En una época en que buena parte de los médicos utilizan cuestionarios para recoger la historia del paciente de forma rápida y estandarizada, y recurren a aparatos como el podómetro, que cuenta los pasos que da un niño, o el cojín estabilímetro, que mide el movimiento de la pelvis mientras está sentado, para recabar datos de utilidad dudosa, se agradece que otra parte de la medicina esté cada vez más interesada en el relato de la vida del paciente. Las facultades de Medicina norteamericanas llevan años incluyendo cursos de arte y literatura en sus planes de estudios para mejorar la capacidad de reflexión y empatía de los futuros médicos. En principio, la idea me parece buena. La lección de anatomía de Philip Roth dice tanto o más del dolor que muchos tratados de medicina y es más probable que uno se haga una idea de qué siente un paciente terminal leyendo La muerte de Iván Ilich que leyendo un manual de cuidados paliativos. Pero quizá lo más interesante de estos cursos de «medicina narrativa» es que prestan atención al relato del paciente, a cómo integra este la enfermedad en la historia de su vida. El escritor Anatole Broyard ya habló de la importancia del relato en Ebrio de enfermedad, donde aconsejaba a los enfermos de cáncer que adoptasen un estilo propio: «Adoptar un estilo para afrontar la enfermedad es otra manera de recibirla en nuestro propio terreno, de convertirla en un mero personaje, uno más de nuestro relato».
Incluir el cáncer en nuestro relato, utilizando palabras propias, implica no dar por buenas todas las metáforas que habitualmente se usan para (no) hablar de él. En La hora violeta, Sergio del Molino cuenta los últimos meses de su hijo pequeño, Pablo, desde el momento en que le diagnostican una leucemia, y señala que «persisten demasiado lugares comunes y muchas ganas de esconder lo más feo de la enfermedad». También nos recuerda que las metáforas «no nos resguardan del dolor ni nos acorazan contra la realidad, que, impasible, avanza desnuda, sin tropos literarios». Al final de Wit, la obra de teatro de Margaret Edson, la profesora de literatura Vivian Bearing, que tiene un cáncer de ovario en estadio IV, se da cuenta de que las abstracciones de la poesía de John Donne ya no le sirven. Lo único que puede aliviarla es un cuento infantil despojado de metáforas. A Vivian no le interesan las interpretaciones metafóricas del cuento que hace su mentora, para quien el conejo es una alegoría del alma; sencillamente, el cuento del conejito la ayuda a dormir porque le recuerda a otro cuento que solía leerle su padre cuando era niña, un cuento que forma parte del relato de su vida.
Algunas de las metáforas que utilizamos con normalidad son particularmente dañinas. En La edad de hierro, J. M. Coetzee utiliza el cáncer de hueso que padece la protagonista como alegoría del mal que aqueja a la sociedad sudafricana. Sudáfrica sufrió varias invasiones coloniales y ahora los sudafricanos, parece decir Coetzee, llevan al bárbaro en los huesos. La anciana que protagoniza la novela, una mujer blanca, siente vergüenza por la pasividad de los blancos ante las injusticias cometidas con los negros durante el apartheid: «La acumulación de toda la vergüenza que he sufrido en mi vida me ha provocado cáncer. Así es como empieza el cáncer: el cuerpo se vuelve maligno de tanto sentir asco de sí mismo y roerse a sí mismo». La imagen que utiliza Coetzee funciona muy bien en lo literario, le sirve para diagnosticar de forma precisa el mal de todo un país, pero, además, deja entrever algunos prejuicios que ya desveló Susan Sontag en La enfermedad y sus metáforas (1). Decía Sontag que «metafóricamente» el cáncer «era el bárbaro dentro del cuerpo», y que la sociedad proyecta sobre la enfermedad lo que piensa sobre el mal. Según esta lógica perversa, el emperador de todos los males —y, por extensión, la persona que lo padece— encarna todo lo que la sociedad considera malo, incluso inmoral. A un enemigo de tal calibre, un enemigo público, solo cabe declararle la guerra. Los oncólogos dicen con frecuencia que los tumores malignos «invaden» y los tratamientos «contraatacan». Se ataca al objetivo con rayos o agentes químicos… La prensa habla de «artillería pesada contra el cáncer» y no es raro escuchar que, finalmente, alguien «ha perdido la batalla contra el cáncer». La imagen de la guerra contra el cáncer puede funcionar en las campañas para recaudar fondos para la investigación, pero no tanto cuando se aplica a un enfermo. Este tipo de imágenes bélicas, decía Sontag, no son inocuas, ya que «describen mucho más de la cuenta», además de contribuir a la estigmatización de los enfermos. Han pasado décadas desde que Sontag escribió su famoso libro (y su continuación, El sida y sus metáforas), pero seguimos hablando como si el cuerpo fuera un campo de batalla y los enfermos las bajas potenciales inevitables en toda guerra.
Algo más sutil, pero íntimamente relacionada con la anterior, es la idea de la lucha. A algunos enfermos esta imagen les ayuda, les da fuerza. El problema de las luchas es que no siempre se ganan. Cuando se pierde una batalla, una partida, nos preguntamos en qué hemos fallado. ¿Ha fallado la estrategia?, ¿ha sido un problema de motivación, de actitud?, ¿por qué hemos sido más débiles que el rival? Estas preguntas pueden tener sentido en otros contextos, pero no en este. Aquí no hay personas fuertes o débiles, mejores o peores luchadores, solo personas que tratan de sobrevivir a una enfermedad. Unas lo consiguen y otras no. Eso es todo. No obstante, la idea está tan extendida que en países como Canadá existe el Cancer Fight Club, que a más de uno le recordará a los grupos de apoyo a los que acudía el protagonista del libro de Chuck Palahniuk llevado al cine por David Fincher.
También apela a la lucha la oncóloga que trata a Olov Mathiessen en La desesperación silenciosa, novela de Daniel Dimeco: «¡Luche, Mathiessen, luche!, le gritó agitando los brazos al modo de una sermoneadora evangélica (…) Aproveche esta oportunidad. A través del dolor también se pueden aprender algunas cosas». Por supuesto, está muy bien animar a los pacientes, y cuanto más optimista se sea, mejor. Pero la lucha no puede ser solo un asunto individual. Por mucho que luche un paciente, por muy optimista que sea, va a ser difícil que sobreviva si no se invierte lo suficiente en investigación y tratamientos (en la novela de Dimeco, la seguridad social danesa rechaza la intervención quirúrgica del paciente alegando una larga lista de espera).
Mención aparte merece la idea de que el dolor es una oportunidad que hay que aprovechar para aprender «algunas cosas». Personalmente, no creo que haya nada útil en el sufrimiento, pero no tienen que hacerme caso a mí, lean mejor a María Hernández Martí, que escribió una magnífica, y divertida, novela gráfica sobre lo que se aprende, o no, teniendo cáncer. Que no, que no me muero (ilustrada por Javi de Castro y publicada en Modernito Books) cuenta cómo cambia la vida de Lupe desde el momento en que le diagnostican un cáncer de mama y cómo cambia la forma en que los demás se relacionan con ella: «Cada vez que digo cáncer a la gente le falta tiempo para cerrar los ojos y darme el pésame» o «Mírala qué contenta va, peladita como está, la pobre; qué lección, qué lección»… El libro no da lecciones de nada. De hecho, huye de moralejas y de todo lo que huela a autoayuda: «Si buscan serenidad, rollo zen y buenos sentimientos, AQUÍ NO ES», dice la contraportada. Sin embargo, contiene un mensaje importante: subraya desde el título algo que deberíamos decir más: el cáncer no es sinónimo de muerte.
Además de interponer una necesaria distancia entre el cáncer y la muerte, Que no, que no me muero muestra que se puede hablar con naturalidad, incluso con humor, del cáncer. También Bajo la misma estrella, de John Green, recurre con frecuencia al humor a la hora de contar la historia de dos adolescentes con cáncer. Teniendo en cuenta el público al que iba dirigida (adolescentes y jóvenes adultos), Green se pensó mucho el tono que le iba a dar a su novela; aun así, el libro no gustó a todo el mundo. Algunos medios ingleses pusieron el grito en el cielo al considerar que el cáncer no era un tema adecuado para una novela juvenil. El Daily Mail publicó un artículo alertando de los peligros de la sick lit, un tipo de literatura que trata de temas tan dispares como el cáncer, las autolesiones o el suicidio. Los detractores de la sick lit alegan que estas novelas pueden aumentar el riesgo de autolesiones o inducir ideas suicidas en los adolescentes, pero esta lógica difícilmente puede aplicarse a los libros que tratan del cáncer (que yo sepa, identificarse con los protagonistas no es un factor de riesgo de nada). Sin duda, hay que cuidar los contenidos a los que tienen acceso los adolescentes; sin embargo, los escritores y editores de novela juvenil son conscientes de esta responsabilidad y suelen ser especialmente cuidadosos.
Por otra parte, no creo que tenga mucho sentido considerar el cáncer como contenido «no recomendado para menores de dieciocho años» cuando la propia enfermedad no se caracteriza precisamente por hacer distinciones por razón de edad. Según el Daily Mail, «Mientras los libros de la saga Crepúsculo y sus imitadores son claramente fantasía, estos libros no ahorran detalles sobre las duras realidades de la enfermedad, la depresión y la muerte». Creer que los adolescentes solo están preparados para leer historias de vampiros es menospreciarlos. El paternalismo del Daily Mail parece ir en consonancia con el Zeitgeist. Vivimos en una época en la que todo, incluso el color rosa (2), es susceptible de considerarse inapropiado, o incluso ofensivo, y parece cada vez más evidente que está teniendo lugar una regresión. En el pasado los niños veían Bambi o Heidi aunque la muerte de los padres sobrevolara la trama o apareciera una niña en silla de ruedas. Y hace veinticinco años, Charles M. Schulz, creador de Snoopy y Charlie Brown, hizo un libro, ¿Por qué, Carlitos, por qué?, con los personajes de Peanuts para hablar a los niños de la leucemia y nadie se llevó las manos a la cabeza.
Otra cuestión implícita en el artículo del Daily Mail es qué sentido tiene leer una novela que hará llorar al lector o lo dejará «devastado», como se dice en algunas fajas. Se entiende que los escritores que han tenido que vérselas con la enfermedad o les ha tocado de cerca escriban sobre el cáncer (José Ángel Barrueco escribió sobre el cáncer de su madre en Angustia; Maite Núñez escribió sobre el cáncer de mama en algunos relatos de Cosas que decidir mientras se hace la cena o Todo lo que ya no íbamos a necesitar; Anatole Broyard empezó a escribir Ebrio de enfermedad cuando le diagnosticaron un cáncer de próstata; Harvey Pekar y su mujer, Joyce Brabner, escribieron una novela gráfica, Our cancer year; Jennifer Hayden escribió La historia de mis tetas…), pero ¿qué saca el lector de estos libros? Mortal y rosa, de Francisco Umbral, es desgarrador, pero al leerlo, además de tener la impresión de estar ante uno de los mejores libros de la historia de nuestra literatura, una siente que está leyendo algo real. A través de estos libros, accedemos a zonas del alma desconocidas para los que no hemos pasado por una situación así, nos aproximamos a un dolor del que apenas sabemos nada y del que procuramos mantenernos alejados, abrimos los ojos a una realidad que preferimos no ver. No me parece poca cosa.
(1) Este aspecto ha sido abordado en artículos como «Age of iron as a cultural text: the question of apartheid and the body», Neimneh, S. S. y Obeidat, M. M., en English Language and Literature Studies (2014); 4(3); o «Enfermedad y desplazamiento, una lectura poscolonial de La edad de hierro de J. M. Coetzee y Mi hermano de Jamaica Kincaid», Buksdorf, D., en Literatura y lingüística (2015); 32:63-84.
(2) «Breast cancer is serious. Pink is not». Artículo de Theresa Brown publicado en The New York Times el 28 de octubre de 2017.
Incluso hoy en día, los nacidos antes de 1960 de mi familia evitan pronunciar la palabra cáncer cuando se anuncia o se comenta que alguien lo padece. Tiene una «cosa mala» es lo que la sustituye, sin extenderse en detalles, y creo que pasa en más familias. Es como si temieran contraerlo con solo pronunciar su nombre…
El artículo es un leer y no parar.
Enhorabuena una vez más.