La onomatopeya es una forma de expresión que podríamos calificar de antisistema. Este tipo de voces icónicas no han recibido apenas atención en el estudio del lenguaje desde que en la Antigüedad los naturalistas griegos —cuyas teorías, expuestas por Platón en el diálogo Crátilo, predicaban una relación íntima y necesaria entre lenguaje y realidad— las situaran en un lugar preferente al considerarlas el estadio primitivo del lenguaje. La teoría opuesta, el convencionalismo aristotélico defendido por el personaje de Hermógenes en el mismo diálogo, triunfó históricamente debido al descrédito de las conjeturas etimológicas de los naturalistas y, finalmente, al respaldo de la obra de Ferdinand de Saussure, precursor de la lingüística moderna, que en su Curso de lingüística general establecía como primer principio del signo lingüístico la arbitrariedad, es decir, la ausencia de relación entre los sonidos que conforman una palabra y la idea que representan, y consideraba las onomatopeyas como, puaf, algo anecdótico, lo que provocó que estas quedaran marginadas de los tratados gramaticales.
En efecto, la onomatopeya no cumple con el principio de arbitrariedad al haber motivación del significante, aunque esta afirmación sería cuestionable si observamos que cada lengua transcribe de manera diferente la evocación de sonidos o imágenes (un caso paradigmático es el canto del gallo, que presenta múltiples soluciones idiomáticas). Esto se debe, además de a los diferentes sistemas fonológicos, a que no son tanto imitaciones puras de sonidos como códigos establecidos en cada lengua, de tal forma que «miau» no representa el sonido real que percibimos de un gato, sino el código convencional con el que lo representa el imaginario colectivo, que varía en cada lengua e incluso en una misma lengua a lo largo del tiempo y el espacio. Así, «mau» fue la voz natural del gato registrada por la RAE hasta 1803, año en el que los gatos, sin previo aviso, empezaron a decir «miau». Ya en 1925 la variedad lingüística llegó al mundo felino y la Academia introdujo «marramao» para el grito del gato en celo y «ronronear» para una especie de ronquido que produce en demostración de contento. Esta incursión en la jerga gatuna nos sirve para comprobar que los términos cuyo origen es onomatopéyico sufren un proceso de lexicalización y se contagian de la naturaleza arbitraria del signo lingüístico al tiempo que mantienen una motivación íntima de lo representado.
Otro rasgo de la naturaleza rebelde de las onomatopeyas es la vulneración de las reglas del sistema: el uso de combinaciones fonológicas anormales, pche, los alargamientos tanto de vocales, buuuuum, como de consonantes, grrrr, la creación espontánea de nuevas formas fácilmente interpretables, la diversidad de soluciones para una misma representación y, en definitiva, la elasticidad, boiiing, para generar expresiones.
En cuanto al carácter anecdótico de la onomatopeya, no se puede decir que sea aplicable a todas las lenguas. Hay abundancia de elementos simbólicos en lenguas que no han recibido la misma atención en la lingüística tradicional que las europeas, el japonés es el caso con más profusión. El euskera también es muy productivo en determinados campos semánticos, algunos tan específicos como el punto de ebullición, desde el «bor-bor» (cocción fuerte) hasta el universal «pil-pil», habitual guisa de presentarse el bacalao, que imita las burbujas que explotan en un hervor suave. También existe en castellano «borbor», acción de borbotear; se da el caso de que el agua, junto a los animales, es uno de los elementos más productivos de léxico de origen onomatopéyico (chapotear, charco, burbuja…).
La literatura tampoco ha sido generosa con las onomatopeyas, tal vez por la idea subyacente de que son formas primitivas, no solo a causa de la hipótesis —cierta o no, pero en cualquier caso no verificable— de que están en el origen del lenguaje, sino también por ser primordiales en la comunicación y el aprendizaje infantil y por tener un carácter básicamente oral. Los pocos casos de uso los encontramos en movimientos que buscan la esencia de la palabra, como algunos románticos franceses, y la sonoridad como expresión estética, como los futuristas italianos, movimiento encabezado por Marinetti y ligado al fascismo —motivo suficiente para despertar rechazo— que aportó nuevas técnicas plásticas y expresivas, como el movimiento por superposición, que adoptó el género que mayor provecho ha sacado del ruido: el cómic.
El cómic, historia gráfica o tebeo crea constantemente onomatopeyas y formas de visualizarlas que a su vez son simbólicas (letras temblorosas, derretidas, explosivas, con texturas, volumen…), metaonomatopeyas en las que el tamaño, el color, la forma y la tipografía están motivados. Un zasca para Saussure. El protagonismo de las onomatopeyas en el cómic unido a la facilidad de ser interpretadas universalmente ha hecho que en muchos casos se prescinda de la traducción y se han convertido en una fuente de préstamos. Sí, también tenemos anglicismos en los ruidos: posiblemente identifiquemos mejor el sonido de un disparo con «bang» que con «pum» y no se nos ocurra mejor forma de expresar un sollozo contenido que con un «sniff», lo cual demuestra la globalización de estas figuras, su valor expresivo y lo fácil que resulta asumir la relación entre un concepto y la representación gráfica del sonido que produce aunque el sistema fonológico sea ajeno.
La comunicación en internet, que exige suplir elementos de la oralidad, ha sabido utilizar estos mismos recursos y muchos otros de funcionamiento similar, como los emoticonos o los ideogramas. La risa en las redes sociales puede tener tantas formas como intenciones. Es esta necesidad de mostrar intenciones, reacciones y contexto, a veces en un espacio reducido o convenientemente breve, la que nos hace volver a la expresión primitiva, a la esencia y al símbolo. La caverna cosmopolita del siglo XXI se comunica con gruñidos. Ni mucho menos, pero siempre había deseado acuñar una sentencia tan grave como vana.
Tal vez este repunte del uso de la onomatopeya sirva para impulsar su estudio y acabe constreñida en los manuales de gramática y ortografía, perdiendo agilidad y frescura, o tal vez estimule nuestra creatividad incluso para, en un proceso inverso al de la lexicalización, convertir en simbólicos mensajes de codificación arbitraria.
El simple tarareo de una melodía reducida a un tosco «tariro, tariro», «tanino, tanino» o cualquier otra variación que imite el estribillo My mama done tol’ me / when I was in knee pants del tema «Blues in the Night» —que ha sido interpretado por Ella Fitzgerald, Louis Armstrong, Frank Sinatra y Amy Winehouse entre otros muchos artistas— puede sugerir sensualidad, ñiqui-ñiqui, ser una alegoría de la desnudez o evocar sensaciones en el receptor o receptora que difícilmente se podrían descifrar con palabras convencionales.
Mmmwwwaaahahahahahaa!!
Este artículo no está completo sin la inmortal letra del Himno de España
Chunda chunda tachunda chunda chunda chunda chunda chun tachunda chunda chun!
o cualquiera de sus versionas, como esta de Bisbal: https://twitter.com/TwFutbol_OOC/status/1169586396920766464
Esta interactuación entre el escritor y los comentarios no tiene desperdicio. Genial.
Origen de la música (onomatopeyicamente hablando y en tiempos de autobuses repletos)
Estaban Tachín y su padre esperando el bus, y Tachín, sabiendo que no siempre se detenían por infinidad de motivos) preguntó con la angustia de un niño que ya comenzaba a sospechar que el mundo no era tan fácil como se lo habían descrito.
-Parará papá?
Y su padre, con asertiva convicción, fe en el progreso y la inevitable redención del hombre contestó,
-Parará Tachín. Parará Tachín