Now is the winter of our discontent
Made glorious summer by this sun of York.
William Shakespeare, Ricardo III.
Prólogo. Crisis, What Crisis?
Los diarios británicos no suelen ser tan eruditos o tan aficionados a citar poesía como sus homólogos franceses, pero el Sun dio con el verso exacto. Era el invierno de 1979, y el Reino Unido estaba atenazado por una huelga de camioneros que había paralizado el país. Con el transporte de gasolina cortado, el Gobierno estaba preparando planes para declarar el estado de emergencia y movilizar el ejército.
James Callaghan, entonces primer ministro británico, decidió dar una conferencia de prensa improvisada en el gélido aeropuerto de Heathrow de vuelta de una cumbre en Guadalupe, en las Antillas Francesas. Un periodista le preguntó qué iba hacer ante el caos creciente que parecía estar apoderándose del país. Callaghan respondió que no creía que «otra gente en el mundo comparta esa opinión» de que había «un caos creciente».
Al día siguiente, el Sun tituló así su portada: «Crisis? What Crisis?». El título de su editorial era la primera frase del discurso en Ricardo III: «Now is the winter of our discontent». Ese fue el verso por el que sería conocido el último invierno del Partido Laborista en el poder.
The winter of our discontent
Todo había empezado seis años antes, cuando la crisis del petróleo sumió al Reino Unido en una dolorosa crisis en la que se mezclaban el estancamiento económico y una inflación fuera de control. El gobierno del conservador Edward Heath, atrapado en una espiral de huelgas, parecía incapaz de solucionar el problema. Los laboristas se presentaron entonces como una alternativa de paz social, un partido con estrechas relaciones con los sindicatos que pondría fin a las huelgas y pararía la subida de los precios.
Harold Wilson, primero, y James Callaghan, después, establecieron una política de concertación salarial. El Gobierno pactaría cada año con los sindicatos las subidas salariales máximas para toda la economía, pero mantendría los tipos de interés bajos y no recortaría el gasto público, para evitar que aumentara el desempleo. La moderación salarial se mantendría hasta que dejaran de subir los precios.
La cosa funcionó, al menos al principio. La inflación, que había alcanzado el 27 % en agosto de 1975, cayó por debajo del 10 % a finales de 1978 sin que eso comportara un aumento apreciable de la tasa de paro. Los ingresos de los trabajadores, sin embargo, estaban cayendo en términos reales, y a finales de año los sindicatos no pudieron contener la ira de sus miembros. Cuando el Gobierno les pidió restringir las subidas salariales por debajo del 5 % anual, se levantaron de la mesa para no volver.
La moderación salarial se había terminado. Todo empezó con una huelga en Ford que acabó con subidas de sueldos muy por encima de lo marcado por el Gobierno. A las pocas semanas, cientos de empresas veían como sus obreros abandonaban sus puestos de trabajo y se sintieron obligadas a negociar. El ala izquierda del partido empezó a protestar ruidosamente, obligando a Callaghan a abandonar las sanciones para las compañías que vulneraran los topes salariales.
Fue el disparo de salida. Entre septiembre de 1978 y febrero de 1979, el país vivió unos meses de locura. Los transportistas exigieron subidas salariales del 40 % y los sindicatos consiguieron acordar una subida del 15 %, pero sus miembros la rechazaron y fueron a la huelga igualmente. Las gasolineras cerraron y los supermercados quedaron desabastecidos. En Hull, los camioneros se negaron a llevar pienso a las granjas. Ganaderos iracundos lanzaron cerditos y pollos muertos a las sedes sindicales.
A los camioneros les siguieron las enfermeras, los ferroviarios, las ambulancias, los hospitales y los servicios sociales. En Liverpool y Tameside, los enterradores fueron a la huelga, obligando al ayuntamiento a tener que almacenar cientos de cadáveres en una fábrica mientras negociaban salarios. Los trabajadores de limpieza también pararon; Leicester Square se convirtió en un vertedero improvisado donde se acumulaban toneladas de basura. La inflación volvió a dispararse. En medio de uno de los inviernos más fríos que se recuerdan, el Reino Unido parecía dirigirse a la anarquía.
El 28 de marzo, su gobierno perdía una moción de confianza después de que los nacionalistas escoceses le retiraran su apoyo, forzando unas elecciones. Los laboristas las perderían por siete puntos apenas un mes después, en medio de terribles peleas internas.
Fue en este contexto cuando Margaret Thatcher llegó al poder.
La fortuna de tener malos enemigos
Margaret Thatcher es vista como la figura colosal, ciclópea, heroica del conservadurismo occidental. Una mujer de convicciones profundas, talento infinito y voluntad inquebrantable. La Dama de Hierro, alguien capaz de arrastrar al Reino Unido a la modernidad y el futuro tras años de sopor y decadencia imperial, todo a base de liderazgo y perseverancia. Esta historia es, en gran parte, una leyenda.
Thatcher tuvo la enorme suerte de tener enemigos espantosos: no por malvados o destructivos (aunque, como veremos, los laboristas en 1983 algo de miedo sí que daban), sino por lo malos que eran en eso de ser enemigos de nadie y ganar elecciones.
La cosa empezó con Callaghan, el torpe, desafortunado, ingenuo primer ministro que fue linchado por sus aliados sindicalistas. Callaghan era Pericles comparado con Michael Foot, su sucesor.
Los laboristas y los sindicatos británicos siempre habían tenido una relación muy cercana desde la fundación del partido. Tras la derrota electoral de 1979, os podéis imaginar lo feliz que era este matrimonio. Incluso antes de la dimisión de Callaghan (18 meses después de perder las elecciones; el tipo era tan gafe como testarudo), los sindicatos, militantes y diputados se dedicaron a atizarse entre ellos y dividirse entre un ala militante intransigente bajo Tony Benn y los moderados, que eran mayoría entre cargos electos. Foot, un tipo desaliñado de 67 años que había sido informante del KGB durante su juventud (no, no es broma, aunque esto no se hizo público hasta mucho después), fue elegido gracias a los votos del ala izquierda, y procedió a convertir el partido en un sainete.
La cuestión es que, cuando Thatcher llega al poder y empieza a aplicar su programa económico, la cosa resultó ser un desastre. Los conservadores cuentan, como parte de la leyenda thatcheriana, que la crisis inicial era inevitable, un duro ajuste para deshacer los excesos de un país que estaba viviendo por encima de sus posibilidades. La realidad, sin embargo, es que los tories empezaron su mandato implementando políticas monetaristas radicales y les salió horriblemente mal.
El monetarismo es una de esas ideas típicas de los conservadores de los ochenta, que parecen brillantes en su simplicidad pero que tienden a estrellarse al entrar en contacto con la realidad. Thatcher y su equipo económico creían que el principal problema del Reino Unido era la inflación, y que la mejor forma de reducirla era limitando la oferta de dinero, no con acuerdos salariales y hablando con sindicalistas salvajes. Lo que había que hacer era subir los tipos de interés, recortar el gasto y darles a los británicos una ración de austeridad purificadora.
La historia os sonará familiar: al cabo de dos años, el Reino Unido estaba sumido en una recesión monumental, la tasa de paro se había duplicado, el PIB había caído en picado y la popularidad de Thatcher se había hundido hasta un raquítico 23 % de aprobación. La inflación, mientras tanto, seguía tozudamente por encima del 15 %. Las huelgas no cesaban. El desastre era tal, que los laboristas iban por delante en las encuestas.
Hasta que Michael Foot, Tonny Benn y sus muchachos empezaron a explicar qué querían hacer, claro está. Los sindicatos y el ala izquierda del partido, en medio de alegres batallas internas, impusieron una agenda que incluía el desarme nuclear unilateral (en plena guerra fría, nada menos), abandonar la comunidad europea (¿os suena?) y la nacionalización de la banca y la industria. El ala derecha del laborismo, harta de que los tipos que habían volado a un primer ministro por los aires insistieran en un programa más radical, se escindieron en 1981 para formar un nuevo partido, el SDP (socialdemócratas), dividiendo estúpidamente el voto de la izquierda en un sistema mayoritario.
Entonces llega 1982, y Argentina decide invadir las islas Malvinas. Thatcher responde militarmente de inmediato: una decisión que, hay que reconocerlo, tuvo agallas. El ala izquierda de los laboristas se opone a la intervención.
La victoria británica hizo a la primera ministra inmensamente popular. El año siguiente, a pesar de que el paro seguía subiendo (llegó a rozar el 12%, una cifra inaudita desde la gran depresión), la combinación de la gloria militar, las constantes luchas fratricidas laboristas, un programa electoral que fue jocosamente conocido como «la nota de suicidio más larga de la historia» por su radicalidad y la competencia del SDP hicieron que Thatcher derrotara a Foot por casi 15 puntos.
Lo que no se dice casi nunca, sin embargo, es que los conservadores obtuvieron un 42 % del voto. La suma de los laboristas y la coalición liberales-SDP se llevó un 53 % de los sufragios. La izquierda, como de costumbre, se había derrotado ella sola.
La economía bajo Thatcher
Margaret Thatcher había llegado al poder prometiendo reducir el gasto público, bajar impuestos, sacar a la economía británica de su sopor y destruir el poder de los sindicatos. De las cuatro promesas, solo cumplió la última a rajatabla.
El gasto público apenas se redujo en la década de Thatcher: solo disminuyó dos años; en 1986, el Gobierno británico tenía más peso en la economía del país que en 1979, cuando los conservadores llegaron al poder. Las políticas de austeridad, paradójicamente, crearon tanto desempleo que los recortes en programas sociales no ahorraron dinero, ya que la economía estaba creando demasiado pobres. No fue hasta 1987, cuando la tasa de paro bajó del 10 %, que el gasto público empezó a moderarse, y en 1989 era casi seis puntos inferior a 1979 en porcentaje del PIB (un 39 %, comparado con el de 45 años antes). No es que fuera duradero; cuando la relativamente modesta recesión de principios de los noventa golpeó a sus sucesores, el gasto público volvió a rozar enseguida el 44 % del PIB.
En suma, la pequeña caída del gasto se debió por encima de todo a las privatizaciones del enorme sector público industrial británico. Por algún motivo incomprensible, el Reino Unido había nacionalizado cosas como la fabricación de automóviles de lujo (Rolls-Royce) o del azúcar (British Sugar), así que muchas de estas privatizaciones tenían sentido, y Thatcher hizo bien en aguantar la radical hostilidad de los sindicatos para completarlas.
En materia fiscal, Thatcher, más que bajar impuestos, cambió quién los pagaba: redujo el impuesto de la renta a los ricos y subió el IVA a todo el mundo. Esto, junto con la demolición sistemática de los sindicatos (que, como hemos visto más arriba, no es que fueran del todo razonables), nos dio el legado más importante de la economía thatcheriana: un aumento gigantesco de la desigualdad. La pobreza prácticamente se duplicó durante su mandato, pasando del 13 % en 1979 a más de un 22 % en 1990. Las diferencias de renta entre ricos y pobres se incrementaron drásticamente, al igual que las enormes diferencias regionales, fruto de la colosal desindustrialización.
Lo más relevante de toda esta historia, sin embargo, es que esas reformas no hicieron gran cosa para aumentar el crecimiento económico, que fue bastante mediocre durante toda la década de los ochenta. La economía nunca creció por encima del 2 % de forma sostenida; Thatcher provocó una recesión monumental al empezar la década y cuando dejó el cargo el país apenas crecía un 1 %. En suma, los gobiernos de Thatcher solo fueron extraordinarios en la distribución de la renta hacia arriba, pero nada más.
Cuando la fortuna le dio la espalda
El sucesor de Michael Foot fue Neil Kinnock, un galés encantador que resultó ser excelente en perder elecciones. Parte del problema es que los laboristas se dieron cuenta de que el partido estaba sufriendo una campaña organizada de entrismo por parte de organizaciones trotskistas (la Militant Tendency), y Kinnock dedicó gran parte de su tiempo y esfuerzo a purgarlo. La izquierda de Tonny Benn, obviamente, se lo tomó a mal, así que el labour se pasó los siguientes siete u ocho años a tortas entre ellos, que en el fondo es lo que más les gustaba hacer.
Tras otra victoria cómoda en 1987 (cuando los laboristas seguían a tortas y los sindicatos estaban aún poseídos por un espíritu militante que los llevó a huelgas kamikazes), Thatcher llega al final de la década con dos problemas graves. Primero, su agenda es horrendamente impopular, pero ella siguió insistiendo en reformas fiscales cada vez más regresivas. Incluso con Kinnock, los laboristas estaban catorce puntos por delante en los sondeos.
Segundo, dentro de su partido empezaban a estar hartos de ella. Para empezar, tenían miedo de que, si seguía de primer ministro, fuesen camino de caer derrotados en las urnas en 1992. Además (y nótese aquí la ironía), el sector moderado del partido no compartía el creciente antieuropeísmo de Thatcher y su negativa a entrar en el sistema monetario europeo.
No está claro si las divisiones sobre Europa fueron el motivo o la excusa para que su partido la echara. El 14 de noviembre, Michael Heseltine anuncia su candidatura para dirigir el partido conservador. Seis días después, Thatcher gana la votación entre diputados por un margen estrecho, lo que requirió una segunda votación. Anticipando su derrota inminente, la Dama de Hierro presentó su dimisión. Cuando los laboristas dejaron de hacer el ridículo, fue su propio partido quien acabó por deshacerse de ella.
Un legado de imágenes más que de resultados
Thatcher tuvo sus momentos de gloria, indudablemente. Tras las Malvinas, era inmensamente popular. Su política exterior fue, en general, acertada; su demolición de los sindicatos británicos fue tan épica como necesaria. Además, tenía razón al decir que el euro y el sistema monetario europeo estaban fundamentalmente mal diseñados, e hizo más bien que mal con las privatizaciones.
Thatcher, no obstante, nunca fue la gran política que cuenta su leyenda. Su popularidad fue en buena parte un espejismo fruto de la tremenda incompetencia de sus enemigos. Sus políticas económicas generaron pobreza y desigualdad, no un milagro económico.
Aun así, viendo la clase política británica en años recientes y la triste serie de primeros ministros antes y después de su mandato, la mediocridad de Thatcher se vuelve relativa. Heath, Wilson, Callaghan, Major, Cameron y May han sido primeros ministros lamentables, absurdamente malos en su trabajo. Tony Blair apenas rozaba la mediocridad. Solo el pobre Gordon Brown, que tuvo la mala suerte de llegar al cargo justo antes de la gran recesión (y que compartía la opinión de Thatcher sobre el euro) ha sido genuinamente bueno en el cargo.
Quizás Thatcher no fuera gran cosa, pero al menos no era un desastre absoluto. Durante el último medio siglo, esto en el Reino Unido te hace un estadista.
«Su política exterior fue, en general, acertada; su demolición de los sindicatos británicos fue tan épica como necesaria»… sobran los comentarios, vergonzoso
los conservadores son todos tontos y mediocres, ganan porque los de la izquierda (todos listos y guapos) se dedican a machacarse entre ellos. Da igual el pais o la epoca.
En serio, no os cansais de decir siempre la misma tonteria?
¿En serio eso es lo que sacas en claro del artículo?
Recuerdo en el Instituto como iban cayendo uno tras otro los miembros del IRA y pensaba entonces, lo mismo que pienso ahora, que por encima de todo hay que mantener unos niveles mínimos de humanidad cuando se tiene la responsabilidad de ejercer el poder.
La venganza nunca debería ser una forma de gobernar, pues ésta solo aporta más dolor al ya sufrido y no consuela ni devuelve lo perdido. Nunca será la manera adecuada de solucionar las cosas, especialmente en temas tan delicados como puede ser el fenómeno del terrorismo.
Que por cierto, aún no se han puesto las naciones de acuerdo ni siquiera en establecer una definición de lo que se considera «terrorismo», de cara a la cooperación internacional en temas de seguridad, detenciones y extradiciones, por ejemplo.
Dada esta falta de definición, pudiera darse el caso de no extraditar un país a un supuesto terrorista hacia otro porque el primero no lo considera como tal y el segundo sí.
Quizá se deba a que algunos países también lo practiquen y no les interese una definición que los pudiera dejar en evidencia.
La única forma de derrotar al terrorismo es con las garantías que da un Estado de derecho que a su vez suscribe todo aquello recogido en la «Carta Internacional de Derechos Humanos» de la ONU, como de obligado cumplimiento.
Otro recuerdo que tengo de esta señora, además de la famosa guerra de Las Malvinas, fue un impuesto llamado «poll tax», que también demuestra el nivel de sensibilidad hacia los menos favorecidos por las circunstancias de la vida.
Le dedico esta dura canción en honor a su legado.
«The Day That Margaret Thatcher Dies» – Pete Wylie.
¿La ‘primer ministro’…??? Con lo bien y correcto que suena ‘primera ministra’
Hablar de la Thatcher sin mencionar ni una solo vez su -repetidamente demostrada- falta de humanidad y de empatía es dejar cojo a un artículo que podría haber sido un gran retrato de esta persona.
Alguna vez, leí por ahí que el psicólogo de F. Mitterrand había revelado que, durante la guerra de Malvinas, al tipo lo tenía muy atormentado esta “hija de su buena madre”, presionándolo para que revele las claves de los misiles Exocet que Francia le había provisto a Argentina y, frente a su negativa, lo amenazaba con lanzar un ataque nuclear sobre territorio argentino (Córdoba y Buenos Aires).
Por culpa de ella y de Reagan entramos en una espiral de desregulación que ha tráido mucho de los males modernos, guerras de rapiña, pobreza de las clases bajas y resquebrajamiento de la democracia en favor de la plutocracia. Dejó un imperio en migajas, una industria ingles rota y desmantelada de lo que se beneficiaron los alemanes sobre todo. Lo de las Malvinas solo fue un espejismo, como mucho una campaña de mercadotecnia bélica que le vino muy bien para tener una imagen de estadista con la que seguir machacando a los mineros con su sociopatía asquerosa y no la tosiera nadie.
Dejó su país y el mundo peor de que se lo encontró.
Los pueblos deberíamos tener cuidado a la hora de elegir a nuestros líderes.
Alguien me explica que agallas tuvo.en invadir las Malvinas? No me imagino que le requiera mucho valor a una potencia militar de primer orden con tradicion colonial enfrentarse belicamente con un país del tercer mundo como Argentina.
Argentina no es un país del tercer mundo. Otra cosa son sus políticos. La guerra de las Malvinas la tenían ganadas los argentinos hasta que la junta militar decidió convertirla en una contienda para mantener la popularidad y el poder. Porque hubiera bastado con repatriar las tropas cuando la flota británica hubiera cruzado medio Atlántico y volver a invadir una vez volvieran a casa. Las contiendas, salvo que entre los EEUU o Rusia, las pierde quien cae antes en números rojos.
Excelente artículo, Roger. Con tu permiso, invito a tus lectores a leer el retrato que Tony Judt hace de Thatcher en su magistral ‘Posguerra’ https://despuesdelhipopotamo.com/2013/04/09/thatcher-judt/
Lo que hundió Thatcher fue el asi llamado «poll tax», un impuesto al nivel municipal para financiar los servicios locales (bibliotecas, recogida de basura etc) que acabó con los impuestos sobre bienes inmuebles (los asi llamados rates, o house rates o local rates) que había financiado dichos servicios durantes décadas, cambiando aquel sistema por un impuesto por ciudadano o persona fisica.
Total, el propietario de una casa de lujo pagaba el mismo que el más pobre del barrio con el poll-tax de Thatcher.
Para más inri, lo probó primero en Escocia antes del resto de Reino Unido, donde surgió una campaña civica nacional en contra del poll-tax. Los ciudadanos de escocia se negaron a pagarlo por injusto y abusivo, hasta mi madre (lo juro por diós)… es el momento que el nacionalismo escocés empieza a dispuntar, y todavia hoy en día se acuerda de aquello…
Fue el principio del fin de Thatcher… lo iba a imponer a Inglaterra, creo recordar que no le dio tiempo, Heseltine le abrió la puerta…aunque al final fue John Major quien la reemplazó…
Lo que era especialmente repugnante de Thatcher para un escocés era su estilo, su arrogancia, su soberbia, su total intransigencia y rechazo al dialogo y el entendimiento, por no decir su odio a los sindicatos y la clase obrera, la gente humilde… su incomprensión total de cualquiera que no pensaba como ella.
Cayó muy, muy mal en Escocia, era notoria alli. sigue siendolo.
…eso, y sus amigos: Pinochet, De Clerk en Sur Africa durante el Apatheid: Nelson Mandela era «terrorista» según Thatcher… mientras en Glasgow, a Mandela le pusieron una plaza en pleno centro de la ciudad, reconociendole como preso político antes que casi todos los demás autoridades de Occidente… Neslon Mandela Square. Sigue alli dia de hoy…
Maggie puso las bases, pero el que mas daño hizo a cualquier concepto de Estado de Bienestar fue Tony Blair, que dinamitó las bases de la socialdemocracia desde dentro y que tiene mucha responsabilidad en el estado de cosas al que hemos llegado. La tercera via blanqueó el liberalismo salvaje, igual que los partidos conservadores estan blanqueando hoy el nuevo fascismo-populismo, y es uno de los factores que han provocado la desorientación imperante en la socialdemocracia europea.
Ojo, que la Rolls Royce que nacionalizó el gobierno británico era la que construía motores de aviación y otros componentes de gran valor añadido. Durante la década de los 70 R-R se arruinó con el desarrollo del turbofan RB.211, uno de los motores de aviación comercial de nueva generación más eficientes y que ha tenido una gran carrera comercial. El gobierno británico salió al rescate permitiendo poner en producción el RB.211 y esa Rolls sigue en activo produciendo y diseñando motores de aviación punteros
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