Cuando llevábamos más de dos mil años contemplando la tragedia edípica desde la engañosa seguridad de la platea, Freud proclamó que todos somos Edipo, enamorados de nuestra madre y abocados a matar (simbólicamente) al padre-rey; la terrible anagnórisis saltó del escenario y se apoderó de los espectadores. Y unos años antes Darwin había demostrado que ese rey-padre no era de origen divino, sino simiesco, por lo que el parricidio simbólico ni siquiera tenía la grandeza de un magnicidio, sino que era un mero ajuste de cuentas con el macho dominante de la manada. Y, por si fuera poca tanta humillación, Copérnico y Galileo habían redescubierto que nuestra madre Tierra no era la reina del universo en su trono inamovible, sino una cortesana más del séquito solar.
Estas tres anagnórisis colectivas, que Freud denominó «heridas narcisistas», cambiaron drásticamente nuestra visión del mundo y de la propia naturaleza humana. No somos el centro del universo ni los reyes de la creación, y nuestras decisiones aparentemente libres están determinadas en buena medida por mecanismos inconscientes que no solo no controlamos, sino que ni siquiera conocemos.
No sabemos si Freud llegaría a darse cuenta de que a principios del siglo XX la humanidad sufrió una cuarta herida narcisista comparable a las tres anteriores, y en cierto modo aún más profunda. Tuvo tiempo de sobra (murió en 1939), pero tal vez le faltaran la disposición mental y los conocimientos necesarios para identificar los síntomas de esa cuarta herida. De hecho, muchos no han comprendido todavía, cien años después, que la revolución cuántica/relativista, a la vez que puso en nuestras manos un extraordinario poder, nos enfrentó a una insospechada impotencia intelectual. Einstein, que solía decir: «Si no puedo dibujarlo, no lo entiendo», nos ha legado, paradójicamente, un mapa del mundo indibujable.
El nuevo modelo de la realidad que se desprende de la relatividad y de la mecánica cuántica es de una precisión maravillosa y de una operatividad sin precedentes; pero a la vez resulta intrínsecamente incomprensible, inaccesible a la imaginación; más aún, ofensivamente contrario a la intuición. El espacio y el tiempo son nuestros referentes más básicos e inmediatos, el substrato de nuestras percepciones (es decir, de nuestra existencia misma, como ya lo comprendió Berkeley cuando dijo que ser es percibir). Y la relatividad demuestra que los dos absolutos newtonianos, los dos pilares de la realidad, no solo no son absolutos, sino que ni siquiera son dos: forman una sola entidad indivisible y maleable, un inconcebible espacio-tiempo que se estira y se dobla como una membrana de goma tetradimensional. Y, por si esto fuera poco, la mecánica cuántica añade que las inexorables cadenas de causas y efectos que hacen del mundo un lugar ordenado y predecible, no son más que la superficial apariencia macrofísica de un inconcebible microcosmos donde reina el azar.
Y aún hay que sumar a la lista una quinta herida, infligida en el corazón mismo de nuestra racionalidad por los teoremas de Gödel, que introdujeron en el aparentemente imperturbable campo de la lógica el concepto de indecidibilidad. No solo no controlamos plenamente la escurridiza realidad exterior ni el oscuro mundo interior, sino ni siquiera nuestros propios constructos mentales: como demostró Gödel en 1931, no podemos construir sistemas lógicos de una cierta complejidad que sean a la vez consistentes y completos, pues siempre habrá proposiciones indecidibles, es decir, de las que no podremos decir —en el marco axiomático del sistema— si son ciertas o falsas.
La conocida sentencia nietzscheana «lo que no me aniquila me hace más fuerte» es una regla con muchas excepciones; pero en este caso no podría ser más certera: las cinco heridas narcisistas han demolido nuestra simplista visión del mundo y nuestro trono de autoproclamados reyes de la creación; pero han afilado extraordinariamente, al frotarla sin miramientos contra la áspera realidad, nuestra herramienta más poderosa: el pensamiento racional. En singular, puesto que es uno y el mismo para todos.
El único pensamiento
A quienes sostenemos que, en esencia, no hay más que un método científico, a veces se nos acusa de caer en una variante cientificista del «pensamiento único», que es la equívoca manera en que se suele aludir al discurso dominante. Equívoca porque, en puridad, la expresión «pensamiento único» es un mero pleonasmo: el pensamiento, literalmente entendido como la potencia y el acto de pensar, como la herramienta y la tarea cognoscitiva de los seres racionales, es básicamente único.
Por eso, cuando su objeto está bien definido y claramente delimitado, el resultado del pensamiento también es único: solo hay una física, plenamente aceptada por todos los científicos del mundo, por más que los especialistas puedan discutir sobre determinadas cuestiones cosmológicas aún por dilucidar o sobre ciertos detalles e implicaciones de la mecánica cuántica; y aunque se suele hablar de distintas geometrías en apariencia incompatibles (la euclídea y las no euclídeas), no son más que ramas divergentes, pero de ningún modo contradictorias sino complementarias, de un mismo tronco matemático.
En terrenos más imprecisos (por ser menos accesibles a la observación directa y la experimentación sistemática) que las disciplinas científicas propiamente dichas, es lógico y deseable que haya distintas escuelas y teorías; pero la forma correcta de razonar sigue siendo una y la misma para todos, por más que se empeñen posmodernos, «nuevos filósofos» y relativistas de toda índole en romper la unidad —en el doble sentido de unión y unicidad— del pensamiento.
No se le puede negar al relativismo cultural el mérito de haber impugnado el eurocentrismo que durante siglos ha dominado la cultura occidental. Y las críticas posmodernas a los «metarrelatos» —los discursos supuestamente totalizadores, que pretenden ofrecer una visión completa del mundo en función de una única teoría— fueron y siguen siendo necesarias. Pero algunos relativistas y posmodernos, en su desmedido —y a menudo tendencioso— afán de renovación y limpieza, han tirado al bebé junto con el agua de la bañera.
Mediante una tramposa metonimia, algunos confunden —o quieren hacernos confundir— la deseable multiplicidad de ideas con un desestructurado «pensamiento múltiple» para el que todo vale y nada tiene valor.
Relativizar el relativismo
Quienes ingenuamente creyeron que entre Marx y Freud lo habían explicado todo, se merecían el vapuleo antidogmático de los posmodernos. Pero, en su empeño relativizador, los supuestos cazadores de dogmas acabaron mordiéndose la cola y, en última instancia, autodevorándose. Si todo es relativo, también lo es el relativismo, luego no todo es relativo…
Una de las más conocidas manifestaciones —o formulaciones— de la Weltanschauung posmoderna es el «pensamiento débil» propugnado por el filósofo italiano Gianni Vattimo. La fórmula es atractiva y despierta nuestras simpatías, nuestra tendencia a ponernos al lado del débil frente al fuerte, al que automáticamente identificamos con la prepotencia y la agresión. Pero no hay que confundir la fuerza, que es la capacidad de mover o modificar algo, con el abuso de dicha capacidad. De hecho, el pensamiento más «fuerte» en sentido literal (es decir, el más operativo) del que disponemos es el pensamiento científico, que es a la vez el menos impositivo, el menos dogmático; la ciencia no pretende enunciar verdades absolutas y definitivas, sino solo conclusiones provisionales; nos propone modelos parciales continuamente sometidos a revisión, y en ello reside su enorme fuerza transformadora. Nada que ver con las teorías sociopolíticas o psicológicas que pretenden explicarlo todo a partir de unos cuantos principios generales o en función de una fórmula lapidaria, teorías que los posmodernos y los relativistas culturales han criticado con sobrada razón.
Con razón, pero, en general, sin medida ni autocrítica, cayendo a menudo en el error contrario: como no es posible explicarlo todo, no se puede explicar nada; como el pensamiento racional no es omnipotente, es impotente; como durante mucho tiempo nos han impuesto formas de pensar rígidas y coercitivas, no hay que aceptar ninguna disciplina mental. La consigna implícita (y a veces explícita: Vattimo lo ha expresado en alguna ocasión con estas mismas palabras) del intelectual posmoderno es: «Quiero poder pensar una cosa y su contraria». Y la fórmula, una vez más, es atractiva, sugiere una envidiable situación de libertad mental absoluta. Pero es la misma libertad vacía —la libertad del vacío— que reclama la paloma de Kant al quejarse de que el aire frena su vuelo.
Porque, en última instancia, ¿qué significa «pensar una cosa y su contraria»? Si nos referimos a contemplar todas las posibilidades y a emparejar cada tesis con su antítesis, no hemos inventado nada nuevo: es la vieja dialéctica de Hegel, directamente inspirada en la viejísima dialéctica de Platón y en el método científico. Y si por «pensar una cosa y su contraria» entendemos pensar a la vez que dos más dos son cuatro y que dos más dos no son cuatro, entonces no estamos diciendo nada, la frase carece de sentido (es un «contrasentido», una mera contradictio in términis); es una fórmula literalmente «insignificante», puesto que no tiene ningún significado operativo, o tan siquiera propositivo.
No es casual la relación de amor-odio (o fascinación-rechazo) que a menudo mantienen los pensadores posmodernos con la ciencia, cuya potencia parecen envidiar a la vez que repudian su rigor. Esta relación contradictoria no es más que un reflejo de las propias contradicciones internas del posmodernismo, y a veces se manifiesta como apropiación indebida de la terminología y los modelos científicos (las burdas divagaciones topológicas de Lacan o la hueca retórica cientificista de Baudrillard son claros ejemplos de ello).
Al igual que los surrealistas (también ellos hijos pródigos de Marx y de Freud), los posmodernos pretenden librarse de todas las ataduras, de todas las reglas; pero, al contrario que los surrealistas, no quieren admitir que eso solo es posible en el inaprensible mundo de los sueños, en un paraíso trivial y regresivo en el que el pensamiento confunde la independencia con la incontinencia y, para poder creerse libre de decirlo todo, acaba por no decir nada.
¿Cuál será la sexta herida?
Creo que la sexta herida narcisista de la humanidad ya se está produciendo, y es la inteligencia artificial. Comprobar que no somos la cima de la evolución no será fácil de digerir.
A veces me pregunto si nuestro cuerpo (incluyendo el cerebro) nos permitirá profundizar en lo que conseguimos vislumbrar en el lejano horizonte. O si ya se ha producido un desfase demasiado grande entre nuestra evolución y lo que hemos descubierto. Quizás las prótesis tecnológicas que están entrando en simbiosis con nosotros nos permitirán seguir surfeando la ola del conocimiento.
Efectivamente: la sexta herida podría ser el motor de un salto evolutivo, si conseguimos aliarnos con las máquinas inteligentes. De lo contrario, nos dejarán atrás, seguirán sin nosotras.
Me ha intranquilizado el día con esta sexta herida, caro Fabretti. Todavía no me puedo sobreponer al hecho de aceptar (a regañadientes) que estos universos que eternamente aparecerán y desaparecerán, de consecuencia sin una necesidad o razón, con sus mecanismos azarosos para crear vida y ahora, decía, a considerar un cambio antropológico en nosotros que veo inevitable, (y no creo que en este particular caso el método deductivo pueda fallar) puesto que no hemos hecho otra cosa que cambiar desde que aparecimos sobre la faz de la tierra. Pero es difícil aceptar la IA, ya que siento, como cualquier otro, gran afecto, estima y devoción por mi cuerpo y por los mitos, viejos y nuevos que lo acompañan desde siempre y, en especial modo el que considera este Universo como un inabarcable viñedo, con otros ya listos para eclosionar en las semillas diminutas, oscuras y densísimas de cada uva. Inquietante. De cualquier manera, creo que hoy será un buen día, y esto también es desconcertante.
Ojalá que todo esto sea un mal sueño,
que cuando me despierte definitivamente,
o sea, cuando esté bien muerto para mí,
para los otros y para el universo…
Y aquí me detengo porque no puedo expresar
experiencias o fantasías que no tengo.
Gracias, Frabetti, por todas las lecturas.
Lamento la (inevitable) intranquilidad. Y celebro la (desconcertante) bondad del día. «Hoy es siempre todavía», dice Machado. Gracias por tus asiduas y reflexivas lecturas, Eduardo.
Maravillosamente escrito!