Sabed, oh, amados, que el hombre no fue creado en broma o al azar,
sino maravillosamente y para un gran fin. A pesar de no perdurar, vive para siempre;
y aunque su cuerpo es malo y terrenal, su espíritu es excelso y divino.
Ante la prueba de la abstinencia, purgado de las pasiones carnales,
alcanza lo más alto, y en lugar de ser un esclavo de la lujuria y el odio
es investido con cualidades angelicales.
La alquimia de la felicidad, Abu Hamed al-Ghazali (1058-1111).
Con el cerco, con los morteros y los cañonazos del cerco, llegaron los francotiradores; sombras crueles que asomaban por los boquetes de los edificios y tumbaban a mujeres con la permanente recién hecha, a niños o perros extraviados, a ancianos que volvían de juntar unas pocas ramas o de llenar un par de garrafas a orillas del Miljacka. A veces, una sábana blanca con un PAZI SNAJPER! para avisar de su presencia, como alucinada señal de tráfico del nuevo mapa de Sarajevo que convenía conocer. «He aquí la estrategia del sádico», escribió el periodista Alfonso Armada en una crónica para El País. Unas catorce mil personas murieron en los mil cuatrocientos veinticinco días de asedio de fuerzas serbias y serbobosnias apostadas en las colinas que atenazan la ciudad.
«Para su información, el Dr. Mustafa Jahic trabaja todavía aquí», contesta en un e-mail una amable empleada de la biblioteca Gazi Husrev-beg de Sarajevo. Jahic está vivo. Responde al día siguiente: «Me hará muy feliz contestar a las preguntas que me envíe». En abril de 1992, cuando estalló la guerra que iba a desangrar Bosnia, Mustafa Jahic tenía treinta y ocho años y era director de la biblioteca. En su fondo, unos diez mil manuscritos en árabe, persa, turco otomano —la colección más grande fuera de Turquía— y arebica —variante bosnia del árabe—, más de veinticinco mil libros impresos, periódicos, edictos, pósteres, decretos, pasquines y fotografías. «No tenía a ningún superior a quien preguntar. Tomé la decisión a solas», recuerda. La decisión no era otra que la de salvar los libros de la artillería, de las bombas incendiarias, de los morteros, de la desaparición que —aún no sabía— iba a ser el destino de las otras dos grandes bibliotecas de la ciudad.
Gazi Husrev-beg fue el gobernador otomano que llegó a Sarajevo en 1521 para tomar control de la provincia de Bosnia. Nombrado por su primo, el sultán Solimán I, Gazi trajo una enorme colección personal de leyes y manuscritos. En 1537, hizo construir la madrasa —escuela de estudios coránicos— y la biblioteca, que albergaba su propia colección y obras de filosofía, historia, geografía, matemáticas, lógica, medicina, veterinaria, astronomía, literatura y tantas otras disciplinas. Las órdenes de Husrev-beg de abastecer a la nueva institución hicieron florecer un bazar de libreros y copistas. Los estudiosos bosnios que viajaban a Damasco, Bagdad, La Meca o El Cairo volvían con más y más manuscritos. Bajo su mandato, conocido como «la Edad Dorada», Sarajevo pasó de ser un pueblo a la tercera ciudad europea más grande del Imperio otomano, tras Salónica y Edirne.
Jahic y los otros nueve empleados a su cargo trasladan los diez mil manuscritos al sótano del edificio y los cubren con materiales ignífugos. El techo es de madera. La biblioteca no está en la madrasa original, pero ahí es donde ahora llevan los manuscritos después de que el Instituto Oriental, con miles de otros manuscritos, archivos históricos de Bosnia y literatura científica acabe reducido a cenizas el 17 de mayo de 1992. La madrasa tiene gruesos muros de piedra. El método de transporte es acorde a las penurias que la población de Sarajevo sufría ya en su segundo mes de sitio. Jahic consigue unas cajas de cartón en el mercado. Cajas de plátanos. Los bibliotecarios cruzan la ciudad. Se detienen en las esquinas, pasan uno a uno los cruces, aprietan los dientes. PAZI SNAJPER! Abbas Lutumba Husein, el vigilante nocturno de la biblioteca, inmigrante de la República Democrática del Congo y miembro de esta patrulla improvisada de salvación, dirá en un documental de la BBC: «Era mejor morir con los libros que vivir sin ellos».
El 25 de agosto de 1992, el ejército serbio lanza bombas incendiarias contra la Biblioteca Nacional, junto al río Miljacka. Los bomberos tratan de controlar «la enorme bola de fuego», dirá uno de ellos también en el documental de la BBC, pero han perdido la presión en las mangueras y los francotiradores no descansan. Las cenizas de más de dos millones de libros suben al cielo de Sarajevo para luego descender sobre la ciudad en una lluvia lenta de papel quemado y olvido; es su propio pasado el que cae. La noticia abre los informativos; las ventanas del edificio vomitando fuego. Jahic dice que fue un día muy doloroso, pero que le dio moral para seguir protegiendo los libros de la Gazi Husrev-beg, ya los últimos.
Alfonso Armada y el fotoperiodista Gervasio Sánchez presenciaron el incendio de la Biblioteca Nacional y la visitaron unas horas después. Un niño llamado Edo les hizo de guía. Parece un cuento de hadas estropeado: «Por la intensidad del calor se quedaron ahí congeladas. Estanterías enteras intactas, todavía se veían las siluetas de los libros. Era una cosa como milagrosa, parecían esculturas de humo. Tocabas con el dedo y, de repente, se convertían en polvo. A Edo le fascinaba, parecía magia», dice Armada al otro lado del teléfono, que escribió una crónica para El País titulada «Edo, el guardián de las cenizas». Gervasio tiene una foto reproducida cientos de veces: una columna de sol que cae desde la cúpula negra hasta el patio negro del lugar.
La casa de Mustafa Jahic está a siete kilómetros de la madrasa y a quinientos metros de las líneas serbias. No contento con tenerlos en el escondite, quiere revisar que los libros siguen en él. Lo hace muchos días. Deja atrás a su mujer e hijos. Para llegar hasta el casco antiguo de Sarajevo, Jahic cruza por un enorme cementerio. Las lápidas de las tumbas musulmanas son delgadas y blancas; mala cosa para esquivar la puntería de los francotiradores. Se desvía por la parte ortodoxa y cristiana del camposanto, con lápidas más grandes, de grueso mármol. A veces pasa horas detrás de una hasta que se hace de noche o se detienen los disparos. Cuando llega a la madrasa, se sienta sobre las cajas. Entre las obras está Iḥyāʾ ʿulūm al-dīn o El renacimiento de las ciencias religiosas, del maestro sufí Abu Hamed al-Ghazali, nacido en Irán a principios del siglo XI. Es una copia del original, pero se hizo cinco años antes de la muerte del autor, en 1106. Ghazali tradujo una versión reducida al persa, conocida como La alquimia de la felicidad, y sus primeras palabras aparecen al inicio de este texto. Es la joya de toda la operación, aunque crea que cada libro es insustituible como cada persona.
Tras el incendio de la Biblioteca Nacional, Jahic decide mover de nuevo la colección —lo hará ocho veces—. Los quinientos manuscritos más valiosos son depositados en la caja fuerte de un banco (entre ellos, el de Al-Ghazali) y ahí se quedarán hasta el final de la guerra. Los demás vuelven a ser transportados en cajas de plátanos a la nueva madrasa de la ciudad y, poco después, a la estación central de bomberos y luego a un teatro y luego de vuelta a la madrasa. En uno de los cientos de trayectos, unos chavales paran a Jahic: «Nosotros no tenemos ni para pan y vosotros con plátanos». Miran en el interior de las cajas y solo hay libros viejos, los mismos a los que muchos, ante la escasez absoluta, arrancaban las páginas para hacer cigarrillos. «Nos dejaron seguir y se quedaron con caras de verdadera desolación», escribe Jahic en el e-mail de respuesta.
En 1995, con el sitio en su tercer año, Jahic consigue importar desde Viena una máquina de microfilmado que entra en Sarajevo por el túnel bajo el aeropuerto, la única conexión con el mundo exterior. El aparato resulta ser muy complicado. Necesita electricidad, químicos y demás materiales inimaginables en una ciudad hambrienta. Jahic hace correr la voz: busca a un técnico de microfilmado. Muhamed Music responde a la llamada. Jahic le enseña los diez mil manuscritos y le pregunta cuánto va a tardar en copiarlos. Music contesta: «Veinte años». Conectan dos baterías de coche para que la máquina no se apague con los constantes cortes de luz. Cuando las baterías mueren y la máquina se para, el trabajo se va al garete y hay que volver a empezar.
El 29 de febrero de 1996 terminó oficialmente el sitio de Sarajevo. Escribe Jahic: «Sentí alegría y pena a la vez. Había salvado la biblioteca y sobrevivido a los horrores de la guerra junto a mi familia, pero habíamos perdido el Instituto Oriental, la Biblioteca Nacional y muchas otras pequeñas colecciones privadas y valiosas de libros y manuscritos». La Gazi Husrev-beg es ahora un edificio moderno con todos sus fondos catalogados, microfilmados y digitalizados gracias a un fondo gubernamental de Qatar. Le pregunto a Mustafa Jahic qué hacía cuando llegaba al escondite, después de cruzar el cementerio y media ciudad: «No solía abrir las cajas y sacarlos, solo a veces lo hice. Me sentaba y leía para recordar el tiempo que pasaba con ellos en la biblioteca. En tiempos así, los libros pueden ser un consuelo para los hombres».
Me da escalofríos pensar que la mayoría de los autores de tal vergüenza todavía caminen por sus ciudades, tengan una familia, hijos, amigos. Todavía no entiendo la impunidad con la cual actuaron.