A mediados del mes de julio del año de nuestro Señor de 1839 —y nadie pone en duda que ese año y todos los demás de este mundo sean al mismo tiempo propiedad de otros amos menos piadosos (1)— Richard Wagner, quien pocos años después llegaría a ser un famoso compositor y modelo de ególatras de todas las épocas, incluso de las ya dejadas muy atrás por la historia, pero que de momento no pasaba de ser un deudor con mucho morro y muy solicitado por un batiburrillo de acreedores lo bastante aglutinador como para que le resultara imposible encontrar cobijo en ningún bosque, páramo o lodazal de Letonia y cada una de sus naciones vecinas, que por aquel entonces formaban parte del Imperio ruso, cargaba todas sus propiedades en la posta que cubría el solicitadísimo servicio Mitau-Tilsit y empezaba de este modo un viaje con destino a París y escala en Londres que, dada su especial sensibilidad de poeta germano y la consecuente debilidad por las historias truculentas en las que, por ejemplo, un héroe cualquiera se cepilla con todo conocimiento de causa a una señora muy gorda que es al mismo tiempo su madre y abuela y padrino y Bonnie, el setter irlandés que Odín se trajo de recuerdo al Walhalla al volver de una expedición a las costas de Cork, y que podría ser macho o hembra, ya que estamos tanto da; dado su espíritu de artista total, podríamos decir, todo este éxodo terminaría por cristalizarse en una ópera que, según todos los puristas y estudiosos de la cuestión (2), inauguraría el canon wagneriano. Es más, lo fijaría para siempre sin que nadie se atreviera a manipularlo jamás, ya fuera en un sentido o en otro. Al parecer, entre vómito y vómito, en algún punto del estrecho de Skagerrak (3), el músico y gorrón profesional divisó alguna variante del buque fantasma.
Las propiedades del joven Wagner están minuciosamente inventariadas en sus memorias. Candelabros, vajilla, partituras y ropa interior. También una mujer legalmente casada con él y un perro, Robber, que sin comerlo ni beberlo se había unido a la pareja poco antes de llegar a Mitau (Letonia; actualmente se hace llamar Jelgava). Un terranova negro de un tamaño lo bastante grande como para que a muchos cazadores locales, incluso a los más experimentados, les sirviera como una excusa creíble si llegado el caso lo confundieran con un grizzly adulto que, sin embargo, nadie esperaría encontrar cerca de las provincias bálticas. A estas latitudes había llegado el joven Richard para dirigir el teatro de Riga. Le acompañaba su casquivana esposa Minna, una cantante de ópera que tras dos años escasos de matrimonio se hartó de la vida nómada que hasta entonces habían llevado y dejó plantado a Wagner para así poder compartir a conciencia techo y lecho con otro hombre. Quizás echaba de menos a Robber, y unos meses más tarde Minna volvió al lado de Richard a pesar de que había vencido su contrato con el teatro y de que los protestos de las letras deslizados bajo la puerta de chez Wagner alcanzaban una frecuencia diaria que escandalizaría a los consejeros delegados de las cajas de ahorros más golfas.
Viéndose sin trabajo, endeudado hasta la boina y con mujer y perrazo a su cargo, Richard siguió el consejo de su amigo Abraham Möller y puso pies en polvorosa, dejando con un palmo de narices a más o menos todo súbdito del Imperio ruso que en algún momento de su vida había puesto un pie al norte de Minsk. Como las autoridades rusas le habían retirado el pasaporte en un acto de ingenuidad burocrática, los Wagner se vieron obligados a pasar la frontera de matute. Nada más cargar sus kilos de ropa interior en la posta con destino a Tilsit (Rusia, actualmente Sovetsk), empezaron los problemas. Como es natural el resto del pasaje se negó a compartir asiento con un animal de clasificación taxonómica nada clara, y el pobre Robber, bajo el sol subártico de julio, a punto estuvo de entonar un aria trágica final mientras galopaba detrás del carruaje. Aunque la fama de la simpatía rusa ha alcanzado todos los rincones del globo y sea mundialmente reconocida (4), en algún momento alguien tuvo un reblandecimiento del corazón temporal que los Wagner aprovecharon para meter presión al resto de viajeros, y finalmente el animal pudo acomodarse a duras penas a los pies de sus amos y de una serie de desconocidos que, cargados de razón, dirigían hacia nuestros fugitivos miradas de reproche e incluso alguna de odio mal disimulado.
De esta guisa atravesaron toda Curlandia y llegaron a las afueras de Königsberg donde, como a nadie a estas alturas del relato le sorprenderá, Wagner no podía poner un solo dedo del pie sin terminar con sus huesos en la cárcel o, quizás sea más realista reconocerlo, formar parte central de alguna esas formas de entretenimiento en las que los acreedores ridiculizan al deudor aplicando imaginativos castigos a cualquier parte de su cuerpo que llame la atención del ojo del vecino sádico que habita en todo pueblo o ciudad, ya sea civilizada o no. Tuvieron que esperar en las afueras a que el mencionado Möller les consiguiera un pasaje de Pillau a Londres. Días después, transitando por caminos secundarios, el carruaje de Möller volcó y Richard dio con sus huesos en un estercolero, una escena que desgraciadamente no hemos visto reflejada en ninguno de sus dramas musicales. De un modo u otro, siempre a duras penas y con el perro a cuestas, atravesaron de noche la frontera custodiada por puestos de cosacos cada mil metros, todos ellos no solamente con órdenes sino deseando disparar hacia territorio prusiano tan lejos como sus armas alcanzaran. Una vez llegaron a Pillau, y de nuevo esquivando a la guardia del puerto, embarcaron a bordo de un velero que alguien sin muchas ganas de ser original bautizó como Tetis.
Todos los detalles de la travesía Pillau-Londres del Tetis están bien contrastados. Aparte de Mein Leben, la autobiografía que Wagner décadas más tarde le dictaría a Cósima —la hija de Liszt con la que finalmente se casó después de levantársela al que entonces era su marido, Hans von Bülow, a su vez director en muchos de los estrenos de sus mejores óperas—, quien experimente un ansia de investigación que ya no se podría considerar escrupulosidad sino monomanía, podrá consultar los registros del armador Jakob P. Liedke, a la sazón propietario del Tetis, que curiosamente corroboran todos los detalles que recordaría Wagner treinta años después. El capitán se llamaba R. Wulff. La dotación la completaban otros seis marineros, de los que solo recuerda el nombre de uno, pues cuenta que un tal Koske se tomó muy a pecho una deuda de honor que solamente podía ser saldada haciéndole la vida imposible al pobre Robber durante toda la travesía. Más detalles: la nave medía veinticinco metros de eslora, tenía dos palos —y aquí no nos enredaremos con toda clase de nombres técnicos que, seamos francos, solo pueden interesar a aquellos que duermen conservados en formol— y pesaba ciento veinte toneladas. Tentando a algo que únicamente los ateos pueden considerar suerte, la nave partió en viernes, cuando todo el mundo sabe que es un día maldito para emprender viaje por ser aquel en el que asesinaron a nuestro Señor. Así que una travesía que en principio iba a durar ocho días se alargó hasta las tres semanas, durante las cuales Wagner, según ya hemos contado, tuvo la seguridad de avistar el famoso buque fantasma y la no menos intensa certeza de que su última hora había llegado. Y por tanto le pidió a Minna que ataran sus cuerpos con unos pañuelos para de este modo, llegado el caso, acudir juntos a visitar a la verdadera Tetis. La nave epónima, por su parte, perdió el mascarón de proa durante este viaje —dejamos que el lector adivine la figura representada, pues confiamos en su agudeza y culturilla general— y naufragó en el mar del Norte nueve años más tarde sin que Wagner tuviera noticias de este desenlace.
La ópera que esta aventura inspiró a Wagner —Der Fliegende Holländer— está basada en una leyenda marinera que data del siglo XVII y que todo el mundo conoce. A su vez el drama musical wagneriano contiene elementos sobrenaturales, es verdad, pero también una moraleja sobre la redención mediante el amor, incluido un suicidio y una ascensión a los cielos, que les pondría los pelos de punta incluso a los miembros numerarios más retrógrados del Opus Dei. Los orígenes de la leyenda son bastante más prosaicos. Según parece, allá por 1678, un tal Bernard Fokke (5) fue capaz de cubrir la distancia entre Ámsterdam (Holanda o Países Bajos, según se prefiera) y Batavia (entonces Indias Holandesas, hoy Jakarta, en la isla de Java, Indonesia) en tres meses y cuatro días. Otras fuentes lo cuantifican en tres meses y diez días. Da igual; para cualquier sabio de la época estaba demostrado que Fokke había pactado con el Diablo y la imaginación marinera y las horas de calma chicha hicieron el resto.
Hay versiones para todos los gustos sobre el origen de la maldición. Unos aseguran que a bordo del buque se cometió algún crimen horrible, y la esencia del horror en un barco del siglo XVII que se pasa tres meses sin arrimarse a tierra firme es demasiado poderosa como para adentrarse en especulaciones. Otros aseguran que el capitán del buque fantasma vendió su alma al diablo a cambio de alcanzar velocidades inimaginables para la época. Al enterarse el buen Dios de las cláusulas de este intercambio, le condenó a vagar durante toda la eternidad por mares, océanos y ensenadas grandes y pequeñas, sin permitirle, mediante la acción de la gracia divina, poner un pie en puerto alguno.
Nuestra favorita, sin embargo, es aquella que describe el soberano cabreo del capitán Hendrick Van der Decken. Según cuenta la ficción, que bien podría tener una base real, en cierta ocasión Van der Decken, cubriendo la consabida ruta hacia las Indias Holandesas —otros aseguran que de vuelta—, se disponía a hacer escala en Ciudad del Cabo cuando se levantó un temporal bastante cachondo cuya única función parecía ser tanto impedirle al barco ponerse a salvo como avanzar en su ruta. Rojo de ira, las babas y los esputos confundiéndose con la espuma marina, perdida la esperanza de disfrutar de una ociosa escala, de beber un poco de ginebra holandesa en una taberna que hace tiempo hubiera prescindido de cualquier recuerdo de los primeros hugonotes que pusieron sus calzas y sus principios religiosos en esas tierras; de comerse una buena ración de tripas de carnero micuit, una delicia que sin duda le dejaría en el aliento un aroma ovino para lo que restaba de viaje y puede que de vida, con las obvias consecuencias que cualquiera que se haya visto atrapado entre una tripulación masculina que hace meses que no ve otra cosa que pitos y culos peludos podrá adivinar; perdida la oportunidad de ayuntarse con una hembra o macho, de especie humana o no, todo según le afecten y dicten los humores del licor; de jugar por fin una partida de bolos sobre una superficie estable; de fumar tabaco sin moho, aunque hay quien asegura que le confiere ciertas propiedades alucinógenas que no muchos saben apreciar; perdida, en fin, toda posibilidad de gozar unos días de su condición humana, Van der Decken maldijo al viento y juró que por sus cojones serranos, aunque la cima más alta de toda Holanda, el Vaalserberg, apenas alcance los trescientos veintidós metros, que por sus huevos flamencos —este sí es un juramento más apropiado— daría la vuelta al Cabo de Buena Esperanza aunque le llevara toda la eternidad hacerlo.
Y ahí sigue, surcando los mares y lanzando señales. Si algún día nos vemos embarcados en uno de esos cruceros de los que tanto jugo han sacado los escritores posmodernos de referencia, me refiero a los ases de las letras que se estudian en los campus de la Costa Este y en los cursos de verano de la Universidad de Albacete, quizás nos crucemos con una sombra luminosa (sic) y nos veamos tentados a recoger las cartas que insiste en lanzarnos la tripulación fantasma. Van der Decken entre ellos, míralo, ahí está. El de cara de vinagre. Debemos renunciar; no solo trae mala suerte —salvo a los suicidas, claro, que lo podrían considerar un ahorro de esfuerzos muy apreciable— y un naufragio, sino que no podríamos resistirnos a leer el contenido de unas misivas de amor de una naturaleza ante la que ni siquiera décadas de inmersión en las profundidades de las series de televisión de producción nacional, ni siquiera años de programas matinales y otras barbaridades provenientes del más acá, nos han preparado para mantener nuestra mente intacta. Y sana.
In animal veritas.
Más o menos.
(1) La causa es una suerte de proindiviso trascendental que lleva en vigor desde la noche de los tiempos, y que ningún notario o registrador de la propiedad sabría explicar, no digamos ya darlo por bueno. Esta artimaña jurídica sirve de apoyo legal para que todos los dioses, ya sean los habitantes del Olimpo ya los primeros pigmeos, anden a la gresca desde que el no-mundo es no-mundo sin miramiento alguno hacia la especie humana.
(2) Que, como es de esperar, están todos locos.
(3) La franja de mar que separa el sur de la península escandinava del norte de la península de Jutlandia. Es decir, y por ahorrar otra nota al pie a esta nota al pie, del norte de Dinamarca.
(4) Quizás solo la reconocida amabilidad cántabra esté a la par.
(5) Este nombre es real, y llegado el momento de rodar el biopic de su ajetreada vida no quedará más remedio que asignarle el papel a Ben Stiller, que bien puede intentar a lo largo de la película, que transcurriría íntegramente durante la citada travesía Ámsterdam-Batavia, ganarse el respeto del contramaestre para que así apruebe su relación, a todas luces ilícita, entre el mismo Fokke y un afeminado grumete que, a su vez, es pretendido por el segundo piloto; un antiguo amor aún más escandaloso consumado contra la amura de estribor la primera vez que el muchacho cruzó el Trópico de Capricornio. En fin, son solo ideas.
Nota al autor:
Debería usted de escribir una autobiografía como los diarios de Iñaki Uriarte. Aunque solo fuere por molestar. A mí me molestaría muchísmo. Incluso los compraría.
Gracias anticipadas
Gusto de leer. Divertido y sabroson.
El argumento me interesó desde el principio, por el personaje, por el título fantástico que ya había oído (por estos lares hay un locutor famoso que lo adopta) y quería saber más, pero le confieso que he tenido que leerlo tres veces. Es tanta la abundancia de subordinadas que a veces perdía el hilo. De cualquier manera ha sido fructífera y divertida la lectura. Gracias.