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Dario Argento y John Carpenter: qué buenos ratos pasamos

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Dario Argento durante el rodaje de Suspiria. 1977. Imagen: Seda Spettacoli.

«Una vez que eliminas lo imposible, lo que te queda, por muy improbable que sea, solo puede ser la verdad». Arthur Conan Doyle puso varias veces esta máxima del oficio de investigador en boca de Sherlock Holmes, y Dario Argento ha hecho lo propio con los detectives de sus películas, porque lo que vale para el Támesis vale para el Tíber, y porque hay en esa cita algo de manual de estilo de la aproximación a las historias por parte del maestro del giallo. El mejor Argento, el que va de 1970 a 1985, es divertido, entrañable y entretenido a rabiar porque obvia toda verosimilitud haciendo que nada sea imposible en sus historias, y por muy improbable que resulte ya se encarga el celuloide de convertirlo en verdad. Véase Cuatro moscas sobre terciopelo gris (1971), cosa improbable desde el título que trata de un tipo perseguido por un asesino en serie cuya identidad se descubre de un modo perfectamente natural: mirando la retina de su última víctima, en la que ha quedado impreso (¿y por qué no?) el encuadre de su último vistazo a la vida. En Cuatro moscas, por si fuera poco, sale Bud Spencer. Y sale porque sí, porque su personaje no es fundamental para la trama, pero, antes de levantar la ceja, piense: ¿qué puede tener de malo una película en la que de repente y sin venir a cuento aparece Bud Spencer? No solo eso: en Cuatro moscas Bud vive con un loro, porque sí, y el loro se llama Fanculo, o Vaffanculo. ¿Por qué? De nuevo: porque sí. Acéptelo: una vez que entra en la sala y apaga el móvil, la pantalla blanca y la luz del proyector dictan sus normas, sus leyes físicas, sus preceptos y sus principios. Si usted, como Groucho, tiene otros, saque el puro si quiere, pero fúmeselo fuera.  

Al principio de Asalto a la comisaría del distrito 13 (1976), cosa memorable de John Carpenter, un teniente de policía afroamericano entra en la oficina del título. Una secretaria le ofrece un café, y mientras se lo prepara le pregunta: «¿Solo?» (Black?), a lo que el policía, con media sonrisa, responde: «Desde que nací». De nuevo: en el reino del celuloide y de la diversión, cuando esta es verdadera (y aquí lo es) un chiste malo cuela siempre, donde sea, y si no le gustan estos regalos gratuitos espere, porque minutos después entra en escena el antihéroe de la función: un convicto de una penitenciaría de Los Ángeles con el hastío de un Bogart y la fatalidad inherente de un Dean, pero con el sentido de la justicia de un Wayne. No se llama Humphrey, ni James, ni John. Se llama Wilson. Bueno, no: se llama Napoleón Wilson. Porque sí.

Carpenter y Argento se conocen desde hace décadas, se complementan, se inspiran y también se copian. El cineasta americano ha dicho en alguna ocasión que una de sus joyas menos conocidas (El príncipe de las tinieblas) está inspirada en Inferno, de Argento. También ha reconocido la influencia del cine del italiano en su carrera de compositor de bandas sonoras (un hombre, un sintetizador, dos notas): cuatro décadas de maravilloso politono continuo inspirado en buena parte por las bandas sonoras de Goblin para los dos tótems de la carrera de Argento: Profondo Rosso (Rojo oscuro, 1975) y Suspiria (1977). La música de La noche de Halloween (1978) nunca sonará en la sede de la Filarmónica de Viena, pero existen pocos equipajes de narrativa cinematográfica más sublimes. Hay algo en la aproximación del público a estos dos cineastas (por lo demás dotados de un talento desbordante) que no deja de tener su gracia: hablo de ese acercarse a sus películas con cierto deje de «es muy mala, pero muy buena», como si sus obras mejores no fueran «buenas» sin más, sin «pero» que valga y de principio a fin. Uno no se explica esa suficiencia medio irónica ante tamañas muestras de talento. Tengo escrito en otro sitio que el espectador actual comenzó a perder el placer por la literatura y el cine de aventuras el día en que se puso a lanzar ojeadas de respeto al busto de Stevenson; que fue, claro, el mismo día en que dejó de leerlo con sana desinhibición. El gusto estriba en no olvidar nunca que a los grandes primero se los disfruta y luego, si queda tiempo, ya los intelectualiza uno cuanto quiera. Y eso vale para el espectador tanto como para el creador. Un ejemplo: respira en Carpenter y en Argento un conocimiento enciclopédico del universo de Alfred Hitchcock y un respeto reverencial por el maestro, pero cuando ha tocado contradecirle en nombre de la narrativa ninguno de los dos ha dudado: en El gato de las nueve colas (1971) Argento juega con un macguffin durante toda la trama, pero, contrariamente a la lección de sir Alfred, no duda en dedicar los diez minutos finales a explicarlo, desmenuzarlo y regocijarse en su carácter delirante: el móvil del asesino es matar a todos aquellos que han descubierto que es portador de un cromosoma que los científicos asocian con la psicopatía. Hitchcock habría dejado al cromosoma dentro de la botella, junto al uranio, y sin dar demasiadas explicaciones. Análogamente, el mago del suspense le contó a Truffaut que llevaba treinta años arrepintiéndose de haber decidido que el niño protagonista de Sabotaje (1936) muriera de un bombazo, pero en su segunda película (la citada Asalto a la comisaría del distrito 13) un jovencísimo Carpenter lleno de aplomo y seguridad comprendió que no había artefacto narrativo más sólido para presentar a sus villanos que mostrar cómo asesinaban a sangre fría a una niña junto a un camión de los helados. Es increíble, lo ves contado por escrito y parece, incluso después de haber visto la película varias veces, que no va a funcionar por repugnante, por ir demasiado lejos; que va a echar al espectador de la sala en el primer acto. Pero Carpenter consigue con ello el efecto deseado: durante el resto de la película, por limitaciones del presupuesto, filmará a sus villanos a centenares de metros de distancia. Pero da igual: ya resultan terroríficos.

Repetimos: los mejores Carpenters y Argentos no son películas «malas pero buenas», porque no hay tal cosa. Existen buenas películas y malas películas, y estos dos tipos contienen tanto cine que a veces basta verlos a ellos dos para comprender la diferencia: porque lo que va de un gran filme a uno pésimo es, precisamente, lo que va de un Argento estupendo a uno horroroso (que los hay, y muchos) y de un Carpenter en forma y posesión de todos sus recursos a uno fuera de juego, desviado y sin rumbo, para el que no faltan ejemplos. Ambos se regodean en una festiva falta de pretensiones, y como Argento suele tratar temas de más carga emocional (el subconsciente, los traumas infantiles, el fetichismo, la obsesión hitchcockiana por los objetos, etcétera) es el italiano también el que, como para compensar, más descuida la interpretación de sus actores principales, que le da absolutamente igual, o introduce giros imposibles en el guion, que solo le importa en la medida en que le permita insertar cada quince minutos una escena de homicidio estilizada al extremo. Argento también gusta de los diálogos descacharrantes. Véanse las curiosas artes desplegadas por el protagonista de El gato de las nueve colas para llevarse al huerto a la chica: «¿Sabes cuántas personas practican sexo en el mundo cada segundo? Unas setecientas ochenta de media. ¿Y sabes una cosa? No me gustaría bajar la media». Sigue la escena de sexo más grotesca que imaginarse pueda. 

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Tenebre, 1982. Imagen: Sigma Cinematografica / Titanus.

Podría parecer un chiste involuntario si no fuera por la ironía que subyace en todos los thrillers de Argento. Mi gag preferido de todas sus películas es el que atraviesa Tenebre (1982) de principio a fin: el detective encargado de resolver el caso es un lector incansable de todos los Agatha Christie, Mickey Spillane, Conan Doyle y demás que imaginarse puedan. Y, sin embargo, en ninguno de ellos ha logrado adivinar quién era el asesino antes de llegar al último capítulo. Tampoco lo hace, por supuesto, en la historia que nos ocupa, y de hecho desenmascara al asesino de Tenebre bastante después que el espectador. Otro juego recurrente de Argento, muy original y ya presente en su estupenda ópera prima (El pájaro de las plumas de cristal), consiste en desvelar la clave del misterio durante unas centésimas de segundo al principio de la película, de modo análogo a esos fotogramas de Coca-Cola que, dice la leyenda urbana, se insertaban en secreto en los multicines de los noventa durante la publicidad previa a la proyección, y que suscitaban en la platea el deseo inconsciente de salir a comprar un refresco. El héroe (y el espectador) de las películas de Argento asiste a un asesinato en el primer acto, y sabe que la clave del misterio le ha sido desvelada en lo que dura un parpadeo, quedando alojada en algún lugar de su subconsciente. Durante toda la película revisa tortuosamente la secuencia de los hechos, y solo al final, cuando vuelve al lugar del crimen, se desvela qué fue lo que vio y no conseguía recordar. 

Argento gusta también de llevar sus ideas al extremo, como para probarse a sí mismo, y cuando sale airoso del paso no cabe sino hacerle la ola. Véase Phenomena (1985), o cómo conseguir que funcione una película llena de insectos en la que el héroe de la función es un mono amaestrado. Sus mejores historias son aquellas en las que le cabe básicamente cualquier cosa. La que muchos consideran su obra maestra (Suspiria, en palabras de Guillermo del Toro «el Coliseo romano del cine de horror») es un monumental ejercicio de estilo que parte de encuadres del cine expresionista clásico para emborracharlos de una inagotable paleta de colores por la que narrativamente pasa un poco de todo: hay susurros nocturnos, pasillos de pesadilla, ahorcamientos, magia negra, un perro asesino, la Alida Valli de El tercer hombre y hasta el mismísimo Miguel Bosé acechando juguetón tras unas cortinas rojas. Argento también sabe manipular los clichés de los géneros para jugar a la imprevisibilidad. En un momento de Tenebre una chica con el cartel en la frente de próxima víctima del asesino pasea sola de noche por la calle. Al pasar junto a un jardín, llega el susto fácil: un dóberman se lanza ladrando contra la valla. Lo hemos visto mil veces, pero no lo que sigue: la chica, cabreadísima, arrea al perro con un palo sin imaginar, la pobre, que este va a saltar la valla y la va a perseguir incansablemente los próximos diez minutos de película hasta obligarla a esconderse en el peor lugar posible: una casa que resulta ser, por supuesto, el hogar del asesino. De todas las películas de Argento, aquella en la que más abundan todos estos juegos sarcásticos, ideas brillantes y sorpresas continuas es de lejos Profondo Rosso, una joya absoluta que define con tiralíneas el concepto de diversión y entretenimiento, de principio a fin. De hecho, al final de la película no leemos «The End» ni «Fine», sino una frase impresa en pantalla a modo de acuse de recibo, de confirmación orgullosa, segura de sí misma, de la experiencia regalada durante dos horas: «Avete visto Profondo Rosso» («Habéis visto Rojo oscuro»). 

Si hay que buscar en la filmografía de John Carpenter una obra equivalente en su acumulación de ideas y hallazgos sorprendentes en continua sucesión, y por tanto con más capacidad de hacer disfrutar al público, creo que esa es sin duda 1997: Rescate en Nueva York (1981), una película muy pertinente para el espectador educado en el calculadísimo cine de entretenimiento del siglo XXI, porque derrocha un desparpajo y una inocencia suicida (pero necesaria) que se ha perdido un poco por el camino, creo yo. Quien vea los quince minutos iniciales y piense «pero qué clase de argumento delirante es este» tiene algo dentro que debería extirpar cuanto antes. Por su bien. El espectador joven también descubrirá algo desconocido, por perdido, en El príncipe de las tinieblas: en esta era de héroes cinematográficos que son chavalitos imberbes, chulitos, tan sagaces y listillos ellos, ver El príncipe de las tinieblas es asistir a la venida de un protagonista treintañero, recio, con camisa, reloj Casio y jeans ajustados al extremo que dibujan con tiralíneas el perfil del par de razones que le permiten repartir estopa al mismísimo diablo. El tipo luce, además, un mostacho imposible. También sale Alice Cooper haciendo de zombi impávido durante dos horas. Gran cine.

Argento y Carpenter comparten formación en el cine del Oeste. El italiano llegó a la dirección cinematográfica con el doctorado en wéstern ya sacado, pues empezó su carrera como guionista firmando junto a Bernardo Bertolucci y Sergio Leone la historia de Hasta que llegó su hora, nada menos. Carpenter lleva cuarenta años de experiencia curricular extrema: hay pocos directores de wésterns mejores que el americano, y eso que, como él mismo ha señalado alguna vez, nunca ha filmado un caballo, un indio ni un vaquero, sino varios remakes camuflados de Río Bravo. La luz nocturna del vecindario de La noche de Halloween evoca las de Pasión de los fuertes o El hombre que mató a Liberty Valance, aunque mis noches preferidas de todos los Carpenters son las azules, musicales y de serenidad volátil previa a la escabechina de La niebla (1980), una película de historia inane porque es, toda ella, puro y magnífico cine de ambiente que hay que reivindicar. De hecho, quizá porque el maestro del horror lleva años más o menos retirado, han empezado a recuperarse del olvido algunas películas suyas. A ello contribuyó una gira por varios escenarios en 2016 en la que repasó acompañado de una banda los mejores temas de su carrera como compositor, y en la que se dio un justo baño de multitudes. Al atacar la música de Están vivos toda la banda se ponía, por supuesto, unas gafas de sol, y si no ha visto la película yo no puedo ni debo ni me permitiré decirle por qué. Ahora que Están vivos (1988) es por fin una obra de culto para casi todo el mundo, quizá llegue el reconocimiento general para joyas antaño denostadas. La estupenda En la boca del miedo (1994), por ejemplo. O incluso Golpe en la pequeña China (1986).

Reivindiquemos, pero no exageremos, no se nos vaya a olvidar disfrutar por el camino. A mí me duele un poco escuchar en todas partes que La cosa (1982) es una obra maestra. No por injusto (¿cómo no va a ser una obra maestra, por Dios?), sino porque el concepto lleva aparejado para algunos espectadores desorientados una connotación de respetabilidad que desvinculan de la diversión, como si fueran antagónicas. Ocurre lo mismo con Suspiria, de Argento. Son películas que deberían proyectarse precedidas de un mensaje subliminal, sencillo pero necesario, por muy ilegal o manipulador que sea. Una frase imperceptible a nivel consciente, proyectada una centésima de segundo para que se inserte en la corteza cerebral del respetable: «Aquí hemos venido a divertirnos». Por si acaso.

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5 Comments

  1. Lareon Falken

    Que puedo decir, «Suspiria» es onírica y maravillosamente inquietante, pero yo soy fan acérrimo de Carpenter. «La niebla» tiene un guión que cabe en una cuartilla de papel de váter pero su atmósfera es estupenda. «Están vivos» es muy divertida y «Starman» es hermosa. «En la boca del miedo» es una gran peli a reivindicar, con Sam Neil y homenajes a King y Lovecraft. «El príncipe de las tinieblas» resulta una mezcla extraña a priori, pero su final es uno de los más escalofriantes que he visto jamás. «Asalto a la comisaría del distrito 13» es aterradora y maravillosa y por supuesto está es h-o-s-t-i-a en taquilla y a los sentidos que es ese PELICULÓN que es «Golpe en la pequeña China». Matrix se lo debe todo a esta peli, que es un cóctel perfecto de acción, humor, monstruos, mitología china y a un Carpenter en estado de gracia.
    Probablemente sean dos de los últimos maestros del serie B, cuando serie B no quería decir falta de talento sino falta de un gran presupuesto. Dos maestros irrepetibles y, como casi todos los artesanos del B, ampliamente infravalorados.

  2. Golpe en la pequeña China!!! Acabo de rejuvenecer 30 años jajaja una autentica maravilla.
    Tengo que verla otra vez :)

  3. De ventre

    El príncipe de las tinieblas es la puta mierda más grande de la historia no del cine sino del conjunto de las siete artes. Los dos euros (la vi en la filmo) más desperdiciados de mi vida. No la vean jamás.

    J

  4. De estos dos clásicos soy más del maestro americano.No puedo con Argento he de admitirlo y no será porque no le he dado cancha.Su cine me parece demasiado exagerado en las formas,con unos repartos en su gran mayoría imposibles y con una falta absoluta de dirección actoral.No pasa nada que cierto actor en determinado momento chirrie de más… pero coño,no una docena de veces y no solo un actor,si no varios,del reparto.En ese punto,esencial para mí,Carpenter le daba mil vueltas.Para terminar no sabía que una de sus más grandes películas,»En la boca del miedo»,estuviera incluida en la lista de sus películas menos logradas.A mi me parece una jodidas joya que cada cierto tiempo tiendo a volver a ver, y a disfrutar,de nuevo.

  5. José Antonio

    Recuerdo el ciclo que echaron de Argento por la tele hace muchos, muchísimos años, por la tv. Jamás se me olvidaron sus películas, que considero obras maestras. En cuanto a Carpenter… pues también; es cine de una época: 1997, La cosa, La noche de… Verlas hoy no puede ser más que un deleite y para los que tenemos cierta edad, un acto sublime de nostalgia.

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