E naufragar m’è dolce in questo mare.
(Giacomo Leopardi, L’infinito)
En los tres siglos que van de Homero a Platón, la musa aprende a escribir, según la afortunada expresión de Eric Havelock que da título a su libro recopilatorio de 1986. Recopilatorio porque, por una parte, es un compendio de lo que Havelock llevaba publicado hasta ese momento sobre la relación entre oralidad y escritura, y, por otra, es un resumen comentado de las fundamentales aportaciones a dicho tema llevadas a cabo por Lévi-Strauss, McLuhan, Mayr y otros a partir de los años sesenta del siglo pasado.
Entre 1962 y 1963, concretamente, se publicaron, con pocos meses de diferencia y sin que sus autores estuvieran en contacto, tres libros imprescindibles sobre la cultura oral y su relación con la escritura: El pensamiento salvaje, de Lévi-Strauss, La galaxia Gutenberg, de McLuhan, y Prefacio a Platón, del propio Havelock.
A partir del binomio bricoleur-científico, Lévi-Strauss cuestiona la supuesta inferioridad de las culturas ágrafas y del «pensamiento salvaje», cuya complejidad estructural y capacidad sistematizadora considera comparables a las del pensamiento científico. Por consiguiente, según argumenta el padre del estructuralismo, la cultura oral no sería jerárquicamente inferior a la escrita ni más «primitiva».
Del influyente libro de McLuhan han prevalecido, sobre todo, el concepto de «aldea global» y la polémica sentencia «el medio es el mensaje»; pero no es menos importante lo que el autor destaca desde el título mismo: el decisivo papel de la imprenta de caracteres móviles en la evolución de la cultura. McLuhan señala que el paso de la escritura manual al texto impreso no solo supuso una revolución en el sentido de poner los libros al alcance de un sector de la población mucho más amplio, con el consiguiente potenciamiento de la alfabetización, sino que también modificó las estructuras mentales, el pensamiento mismo.
Como ya señaló Hegel en Filosofía del espíritu (la tercera parte de su Enciclopedia de las ciencias filosóficas): «Aprender a leer y escribir una escritura alfabética debe ser considerado un medio de formación infinita que nunca se apreciará lo bastante, en cuanto conduce al espíritu desde lo sensible concreto hacia la atención a lo formal, a la palabra sonora y sus elementos abstractos, aportación esencial para fundar y depurar en el sujeto el suelo de la interioridad». Y en la misma línea, Havelock argumenta, en lo que él denomina su «teoría especial de la escritura griega», que el concepto de individualidad, tal como lo entendemos ahora, surgió cuando el lenguaje escrito y la persona que lo hablaba se separaron, lo cual condujo a un nuevo enfoque de la personalidad del hablante. La objetivación de la palabra sobre un soporte físico favoreció el desarrollo de un pensamiento más abstracto, capaz de conceptualizar el yo y el mundo que lo rodeaba. Progresivamente, la cultura oral, de carácter más concreto e inmediato, que giraba sobre el verbo hacer, se fue centrando en el verbo ser. Un mundo preocupado por el efecto de las cosas pasó a preocuparse por su esencia, elaborando conceptualizaciones que se alejaban de su materialidad. De esta forma, favorecidos por la escritura, pudieron desarrollarse lenguajes especializados que iban de la metafísica a la ética, de las ciencias a la historia.
Pero con la irrupción de la radio y la televisión, como señalan tanto McLuhan como Havelock, la cultura oral, que parecía definitivamente relegada por la escritura como vehículo de la información y el pensamiento, volvería a desempeñar un papel protagónico y reformularía la relación entre la voz y el texto. Y la reciente eclosión de internet y de la telefonía móvil funde oralidad y escritura, imagen y sonido, sincronicidad y diacronicidad, producción y reproducción, en algo que es más que la suma de sus partes. Si la imprenta supuso el paso de la escritura (manual) al texto (impreso), internet ha supuesto el salto del texto al hipertexto (un hipertexto que, además, no es solo verbal sino multimediático).
¿De qué manera «depura el suelo de la interioridad» este salto cualitativo? Si con la escritura la palabra se separa del hablante, con las nuevas tecnologías la propia imagen (tanto física como psíquica) se separa del comunicante. ¿En qué medida modificará esta nueva escisión el concepto de individualidad?
La construcción de la identidad
La construcción de la propia identidad es una empresa que dura toda la vida, pero que, huelga señalarlo, tiene especial importancia durante la infancia y la adolescencia: la misma importancia que tienen los cimientos y las vigas al construir una casa.
Durante la llamada «fase de impregnación», que según los psicólogos dura aproximadamente hasta los seis años de edad, el niño se dedica fundamentalmente a absorber información sobre su entorno, y a partir de ese momento empieza a reflexionar de forma sistemática y a dotarse de una visión del mundo global y articulada; por eso se suele considerar que alcanzamos el «uso de razón» hacia los siete años de edad.
A lo largo de todo este proceso, y a medida que el niño se va haciendo una idea de cómo funcionan las cosas, de las reglas que rigen la sociedad en la que vive y de lo que los demás esperan de él, va adquiriendo una serie de hábitos, habilidades y pautas de conducta que lo hacen tan identificable como su aspecto exterior, y del mismo modo que busca y reconoce su imagen física al mirarse en un espejo, también busca reconocerse (y gustarse) en la imagen moral que los demás le devuelven al relacionarse con él. Desde la más tierna infancia, buscamos un equilibrio, un compromiso, entre nuestros deseos y los límites que la realidad nos impone, y eso nos lleva a desarrollar una determinada estrategia adaptativa, a asumir un papel que nos permita integrarnos en el gran teatro del mundo.
A medida que el niño descubre que no siempre puede satisfacer sus deseos de forma plena e inmediata, tiene que enfrentarse a una larga serie de renuncias y frustraciones (lo que Freud denominó «el malestar en la cultura»), y desde muy temprana edad intenta compensar esas frustraciones con la imaginación, que se manifiesta y se desarrolla en juegos, sueños diurnos, fantasías de omnipotencia, etc. La imaginación infantil es omnívora y se nutre de todo lo que hay a su alcance; pero su principal alimento son los relatos, y entre los numerosos relatos de todo tipo que llegan a sus oídos, los cuentos infantiles desempeñan un papel fundamental.
Los cuentos infantiles cumplen al menos tres funciones: por una parte, ayudan a los niños a estructurar su mente (por eso quieren que se les cuenten siempre de la misma manera: porque la repetición les permite ejercitar y poner a prueba su capacidad de asimilación); por otra parte, los cuentos alivian sus angustias y temores al plantear situaciones en las que seres tan indefensos como ellos mismos se enfrentan a terribles peligros (ogros, brujas, lobos, etc.) y logran superarlos; y por último, pero no menos importante, los cuentos alimentan su todavía inexperta imaginación, les suministran abundantes materiales para elaborar sus propias fantasías y reflexiones (y no unos materiales cualesquiera, sino arquetipos, temas y situaciones decantados a lo largo de los siglos).
Normalmente, los niños conocen los primeros cuentos por vía oral: también en esto, como en todo lo demás, empiezan siendo plenamente dependientes de los adultos; pero en algún momento descubren los libros «de verdad», pasan del tebeo o el álbum ilustrado leído con ayuda de los padres a esos libros con pocas ilustraciones, o ninguna, en los que todo lo dicen las letras, esas monótonas hileras de diminutos signos negros que se repiten sin cesar, como interminables procesiones de hormigas. Las primeras lecturas autónomas son el equivalente mental del destete; depender plenamente de los padres es muy cómodo, pero al alcanzar el «uso de razón» el niño se da cuenta de que el precio de esa comodidad es la total indefensión y la falta de autonomía, y de que poder alimentarse por sí mismo, tanto física como mentalmente, tiene muchas ventajas.
El liberespacio
A primera vista, y a no ser que tengan numerosas ilustraciones y llamativas portadas, los libros parecen todos iguales; pero cuando empezamos a leer con fluidez y tenemos la suerte de que pongan en nuestras manos un buen libro (o de toparnos con él por azar), la experiencia se convierte en una auténtica revelación.
Un libro es como una geoda: por fuera parece un objeto vulgar e insulso, pero al abrirlo descubrimos que está lleno de joyas deslumbrantes. Y además no es un tesoro aislado: dentro de cada libro encontramos los mapas de otros tesoros: referencias más o menos directas a otros libros y a otros autores, que nos incitan a seguir profundizando en un tema o en una idea. Desde niño, soy un voraz lector de prólogos, solapas y contracubiertas, y siempre recomiendo a los jóvenes lectores que no se salten esos textos que parecen prescindibles, pero que a menudo contienen informaciones de gran utilidad para navegar por el «liberespacio».
Porque si el descubrimiento de los primeros libros es una revelación, esa revelación se consuma y se magnifica cuando el niño da el salto de lo particular a lo general y descubre la literatura. No como asignatura escolar, no como mero catálogo de obras y autores, sino como un gigantesco organismo del que cada libro es una célula, un inmenso palacio del que cada libro es una puerta. Y como las células en los organismos vivos o las dependencias de un palacio, los libros se conectan entre sí, llevan unos a otros, forman una red invisible que cada lector recorre y reorganiza a su manera, teje y desteje sin cesar.
Puesto que los relatos son el principal alimento de la imaginación, al aprender a leer de forma fluida y comprensiva, al tener acceso a los libros por sí mismo, el niño se desteta mentalmente; y al dar un paso más, al comprender que el mundo de los libros es un ámbito unitario y convertirse en «libernauta», el niño puede buscar su sustento mental por sí mismo, le gana una batalla decisiva a la dependencia infantil.
El ciberespacio y más allá
¿Y al convertirse en cibernauta? Al acceder al ciberespacio, el niño —y también el adulto que nace a la «segunda vida» de internet— se mira en un espejo caleidoscópico que le devuelve una imagen de sí mismo a la vez potenciada y fragmentada. Es más fácil, más inmediato, buscarse en la red que en los libros; pero también es más fácil perderse, y todavía es pronto para evaluar —o tan siquiera definir— los cambios que las nuevas tecnologías están provocando en nuestra estructura mental.
En los tres siglos que van de Homero a Platón, la musa aprende a escribir; y en las tres décadas transcurridas desde la explosión de internet, aprende a navegar. Está aprendiendo todavía, entre continuas zozobras y frecuentes naufragios. Agridulces naufragios en un mar infinito cuyas profundidades solo hemos empezado a explorar.
Aprendizaje, evolución, literatura, educación, influencias culturales (y políticas… porque en todo hay política), identidad… Muchos temas. Por centrarme en algo, me quedo con la frase: «…cuando tenemos la suerte de que pongan en nuestras manos un buen libro…»
Mi acercamiento a la literatura quizá fue poco habitual: hasta los 16 años no leía más que cómics, algunos malos, y algún periódico deportivo. Los libros infantiles, juveniles y la literatura del colegio no me gustaban. De repente a los 16 años di por casualidad con Dostoyevski, y de ahí pasé a Balzac y luego a Proust, al que sigo leyendo. Creo que es un error tratar de introducir en la literatura a los jóvenes partiendo de que a todos los adolescentes les interesan las historias «de aventuras». Cada adolescente tiene sus preferencias; a mí me interesaba mucho más el mundo interior.
Por otro lado, siempre me asaltan dudas sobre las bondades de la literatura: hay que leer siempre con distancia y capacidad crítica: siempre me irritó que algunos autores del 27, con los que tenía afinidad ideológica, normalizaran y a veces elogiaran, por ejemplo, el mundo de la tauromaquia en sus escritos. Claro, que leer a Pemán y otros engendros es mucho peor aún…
Muy de acuerdo. Siempre que me piden que le recomiende un libro a un niño o a una niña, digo que no puedo hacerlo sin antes hablar con él o ella, pues una recomendación inadecuada (y ya no digamos una imposición) puede alejar de la lectura a quien la recibe. Y, por supuesto, hay que dialogar con los libros, e incluso pelearse con ellos; pero la lectura tiene la ventaja, sobre otras formas de adquirir información, de que es un ejercicio de decodificación y abstracción que fortalece la mente, una «gimnasia cerebral» especialmente importante para los más jóvenes.
Se puede decir que la tecnología y la cultura actual sufren una selección socioeconómica en vez de natural?
En este caso, la evolución no puede ser controlada por nadie, solo parcialmente y a corto plazo, pero a la larga es un misterio.
Efectivamente, todo tipo de «memes» compiten por propagarse en la red y son millones de personas las que, con su aceptación o rechazo, hacen que lo consigan o no. Y, afortunadamente, nadie puede controlar ese proceso totalmente ni a largo plazo.
“… es pronto para evaluar -y tan siquiera definir- los cambios que la nueva tecnología está provocando en nuestra estructura mental…” Comparto esta reflexión que me crea más de una duda, caro Frabetti. Como adulto clase media y con una discreta curiosidad, tengo que hacer un enorme esfuerzo para no estar todo el día frente al pc en busca de argumentos de mi agrado porque la información sobre aquellos, que los puedo contar con los dedos de una mano, es inabarcable y, de consecuencia, imposible de asimilar. Pareciera que viejos mitos (Y siempre estos fantásticos y j…… griegos antiguos que se asoman de prepo a la modernidad) toman consistencia en este presente vortiginoso. Me refiero al mito de Margiste, un anti héroe, del cual se decía que “sabía muchas cosas, pero las sabía mal”. Y en mi caso creo que corro peligro, simplemente porque, gracias a la disponibilidad en la red, de todo leo, pero se que no es suficiente. Es imposible. Y pienso que no soy el único. Y para colmo esta visibilidad gratuita que alimenta nuestro ego a través del “famigerato” y dichoso cuadradito de Blackfoot. Ha hecho una concatenación que me llama la atención: la oralidad, la escritura a mano (de la cual, si mal no recuerdo Sócrates desconfiaba), la prensa, y ahora la imagen que se apodera de las tres, imagen que esta a la base de nuestras primeras oraciones. Un círculo perfecto. Pareciera que no podemos esperar otra cosa. Espero que no. Como siempre una gran lectura. Gracias.
Ese es el gran riesgo, efectivamente: saber mal, que es peor que no saber. Hemos pasado de la desinformación por defecto a la desinformación por exceso. Del mismo modo que en muchos países se ha pasado de la desnutrición al sobrepeso (en mi juventud era rarísimo ver a un niño obeso), en el plano mental las cabezas huecas han dado paso a las cabezas congestionadas. Tenemos que hacer un ejercicio de moderación y continencia, pese a los muchos y muy poderosos intereses que nos empujan en dirección contraria. Como siempre, un gran lector. Gracias.
¡Ostras…!
https://youtu.be/wJdNrCeUdhc