El 30 de junio de 2009, Bowe Bergdahl, soldado de primera clase, abandonó su puesto de observación y caminó hacia la noche afgana. Pasó cinco años en manos de los talibanes hasta que volvió a pisar su Idaho natal. «El horror en el que se ha convertido América es asqueroso», les había dicho a sus padres por e-mail tres días antes de desertar. La respuesta de su padre se resumía en la línea de asunto: «OBEDECE A TU CONCIENCIA».
Diez años después de aquello seguimos sin saber cuáles fueron las causas que llevaron a Bergdahl a arrastrar sus huesos hacia una trampa segura. Se especuló mucho en su día sobre si era un yihadista en potencia, un desertor sin rumbo o, simplemente, un loco que buscaba llamar la atención. En cualquier caso, entender las motivaciones de alguien que vive su vida como si de una novela se tratara resulta aún más complicado. Por supuesto, los primeros capítulos no los escribió él. A Bowe (pronúnciese «Bou») lo trajeron al mundo en Idaho el 28 de marzo de 1986, el mismo día que Lady Gaga, como solían repetir su padre Bob y su madre Jani en la larga lista de entrevistas que dieron durante los cinco años de cautiverio de su hijo. Calvinistas devotos, decidieron que lo mejor para el chaval era evitar la escuela y criarlo en esa pequeña casa de dos habitaciones que se habían construido en los bosques de Idaho. Bob y Jani se habían mudado allí desde California tras el boicot de Estados Unidos a las olimpiadas de Moscú de 1980 por la invasión de Afganistán. Un año antes, Bob era un ciclista profesional que aspiraba a una medalla olímpica. Aquello fue un auténtico mazazo, pero los Bergdahl no podían ni imaginar entonces que aquel lejano país volvería a cruzarse en sus vidas, y de forma mucho más dramática.
La educación de los críos —Bowe tiene una hermana tres años mayor— no giraría únicamente en torno a sesudas discusiones sobre ética y moralidad en las enseñanzas de Tomás de Aquino; también se les estimulaba al aire libre y, con tan solo cinco años, el pequeño de la casa montaba a caballo y era capaz de disparar un rifle del calibre 22. A los dieciséis le dio por la esgrima y acabó mudándose a la casa familiar de una joven bailarina que practicaba en el mismo recinto. Las enseñanzas de budismo y tarot a cargo de su suegra en funciones le sirvieron para pasar el rato, sí, pero Bowe no veía el momento de alistarse a la Legión Extranjera. Voló a París, se apuntó a clases de francés y rellenó su solicitud para «empezar una nueva vida»; eso era lo que ofrecía la página web del legendario contingente. Pero le rechazaron. «No querían a un americano de Idaho escolarizado en casa», adujo Bergdahl para encajar aquello, aunque perfiles mucho más raros que el suyo se conocen entre los legionarios. También lo intentó en el Cuerpo de Guardacostas estadounidense, donde fue descartado «por razones psicológicas» tras tres semanas de entrenamiento básico.
De vuelta en el medio oeste americano, Bowe buscó consuelo en las aventuras de Bear Grylls, aquel exsoldado reconvertido en una estrella de televisión (El último superviviente en España). «Bear Grylls se convirtió en su modelo seguir», llegó a decir su padre. En 2008, mientras trabajaba en una cafetería de Hailey (el pueblo más cercano a su casa en el bosque), empezó a fantasear con la idea de crear un comando para acabar con los señores de la guerra en Darfur y Sudán. De hecho, lo comentó con su padre: se podría acceder a la zona disfrazado de personal de la ONU «y matar a todos esos hijos de puta».
Enrolarse en el ejército americano iba a ser mucho más fácil. Como muchos, Bowe solo se lo dijo a sus padres tras rellenar la solicitud. Aquellas dieciséis semanas de entrenamiento en Georgia fueron más un baño de realidad que un aprendizaje: Bowe sabía disparar, hacer fuego en un bosque helado y sobrevivir a base de raíces y rocío; ¿por qué tenía que compartir barracón con esos críos que jugaban a la Play mientras esperaban a su día de permiso para ir al club de streaptease? No se puede ser Robinson Crusoe en una isla con máquinas de refrescos. No se puede ser Lord Jim en un lago de Kansas.
Que lo destinaran a una división de infantería en Alaska tras el entrenamiento abrió un resquicio de esperanza para futuras aventuras. Para entonces, ya había decidido que no las compartiría con nadie. En el Ártico, el de Idaho se encerró en sí mismo a través de exigentes rutinas de ejercicio físico y un muro de libros. Que fumara en pipa y no probara el alcohol era una manera más de marcar distancias entre él y el resto del mundo. Volvió a su casa del bosque por Navidad y le entregó un testamento a su padre en el que pedía un funeral en el mar. A su regreso a Alaska, y antes de ser destinado a Afganistán, Bowe también avisó de sus intenciones a un compañero de división: «Si la misión es aburrida, caminaré por las montañas hasta Pakistán».
Pocas palabras podía haber tan rotundas y evocadoras para Bowe como «Afganistán». Como era de esperar, se preparó a conciencia aprendiendo pastún y rebañando manuales militares rusos descargados de internet, pero probablemente nunca hubo un momento peor para ser destinado a Afganistán que marzo de 2009. En vez de asumir la derrota de una guerra iniciada por su predecesor y retirarse, Obama ordenó triplicar el número de las tropas estadounidenses en el país. Durante los siguientes tres años morirían o resultarían heridos más de trece mil soldados, más que en los ocho anteriores. El descalabro se intentó sofocar sustituyendo al general MacKiernan por el general MacChrystal, pero poco podía hacer un mero intercambio de nombres frente la desoladora ausencia de una estrategia. Que se rebajaran los niveles de exigencia a la hora de admitir a nuevos reclutas tampoco ayudó: la mayoría seguían llegando de lugares que cuesta encontrar en los mapas, como el Hailey de Bowe, pero cada vez eran más los exconvictos, los tarados prematuros o, simplemente, los que huían a la guerra y no de ella. Los veinticinco del pelotón de Bowe eran una buena muestra sociológica de los nuevos vientos en el ejército.
Bowe acabaría pasando más tiempo con los afganos que se acercaban a la base que con sus compañeros. Por otra parte, ¿acaso no se trataba de ganarse los corazones y las mentes de la población local, como manda el decálogo de la contrainsurgencia? Pero nada funcionaba como debía. Un sargento primero incompetente y despótico arrancó al grupo el último resto de cohesión interna, y una cadena de mando negligente fue la responsable de que una misión de ocho horas se alargara durante cinco días, todo para custodiar un carro antiminas inutilizado por un explosivo de carretera. Sabemos que Bowe no tenía apenas trato con sus compañeros, pero le dolió la pérdida del teniente Bradshaw. Se habían conocido durante su entrenamiento en Georgia y era lo más parecido a alguien que no lo observaba con una curiosidad zoológica. Bradshaw fue casi un amigo. Y luego estaban los niños, como aquellos cuyos cuerpos trajeron al campamento tras un ataque de los talibanes, o alguno de los que resultó aplastado bajo las ruedas del convoy de Bergdahl. Ocurre a menudo cuando los críos corretean esperando a que los hombres de kevlar les echen caramelos, o cualquier cosa.
«La vida es demasiado corta para ayudar a idiotas de ideas equivocadas. He visto sus ideas y me avergüenzo hasta de ser americano», le contó a su padre en el último email antes de su incursión en territorio talibán, ese al que Bob Bergdahl respondió con un «OBEDECE A TU CONCIENCIA». Antes de partir, Bowe dejó una nota en su tienda diciendo que se iba «para empezar una nueva vida», y también que renunciaba a su ciudadanía americana.
Una nueva vida
Nunca tuvo opciones de llegar muy lejos. No había caminado ni dos kilómetros cuando se vio rodeado por un grupo de jóvenes en moto armados con rifles de asalto, esa generación escupida por la guerra como los deshechos que el mar arrastra hasta la playa. Le pusieron una venda en los ojos y le ataron las manos a la espalda. Luego se lo llevaron a una de esas aldeas sin corriente eléctrica en las que el ritmo lo marca el sol, aunque aquel día algo parecía haberlo congelado: los hombres reían y gritaban alborozados, y Bergdahl sintió el impacto de las piedras que le tiraban los niños. No era para menos. El recién llegado era el único prisionero de guerra americano de todo el mundo.
Discusiones por walkie talkie sobre qué hacer con el cautivo: «¡Córtale la cabeza!»; «¡Tráenoslo!»; «¡Véndelo!», creyó entender Bergdahl en el pastún que había empezado a estudiar en Alaska. Poco después, esos hombres que te observan desde lo más profundo de la Edad Media grabaron un vídeo de diez segundos con un móvil e hicieron llegar la tarjeta SIM a los americanos en Kabul. Aquella primera prueba de vida del cautivo iba a acompañada de un mensaje: «Queremos un intercambio de prisioneros». Tres compañeros de pelotón resultaron heridos en una operación de búsqueda en la que participaron drones y cazabombarderos. Solo cuando se tiró la toalla se presentaron dos hombres de uniforme en la casita del bosque de Idaho. Jani esperaba la peor de las noticias, pero se agarró a la idea de que su hijo aún seguía vivo.
Pasaron seis meses hasta que llegó la segunda prueba de vida. Un pálido y demacrado Bergdahl enfundado en un shalwar kamiz —ese conjunto de pantalón y camisa holgada hegemónico en la zona— pedía su liberación frente a un plato de comida servido para la ocasión. En palabras del estadounidense, beber orina o ingerir alimentos mezclados con heces fue algo habitual durante sus cinco años de cautiverio. En una exclusiva entrevista concedida en octubre de 2017 al periodista británico Sean Langan —secuestrado por la misma célula talibán—, Bergdahl explicó que intentó huir dos veces. En la primera, anduvo perdido por las montañas del noreste de Afganistán durante varios días hasta ser capturado y metido en una jaula para animales; en el segundo intento, el fugitivo intentó buscar refugio en una aldea afgana, pero fue devuelto a sus secuestradores por la población local. Luego le ataron de pies y manos y le golpearon en las piernas con barras y cables de cobre para evitar un nuevo intento de fuga. «Si no moría escapando lo haría por enfermedad. No tenía otra opción», recordó en otra entrevista. Entre paliza y paliza, seguían apareciendo vídeos del marine pidiendo su liberación. Los talibanes insistían en lo del intercambio de prisioneros.
A miles de kilómetros de allí, Bob y Jani iniciaban una gira por los medios dirigiéndose a dos audiencias muy distintas: al pueblo norteamericano le decían que la Casa Blanca no estaba haciendo nada; a los captores afganos de su hijo les pedía clemencia citando el Corán, con unas palabras reforzadas por la barba pelirroja que el calvinista se había dejado crecer hasta el pecho.
Y el milagro ocurrió. La Administración Obama accedió al canje, pero mantuvo la transacción en secreto, no solo por la seguridad operativa en la frontera afgano-pakistaní, sino también para alejar el asunto de los adversarios políticos en Washington. La entrega del rehén quedó recogida en un vídeo publicado por los talibanes. Un Bergdahl con dificultades para abrir los ojos bajo la luz del día espera pacientemente en la trasera de una pick up. Don’t come back to Afghanistan («No vuelvas a Afganistán»), rotularon los talibanes en el momento en el que uno de ellos se dirige al norteamericano tocándole el hombro. Al poco, un helicóptero Blackhawk sobrevuela la zona en círculos antes de aterrizar. Tras ser conducido hasta la custodia de unos agentes vestidos de paisano, el pájaro alza el vuelo para perderse en un cielo azul.
Ante el bochorno, Obama esgrimió una de las letanías USA por antonomasia: «Nunca dejamos atrás a uno de los nuestros». Trump montó en cólera. «Nosotros tenemos a un desertor y ellos a cinco asesinos que ya están preparados para intentar destruirnos», dijo el entonces candidato a la presidencia a la cadena Fox nada más enterarse. Lo repetiría varias veces durante una campaña en la que el soldado Bergdahl sería, tras Hillary Clinton, la persona más insultada por el actual presidente de Estados Unidos. «En los buenos tiempos a los traidores se les pegaba un tiro y se acababa con el problema», llegó a decir el magnate en público. Muchos, además del propio Bergdahl, interpretaron aquellas palabras como una incitación al asesinato.
Como si la parábola trazada por un obús de mortero se tratara, el de Idaho fue ascendido a sargento durante su cautiverio y degradado a soldado de nuevo tras su liberación. Ya de vuelta en casa, se le sometió a una exhaustiva investigación del ejército, así como a un proceso judicial de tres años por un equipo de cincuenta abogados del Pentágono bajo las administraciones de Obama y Trump. Tras admitir los cargos de deserción ante un tribunal militar en noviembre de 2017, a Bergdahl se le conmutó la pena de cárcel y acabaría licenciándose «con deshonor» poco después. Se había convertido en una pedazo de carne que catalizaba el resentimiento del pueblo americano hacia una guerra sin final. Nada ni nadie encarnaban el fracaso en Afganistán como aquel desertor.
No pasó ni medio año hasta que la Administración Trump comenzó a comunicarse discretamente con los talibanes para alcanzar un acuerdo de paz en Afganistán. Aquellos a los que el presidente de Estados Unidos llamaba de forma rutinaria «terroristas sanguinarios» eran exactamente los mismos que encabezan hoy una delegación que podría estar engrasando la salida definitiva de Washington de la ratonera centroasiática. Las conversaciones con los talibán llevan en marcha en Doha (Qatar) desde el pasado enero.
La ironía de todo esto resulta apabullante, y aún más según se conocen nuevos detalles. En el único libro sobre el caso Bergdahl escrito hasta la fecha (AMERICAN CIPHER: Bowe Bergdahl and U.S. Tragedy in Afghanistan. Penguin, 2019), Michael Ames, su coautor, asegura que uno de los cinco delegados afganos, Abdul Wasiq, era ministro de Inteligencia cuando, en noviembre de 2001, se reunió con agentes estadounidenses y se ofreció a ayudar a localizar a su jefe: el mulá Omar. Wasiq llevaría un dispositivo GPS para conducirlos directamente hasta su misterioso y escurridizo líder —muerto en abril de 2013— pero, poco después de la reunión, los estadounidenses lo detuvieron, le ataron las muñecas con bridas, lo cegaron con gafas rellenas de bolas de algodón y le insertaron un supositorio tranquilizante en su recto. Los siguientes doce años los pasaría en Guantánamo. Según los registros oficiales del Pentágono, Wasiq había sido interceptado y detenido «para proporcionar información sobre la ubicación de Omar».
Probablemente no llegaremos a saber si se trató de algo premeditado o, simplemente, de un nuevo fallo de coordinación entre la miríada de agencias de inteligencia norteamericanas. Sea como fuere, otros movimientos resultan más visibles. Tras la liberación de los cinco talibanes en 2014, estos fueron recibidos en Doha, donde las autoridades les obsequiaron con un pastel a cada uno antes de ponerlos bajo arresto domiciliario. Desde entonces, han vivido en el pequeño país de Golfo en la sombra, si bien las conversaciones de paz con Trump los han vuelto a poner bajo los focos. Mientras en Doha la realidad triunfa sobre la retórica, los talibanes controlan más territorio que nunca desde que comenzó la guerra más larga de Estados Unidos. Nada más transmitir Trump su deseo de salir del país, la insurgencia afgana no tardó en diseñar un calendario que marca en rojo la retirada total de las fuerzas estadounidenses en menos de un año.
En cuanto a Bergdahl, jamás se dio con una pizca de evidencia creíble de que simpatizara con los talibanes, de hecho nunca fue acusado formalmente de traición. Muchos como él optaron por el suicidio, por las drogas, por ambos. O por provocar una masacre de civiles; casi siempre en destino, raras veces en casa. El de Idaho simplemente quería irse, caminar hacia las montañas de Pakistán y dejar atrás todo aquello. Hoy vive en algún rincón del medio oeste americano, donde se refugia de los medios y de los que aún piden su cabeza. En la única entrevista concedida a la televisión un Bergdahl de mirada huidiza bajo una gorra de béisbol narra su odisea desde el interior un pequeño cobertizo de madera y uralita. Está lleno de aperos, botes de aceite, lubricantes para motor y todo tipo de herramientas. Parece un lugar tan bueno como cualquier otro para seguir escribiendo la novela de una vida.
Si el Cuerpo de Guardacostas de los EE UU y hasta la Legión Extranjera (si, también allí hacen test psicológicos) decidieron que podían prescindir de sus servicios debe tratarse sin duda de un tipo muy, pero que muy peculiar.
Sin duda. Y probablemente también una víctima de unos padres tarados…
Si tuviéramos la oportunidad de llegar a un mundo sin conflictos armados, este soldado y ese otro informático, un paria actualmente, que reveló cómo nos controlan las agencias estatales, merecerían un lugar en la Historia.
El principal hecho, que creo que se olvida a la mitad del artículo, es que este señor es un desertor. Da igual que sea un Talibán o no, es un desertor. Al fin y al cabo es un militar.
Sabían ustedes que el ejército USA también realiza exámenes de CI. Si, y clasifica a los soldados y designa destino según los resultados, salvo que el soldado se presente a algún cuerpo de especialista de manera voluntaria en cuyo caso ese cuerpo realiza su propia selección . Pues bien, las mejores clasificaciones van destinados a los cuerpos de administración, y los peores a primera línea…la carne de cañón. También que si una división de infantería tiene una media de 15000 soldados solo 3000 son los que van a morir en cuadrados en los regimientos de infantería (fusileros), los otros 12000 son los necesarios para que estos combatan en condiciones adecuadas. No defenderé a un desertor, pero si sus tribunales solo lo licenciaron con deshonor cuando todo el mundo quería verlo despellejado en una alambrada pudriéndose al sol mientras que aún moribundo unos cuervos le sacaban los ojos…y estos tribunales militares no brillan por su indulgencia…de donde yo procedo se decía que de vez en cuando se necesita una guerra para limpiar la conejera…no me gustan los yankees sobrados de todo carentes de empatía, ni los ingleses ególatras, los afganos menos todavía (enteraros de una vez que esa gente no quieren ser como nosotros), los rusos me caen bien en general es un pueblo lleno de desgraciados por obligación manejados por gente despiadada que no eficaz, así que por eliminación no vivo en un mal país, ni de coña es perfecto y a veces huele a rancio viejuno que da mucha pena en el cual te puedes reír mucho…si te dejan, por cierto no es Suiza que es un coñazo de perfecto que es. Pobre soldadito español.
Solo se tendría que degradar con deshonor a un desertor del Ejército de Salvación (existe todavía ese cuerpo? Es el único «ejercito» con fines más o menos humanitarios) Tener, mantener, y estimular ejércitos no es compatible si el hombre es un organismo destinado a cambiar y con muchas probabilidades a mejorar, en el cuerpo y en el ánimo. Si de antropomorfos llegamos a lo que somos, quiere decir que ahora está en nosotros seguir cambiando. Y con la cultura como base.Los ejércitos son el resultado último de los deseos de dominio, competición salvaje y territorialidad que nos caracterizan a nosotros, los machos. Hay algo más aterrador que ver esos desfiles militares con una parafernalia de cohetes, tanques, ametralladoras y voluntades sometidas marcando el paso sin fallar un milímetro? Comparto con Kurtwood en especial modo su visión sobre los afganos y de la nuestra pobre Rusia. Gracias por las ideas vertidas.
Me pregunto a cuántos afganos habréis conocido ambos para sacar conclusiones…
K me he pensado mucho que contestar, y después de superar dos veces las 100 palabras me ha salido esto… «Recuerda, ama tu bazo como a ti mismo y no codicies el bazo ajeno»…no es mío, lo he cogido prestado.
Vamos, que no has conocido a un afgano en tu vida y encima te crees un mago del humor.
Busca bronca en otro lado.