En un mercado callejero cerca de la capital, Banjul, intenté comprar hacer algunos años la camiseta de la selección de fútbol de Gambia. El lugar no difería mucho de otros sitios de venta ambulante de África: cientos de puestos apretujados entre sí en donde los más afortunados (o poderosos) ocupaban los márgenes de la polvorienta carretera. Los demás se perdían en callejuelas formadas por los propios tenderetes en las que se creaban atascos de acalorados compradores. Si uno se sobrepone al caos, puede llegar a distinguir cierto sentido entre el sofoco, los gritos y las señoras con manojos de gallinas. La ropa está en una zona, la carne cubierta de moscas, en otra, las verduras, material para el hogar, recambios, herramientas, cabras… Como El Corte Inglés, pero en dejado y con una personal mezcla de olores.
En un puesto de lo que parecía ropa deportiva le pregunté al joven que lo regentaba si tenía la camiseta de la selección de fútbol de Gambia. Al momento me estaba mostrando falsificaciones de camisetas del Madrid, Barça, Chelsea y Manchester United. Esto suele pasar, así que insistí en que no me interesaban esas camisetas, sino la de Gambia, la local. El tipo me miró con enorme extrañeza. Esto también suele pasar.
Una vez que comprenden que, además de blanco, eres un ser extraño al que le interesa la camiseta local en lugar de las de las estrellas que salen en televisión, se ponen manos a la obra. En este caso, el joven me pidió que esperara unos minutos y, al rato, apareció con la camiseta solicitada. El problema, sin embargo, es que se trataba de la talla XS. Insistió en que me la probara, a pesar de que apenas superaba el tamaño de mi mano extendida. Me negué a la humillación. Y me marché.
En pocos minutos llegué a otro puesto similar y se repitió el ritual. El tipo me pidió que aguardase y, de nuevo, al poco rato, apareció con la preciada prenda. Otra vez diminuta. «Vaya, qué mala suerte, en ambos sitios solo tienen talla pequeña». Continué con mi búsqueda. En el tercer tenderete se repitió la escena. Fue cuando empecé a sospechar que todos aquellos vendedores me estaban ofreciendo la misma camiseta.
En el cuarto puesto resolví salir de dudas y seguí al tipo —que, de nuevo, me pidió que esperase— para ver a dónde iba. Efectivamente, se dirigió al tercer tenderete y cogió la camiseta que me acababan de enseñar. Le pregunté entonces al del tercer sitio de dónde la había sacado y me condujo al segundo. Os podéis imaginar de dónde la había cogido el segundo.
Durante media hora y cuatro puestos ambulantes me habían estado ofreciendo la misma camiseta. Inasequibles al desaliento, cada vendedor confiaba en que, de algún modo, el siguiente vendedor sí me pudiese convencer. La guinda la puso el último joven: al ver que yo había descubierto el obvio pastel, me dijo que esperase, que iba a por otra. Y, adivinen: trajo la misma. Solo que tardó un poco más. Debió pensar que, si me hacía esperar más, tal vez yo olvidase todo lo sucedido y accediese a comprar, por fin, la encogida camiseta.
Fue tan magistral la maniobra que al tipo le di un abrazo entre risas. Los cuatro vendedores y yo acabamos entre carcajadas así que, finalmente, les compré la camiseta y se la regalé a un niño que contemplaba la escena.
De Gambia, para mi desgracia, me fui sin fetiche.
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Desde hace muchos años me compro la camiseta del equipo de fútbol del lugar al que viajo. Es lo único que compro, es lo único que colecciono. Es una manía que tiene más que ver con tener un recuerdo del sitio visitado que con el fútbol en sí, aunque siempre he considerado el fútbol como un escenario muy apropiado para entender parte de la realidad social y hasta política de un país. Por eso, con cada camiseta, intento preguntar qué representa, cómo son los hinchas, las rivalidades, la historia… Es como la Wikipedia para vagos, que ya es decir.
No siempre logro hacerme con la mercancía. Hay sitios complicados de verdad. En Gambia no pude, tampoco en Nepal, donde, el último día, tuve que coger un bicitaxi rumbo a una tienda en Katmandú en la que me aseguraron que vendían la camiseta. Al llegar no les quedaban y me sugirieron otro sitio. Pero vi al tipo de la bici tan cansado y yo me sentía tan mal subido a ese carrito en plan «¡Rápido, a la siguiente tienda!» mientras él pedaleaba que abandoné. Lo sé, hubiera sido dinero para el tipo de la bici, pero yo qué sé.
En La Habana llegué a un acuerdo con Osmani (ese nombre cubano derivado de leer en las chaquetas de los soldados US Navy), el chaval que vivía en el piso contiguo a la casa de huéspedes de La Habana Vieja donde me alojaba. Nos hicimos amiguetes y pactamos que le daba mi ropa, mis tenis y mi guía Lonely Planet a cambio de que él me consiguiera una camiseta de la selección de fútbol de Cuba. La empresa no era fácil; las selecciones en Cuba no son profesionales, así que no hay merchandising. Pero él me aseguró que conocía a un jugador que se la daría. Pasaron dos semanas sin noticias de la camisola, llegué a olvidarme del asunto. La última mañana me levanté a las cinco para irme al aeropuerto y, en el descansillo de la escalera, me estaba esperando Osmani. «La tengo», me dijo. Procedí a entregarle todo lo pactado y él me dio una bolsa de plástico. La abrí alumbrado por la tenue luz de la escalera, como un vulgar camello, y me encontré una camiseta de algodón azul celeste, de niño y en la que se leía con letra de tienda de souvenirs: Cuba. «¿Qué es esto Osmani?». «Bueno, ya tú sabes, es que esto y lo otro…». De La Habana no solo me fui sin camiseta de fútbol: me fui sin toda mi ropa, sin guía y descalzo.
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Sale bien otras veces. A pesar de la dificultad. En Puerto Príncipe, la capital de Haití, estalló la tormenta del siglo cuando yo avanzaba de paquete en una moto por la ciudad buscando la dichosa camiseta. El conductor, un dominicano emigrado a Haití (el mundo al revés), se perdió. Bajo la lluvia, entre los charcos, el viento y la incipiente oscuridad, acabamos en un barrio en el que no había tiendas de camisetas de fútbol. En el que no había tiendas. En el que no había.
Por alguna razón logramos recuperar la senda y alcanzamos una especie de tienda de planchas (no es broma), donde el dueño sacó de una caja una camiseta roja y le planchó un escudo de la Federación de Fútbol de Haití. Y me la vendió. Ahí la tengo, en el armario, con el escudo torcido.
En Freetown, Sierra Leona, la ruta fue en coche y acompañado de mi compadre fotógrafo Alfons Rodríguez. Solo había un sitio en el que vendían la camiseta, pero no lo encontrábamos. Y todo con una bolsa de plástico llena de billetes: no es que la camiseta fuera cara, es que la inflación de Sierra Leona era tal que para salir con cincuenta euros tenías que preparar una carretilla. «¿Cuánto es la camiseta?». «Cuatrocientos cincuenta mil». «Póngame dos».
En el casco viejo de Jerusalén he estado varias veces y en cada una de ellas he comprado una camiseta distinta. Los comerciantes son árabes, pero venden de todo: desde gorras de «I love Palestine» a sudaderas de apoyo a Israel. Les da igual, llevan ahí vendiendo dos mil años y no van a ponerse exquisitos ahora.
La primera vez me compré la camiseta del Beitar Jerusalén, cuyos hinchas pasan por ser los más radicales y racistas de Israel (en aquel momento no lo sabía). La segunda vez me hice con la de la selección de Palestina. En una de las últimas veces que allí estuve compré la de la selección de Israel. Tengo camisetas para todas las sensibilidades. Eso sí, cuando las he usado para jugar al fútbol, la única con la que he escuchado algún comentario de desaprobación ha sido con la de Israel. Suelo pensar en esos momentos: «Si hubiera traído la del Beitar, no me hubiera pasado esto».
En Níger, junto al fotógrafo y sin embargo amigo Pablo Tosco, nos fuimos hasta la tienda de souvenirs de un hotel de Niamey donde una mujer hizo un par de llamadas. Al cabo de veinte minutos se personó un chico con dos equipaciones completas de la selección de Níger: camiseta, pantalón de chándal y medias. La camiseta es, probablemente, la más fea de la historia del fútbol. Al pantalón —verde marujita, de tactel algodonoso y medio brillante— solo le falta una riñonera incorporada y una china de hachís de regalo. Se lo regalé a mi novia al llegar a Madrid. «Te traigo una sorpresa, algo que sé que te apetecía mucho».
La lista es larga: en Minsk (Bielorrusia) atravesé media ciudad a un grado bajo cero para encontrarme la tienda cerrada. Me agarré a la verja gritando: «¡Por qué!», mientras golpeaba con los puños. En Kosovo solo me ofrecían la de Albania, y en la República Turca del Norte de Chipre conseguí la camiseta de un equipo local cambiándosela a un chaval por una del Depor.
Mi colección suma y sigue. Desde hace años conseguir la camiseta es un objetivo prioritario, al nivel de hacer un buen reportaje o volver vivo. No siempre lo consigo, pero nunca dejo de intentarlo. Si no logro la prenda, al menos me llevo una historia.
Hacía tiempo que no me reía tanto leyendo un artículo jaja… Y eso que he estado a punto de pasarlo por alto porque no me gusta el fútbol, me alegro de haber cambiado de idea y ver de ué iba realmente :-D
te dejo el face de alguien que si consiguió todas, o casi todas, incluida Cuba y Gambia: https://www.facebook.com/FSWorldUK/
Por curiosidad: ¿qué tiene usted contra los fotógrafos? Como dice «fotógrafo y sin embargo amigo».
Permítame el desaforo verbal: Juaaa. Un descalabro de situaciones que me han hecho reír de lo lindo.
PD: Si no las quiere mostrar, un derecho que no se discute, no pasaría nada, pero sería magnífico verlas en algún sito. Muchísimas gracias por sus aventuras en búsqueda de la camiseta faltante.
Igualito que si vas al Corte Inglés de Santiago, Vigo o Coruña…no hay camisetas de la seleccion gallega, en cambio si las hay de la seleccion española, portuguesa, etc…o del Madrid, Barça, Manchester, etc…todo lo contrario que en Valencia, Cataluña, Andalucía, Canarias o Euskadi, donde SI hay camisteas de sus seleciones autonómicas.