuenta de que era justo lo contrario. ¡Límalo todo, límalo todo, hasta que solo quede el hueso! Hay que escribir igual que como te estoy hablando, sin querer enriquecerlo con nada. Así escribo yo, como si estuviéramos en un bar y te estuviera contando el concierto que vi ayer por la noche. No a lo bruto, ¿eh? No en plan: «¡Fue la puta hostia, tío!». Yo te hablaré bien, correctamente, pero de tú a tú. Siempre que escribí, lo hice para ti, para el lector. Ahora está muy de moda en la prensa tratar a la gente de usted, pero yo te hablaba de tú, como si fueras un colega.
Trabajaste codo con codo con Paloma Chamorro en La edad de oro. Tras su muerte me han llamado mucho la atención algunas críticas profesionales a su persona. ¿Qué recuerdos guardas tú de ella?
Paloma Chamorro era una mujer inteligentísima que se graduó magna cum laude a una edad en la que nadie se graduaba a ese nivel, y que entrevistó a personalidades como Dalí como muy poca gente hubiera podido hacer en España, porque ella era culta de verdad, era tan culta que podía seguir a Dalí en una conversación. Me acuerdo ahora de una anécdota que me contó ella estando precisamente entrevistando a Dalí en Cadaqués, para la televisión, donde se presentaron dos periodistas a ver si los podía atender rápidamente para una entrevista pequeñita, y Dalí les dijo: «Sí, no hay problema, pero antes me tienen que explicar qué es el vellocino de oro, o no hay entrevista». Y los echó, claro, porque no lo sabían [risas].
Es Paloma quien me ficha a mí como guionista de la que podríamos llamar segunda temporada de La edad de oro, porque no estaba contenta con el equipo que tenía. Se había enterado de que estaba sin trabajo, porque me habían echado del Rock Espezial porque, claro, los vicios son caros, y con el sueldo no me llegaba. En el Rock Espezial, cada mes, a quien se suscribiera, le regalaban un mes gratis más un disco y esos discos de regalo empezaron a volar de la redacción de mala manera. Me presentaba en una tienda de discos de Barcelona que estaba por la parte de Las Ramblas, una que llevaba un tal Matías, con una caja con cincuenta ejemplares del Piece of Mind de Iron Maiden, nuevecitos. El tío babeaba, claro, y me pagaba mejor que nadie. Otro día a lo mejor le caía la putada de tener que comprarme un disco en solitario de Pete Townshend que se llamaba All the Best Cowboys Have Chinese Eyes, que era una mierda, pero como sabía que yo luego le podía traer el ultimo de Judas Priest me pagaba de puta madre. Y aun así empecé a ver que tampoco me daba con eso, y le empecé a meter mano a las ultimas revistas que salían. En las tiendas de discos también había rinconcito para vender revistas, así que a un módico precio yo se las adelantaba. Llegaron a vender los últimos números antes incluso de que salieran a la calle. Llegó un punto en que tuve un negocio montado con siete u ocho tiendas de discos de la ciudad, que empezaron también a encargarme no ya solo el último número sino ejemplares antiguos que algunos clientes les pedían. Imagínate a mí esperando a que se fuera toda la gente de la redacción para quedarme solo y empezar a hacer paquetitos, yendo al almacén a buscar tres ejemplares del número 27, que me los había pedido no sé quién [risas]. Salía de allí cargado como un burro. La cosa empezó a apestar y el García Puig me echó. En aquella época no había ni contrato, ni seguridad social ni nada, así que me fui a la calle, y fue entonces cuando la Paloma Chamorro me echó el anzuelo. Quiso ese toque que tenía que yo escribiendo para algunas partes de sus guiones.
¿Y qué recuerdos tienes del programa?
En La edad de oro yo aterricé sobre nubes y almohadones. El primer concierto que iba a ver, a los cuatro días de empezar, fue el de Johnny Thunders. Vino con Jerry Nolan, Sylvain Sylvain y Billy Rath. Su banda que era una mezcla de los Heartbreakers y los New York Dolls. El concierto fue estupendo, pero la putada fue que Paloma, tirando de cheque, quiso fichar al mejor técnico de sonido de España, que resultó ser el mismo técnico de sonido que tenía Isabel Pantoja. Ese tío sería muy bueno, no digo que no, pero el concepto de cómo tenía que sonar un grupo como los Heartbreakers no lo entendía. Él procuraba que sonaran limpios, mientras que el mánager del grupo procuraba que sonaran guarros, como tenían que sonar. Es que lo estoy viendo ahora mismo, tío [risas], al técnico ese con su escaso inglés y al mánager de Johnny Thunders explicándole que en Nueva York las cosas sonaban así: «Wannnnnnnnnnnnnng!» [grita imitando el sonido de un guitarrazo distorsionado]. Pero no hubo manera. Se hizo el concierto, sonó más o menos bien, pero cuando se hizo la mezcla nos invitaron a todos a una salita en Prado del Rey para escucharla. Estaba yo con Johnny Thunders al lado, y al cabo del rato se gira el tío, me mira, y me dice: «¿Dónde coño está mi guitarra?». El mejor técnico de España la había borrado entera, porque por lo visto, según él, estaba desafinada, que probablemente, desde un punto de vista ortodoxo, lo estuviera, pero claro… Qué paranoia [risas].
Para mí fue una putada empezar así, en lo más alto, con Johnny Thunders, porque todo lo que vino después no tenía nada que ver conmigo. Me acuerdo de cómo Paloma me hizo saber que venía Johnny Thunders. Me hizo llamar al camerino, donde la estaban maquillando, poniéndole cuarenta capas de todo, con el pelo puesto, y me dijo: «Oriol, esta noche actúa Johnny Thunders. Necesito que me escribas un folio y medio para la presentación del concierto de esta noche». La tía me estaba poniendo a prueba claramente. Yo le dije: «Dame el tono». Siempre decía eso, a todo el mundo que me encargaba algo le pedía que me diera el tono. Y la tía me respondió: «Piensa que lo van a ver ocho millones de personas» [risas]. Cogí entonces mi pequeña Olivetti roja, que fue mi compañera tantos años, unos cuantos folios y me fue a un sitio apartado a escribir aquello. Salí de los estudios Roma, que están a las afueras de Madrid, donde se rodaron las películas de Paco Martínez Soria y Alfredo Landa, y sentadas en la barandilla me encuentro a la mujer de Johnny Thunders y a la mujer de Jerry Nolan. Y me ven con mi pinta… joder… parecía que lo llevara escrito en la frente. Me pararon y me preguntaron: «Do you know where we can find some dope?». Y yo, para mis adentros, diciendo: «Ay, madre». Por que yo estaba en la misma situación que ellas, había llegado a Madrid hacía cuatro días, era un extraño en la zona. Venía además de una cura, estaba limpio, pero la cabra siempre tira al monte. Les pregunté: «Which kind of dope?», y me dijeron: «Smack». Y me puse a babear, tío. «Veré qué puedo hacer», les dije, así que entré en el estudio, vi a una tía con una chupa negra y detrás las letras de «Born To Loose», y me dije: «Esa sabe algo». Y tanto: era Ana Curra. Le dije que cuando hicieran el business yo quería estar presente, porque el que parte y reparte se lleva la mejor parte, y llamó, vino un tío y, la verdad, no sé si era Alberto García-Alix, fíjate, pero seguramente. El caso es que apareció un tío con un marrón que estaba muy bien. Yo solo tenía ochocientas pesetas de mierda, pero ya me ocupé de que se hincharan. Total, que aquella noche acabamos todos puestos antes del concierto, menos Johnny Thunders, porque cuando apareció ya no daba tiempo, empezaba la grabación, y el pobre se tuvo que conformar con coca, que también le gustaba, por lo que se veía, lo cual era raro, porque a quien le gustaba el jaco no le gusta la coca, y viceversa.
¿Y cómo acabasteis Johnny Thunders y tú viendo una corrida de toros?
Porque él lo pidió. Y yo lo llevé. La cosa es que él no sabía en verdad lo que se iba a encontrar. Esto es algo que pasa siempre con todos los guiris. Desde que era pequeñito, cuando veraneaba en Sitges y tenía diez años, a veces mi padre conocía a algún extranjero y lo invitaba a los toros, porque todos tenían la misma obsesión, ver una corrida. Y todos iban y volvían diciendo que nunca más. Tienen una imagen romántica de aquello, y con Johnny Thunders no fue diferente. Todo el rato estuvo Jerry Nolan diciendo: «¿Cuándo van a coger al torero?», hasta que llegó la hora de matar al primer toro, que según se dice, salió amorcillado. Era un toro de esos que no se derrotan, que se quedan con las cuatro patas quietas, tiesas, temblando, pero no se caen, soltando un chorro de sangre por la boca y tal… y ya no vimos más. Solo vimos el primer toro. De vuelta a la furgona, Jerry le dijo a Johnny: «What do you think about it?». Y Johnny le respondió: «He’s like a motherfucker, man» [risas], refiriéndose al torero.
¿La famosa foto de Johnny Thunders vestido de torero tiene que ver con aquella visita?
Sí, claro. Se la compró y salió a tocar con ella en La edad de oro. Eso fue antes de ir a ver la corrida. En La edad de oro se llegó a cambiar tres veces de ropa. Primero salió con la chaquetilla, era lo único del traje de luces que llevaba. La segunda vez salió vestido todo de negro, con un traje largo y un sombrero cordobés que también se compró. Nolan se había pillado otro, pero de color rosa. Y la tercera vez salió vestido de macarra, de pachuco.
¿Estuviste presente el día de la polémica actuación de Psychic TV?
Sí, estuve. Todo el montaje visual que hicieron era acojonante, buenísimo, pero a mí la música de ese grupo nunca me enganchó. Había una filmación en la que se veía una procesión de la Semana Santa sevillana, en la que cuatro tíos llevaban una virgen, pero los tíos iban vestidos solo con unos pantalones, iban a pecho descubierto, y detrás podía verse a un nazareno, con el capuchón, dándoles latigazos, y los tíos ahí sudando, sangrando, llevando a la virgen a duras penas… Luego salía un ataúd con un Cristo dentro con cabeza de cerdo. Eran puntos así, aunque ahora mismo solo me acuerdo de esos dos, pero había muchos. Todo el vídeo eran imágenes contra la religión católica, porque además Genesis P-Orridge se había inventado su propia religión, la religión de la televisión psíquica, así que claro… Por cierto, que el Genesis este me hizo recitar los principios de su religión, les gustó mi voz y la grabaron, lo cual era raro porque yo cuando hablo parezco siempre que estoy a punto de echarme a llorar [risas]. Pero les encantó. Cuando me vio el Genesis, me dijo: «Hola, Oriol». Y me quedé… «¿Cómo sabes mi nombre?», y me respondió: «Porque soy psíquico», me dijo [risas]. Ahora el tipo se ha convertido en una especie de hermafrodita, ¿no? Ha hecho un experimento con su cuerpo…
Ahora que has dicho lo de la voz, creo haber leído en tus memorias que eres el narrador de aquel corto sobre Málaga que hizo Guillermo Pérez Villalta para La edad de oro.
Málaga es letal, se llamaba, sí. El Villalta, tío, cómo odiaba a las mujeres. Era un maricón de principios, hasta el punto de una grosería total. Recuerdo que una vez nos vino a buscar en su coche a Prado del Rey y no dejó subir nada más que a los hombres. ¡Ni Paloma Chamorro tuvo el honor de subir a su coche! [risas].
Siempre me ha llamado la atención que por aquella actuación, por muy polémica que fuera, se cancelara el programa de televisión. Al fin y al cabo estábamos a mediados de los ochenta. ¿Seguro que no hubo ningún otro motivo subterráneo?
El escándalo ese lo montó un abogado de Burgos que, queriendo buscarse sus cinco minutos de gloria, puso la denuncia. Paloma estaba muy quemada con el programa, y yo ya tenía un pie fuera porque no cumplía, y la cosa se hundió. No deja de ser curioso que me echaran y al cabo de un mes La edad de oro cerrara. Después de Johnny Thunders todo lo que vino fue un desastre. Vinieron los Psychedelic Furs, pero ¿quiénes coños eran esos, a qué sonaban? Volvemos aquí a lo de siempre, a lo de la melodía. No tenían gancho ni nada. Luego vinieron The Sound, otros que tal, unos imitadores de Echo & The Bunnymen. Lo único bueno que tenían eran las portadas. Luego los Psychic TV, que al menos eran divertidos. Vinieron también los Aztec Camera… ¿Qué coño iba yo a escribir sobre esa gente? Solo me salía poner: «Son una mierda». La única otra cosa buena que vino aparte de Johnny Thunders fue Tom Verlaine, el de los Television. Pero el tío era un tontolaba. Me acuerdo siempre de una cosa que dijo Rafa Cervera, cuando conoció a su admirado John Cale y a los cinco minutos ya se había arrepentido de haberlo conocido, porque el nota era un gilipollas integral. Pues el Tom Verlaine, igual. Nos lo llevamos a un restaurante de la hostia, y va el tío y pide jamón dulce con guisantes. Me cago en Dios, ¿eso te vas a pedir en este pedazo de restaurante? [risas]. Ojo, que al lado nuestro estaban sentados Gunilla Von Bismarck y el marqués de Valverde, ¿eh? Para que veas el nivelazo del restaurante… En eso Paloma Chamorro tenía una teoría: cuanto más gitano fuera el que viniese, más lujo había que darle. El hotel al que llevaron a Johnny Thunders era la hostia. Me acuerdo de que allí, en la terraza, él me introdujo en el tequila sunrise. Nos tomamos siete u ocho. El mejor tequila sunrise que he probado en mi vida. Cuando nos fuimos del hotel, serían las diez de la mañana, ¿eh?, salió el camarero diciendo que la señorita aquella se había dejado sin pagar los tequila sunrise. La señorita era Johnny Thunders, claro [risas].
En La edad de oro yo cobraba un cuarto de quilo al mes. Te hablo del año 1984. El jaco estaba por todas partes. Aquello no podía durar mucho. Al mediodía solía hacer una escapadita, pillaba un taxi que venía expresamente de Madrid a Prado del Rey a recogerme para ir a pillar. Y estábamos ya saliendo de la autopista un día, y me acuerdo de que me dije: «Esto no puede durar». Y efectivamente, no duró.
Hay una frase demoledora en tu biografía, que creo que resume muy bien lo que le pasa a muchos amantes de la música cuando envejecen: «Damos por hecho que siempre escucharemos música, pero eso no es del todo cierto».
Bueno, ocurre igual con el fútbol, ¿eh? Hay quien se piensa que va a estar toda la vida jugándolo, pero luego se da cuenta de que no puede. Por trabajo, por edad, por la hipoteca, por lo que sea. Yo sigo escuchando música, pero es verdad que siempre escucho la misma. No tengo interés en investigar novedades. Al contrario, siempre tiro para atrás porque sigue habiendo muchas cosas interesantes que no escuché en su momento. ¿Por qué voy a prestarle atención a los Black Keys si en verdad me queda toda la discografía de Sam & Dave por escuchar? En los años cincuenta, sesenta y setenta está todo y no lo he escuchado. ¿Para qué me voy a molestar escuchando a niñatos? La gente tiene también la idea de que en España en aquella época se publicaban pocas cosas, pero es mentira, lo que pasa es que estábamos todos con lo mismo, y se nos pasaron muchas. Se editaba mucho, se vendía poco, y a los cuatro días esos discos habían desaparecido de las tiendas.
Yo sigo escuchando a los cuatro o cinco de siempre, a los Golden Earring, a los Flamin’ Groovies, a Todd Rundgren, a Mink DeVille… Cuando tuve que hacer el traslado lo vi clarísimo, porque tuve que hacer una criba de la hostia. De los libros solo me traje los pendientes de leer. De los discos, los que crees que vas a seguir oyendo toda la vida, los que salvarías de un incendio. Si cuando te haces mayor no sigues escuchando rock and roll es porque nunca en verdad te tocó. Yo soy un abuelo ya, tío, soy un viejo, pero seguiré bailando el «Shake Some Action» por el pasillo hasta que me muera.
«con una caja con cincuenta ejemplares del Peace of Mind de Iron Maiden(…)»
«Piece of Mind» Sr. Matute. Hagan la corrección o mandaré a viso a Eddie para que le arranque la cabeza y así tengamos «paz mental».
¡Joder! Oriol Llopis, lo tenía en el más allá.Cuanto me gustaban sus artículos.Eran rock n roll escrito.Todavia guardo algunos Star y Rock Ezpecial de aquellos dias. Y me dejó en herencia el gusto por los Flamingo Grovies. Impagable. Me alegro de saber de él.¡¡¡Shake some action!!!
¿Qué vives, en Marte o qué? en los últimos seis-siete años han aparecido dos libros de él: uno son sus memorias, y otro una recopilación de artículos suyos, aparte de aportar testimonios en la biografía sobre los Burning y ser muy activo en redes sociales donde a veces nos deleita con un artículo suyo.
Siempre buenísimo este tío. Se me ha quedado corta la entrevista.
Cuando estuve en Amsterdam busqué algún sitio donde poder comprarme una camiseta de Golden Earring y ni los holandeses les conocían. El rock es, pese a que nos duela en el alma, un arte en decadencia.
Vaya, no soy el único que sigue oyendo Golden Earring ni Blue Öyster Cult, gracias Oriol por tu sinceridad !!!
En el Reino Unido tienen a Nick Kent ,en EE.UU y en Francia a Patrick Euudeline también tienen a los Sex Pistols y a los New York Dolls y a Muhammad Ali y a Sugar Ray Robinson y en España tenemos a Burning a La Banda Trapera del Río y a José Legrá y a José Durán y a ¡¡¡¡ ORIOL LLOPIS !!!!!!
La entrevista me parece bien, pero meterse con The Sound es demasiado para mí. Seguro que Oriol Llopis no ha dedicado ni un ratito a escuchar a The Sound.
Totalmente de acuerdo.
D.E.P. Oriol Llopis
Por cosas de la vida, conviví con el Llopis cuando yo tendría unos 10 años. Eran principios de los 90 e imagino que vino a mi pueblo para alejarse de las malas compañías. Mi madre, que era un poco hippy y que llevaba el periódico del pueblo, le contrató y a falta de poder pagarle un sueldo, le alojó en la habitación de invitados. Recuerdo verle haciendo tareas en el jardín con sus botas de puntera metálica. Recuerdo que un día vinieron a mi casa Loquillo y los Trogloditas. Y recuerdo como le encantaba alquilar películas de serie B, de 10 en 10, y verlas con mis hermanos, rebobinando y volviendo a pasar las escenas más gores. Para mí era como un tío guay que me hacía dibujos y que me recomendaba canalladas para hacer en el colegio. Con los años le perdí la pista pero siempre tuve la tentación de intentar localizarle o al menos saber algo más de él. Hoy de casualidad me he encontrado con la noticia de su muerte y me he sentido muy mayor y otra vez un crío al mismo tiempo.
Junto con este artículo he descubierto que escribió un libro, «La Magnitud del Desastre», que me encantaría poder leer pero que no encuentro disponible por ningún lado. Si alguien supiese dónde puedo conseguirlo se lo agradecería infinitamente. Mi tlf es 636772714.
Lo puedes encontrar en Todo Colección. Hay un ejemplar a la venta.
También conocí a oriol en la misma época que tú, era todo un personaje, su presencia no dejaba indiferente a nadie. La Magnitud del desastre está descatalogado, puede que ahora con su muerte lo reediten. Lo leí prestado por un amigo común de Oriol y me gustó, me pareció una autobiografía franca y veraz, muy en su estilo, tal como él era.