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El verano en Madrid es el mejor momento para volver a ver la serie Carnivàle: tenemos sol de injusticia, noticias del fin del mundo y rachas de viento sin una gota de agua. Ideal para las dos únicas temporadas de la serie que HBO estrenó con gran éxito en 2003 y canceló de manera fulminante en 2005. También he vuelto a ver Carnivàle porque leí que Guillermo del Toro iba a realizar una nueva adaptación de la novela Nightmare Alley, de William Lindsay Gresham, personaje este digno de un biopic. La novela ya se llevó al cine en la década de los cuarenta, la dirigió el británico Edmung Goulding, y aquí se tituló El callejón de las almas perdidas. En mi opinión, es una de las películas más estremecedoras de la historia; nada que envidiar, por ejemplo, a Freaks, de Tod Browning, pero en clave noir y más estilizada que el crudísimo texto de la novela. Espero ver a Leonardo DiCaprio en un papel que le viene realmente bien, de charlatán-mentalista sin escrúpulos, que interpretaba en la primera otro actor de carrera y profundidad parecidas, el gran Tyrone Power. Aunque dudo si se podrá superar alguna vez el ambiente malsano de esa película, el relato tenebroso de la caída de ese personaje, desde la alegre feria de circo en la que empieza hasta la inmunda caseta de fenómenos donde acaba. Me preguntaba qué necesidad había de esta nueva adaptación, cuando una serie como Carnivàle permanece en el limbo, sin concluir. Serán asuntos de la mercadotecnia.
Hay tres motivos por los que sigue siendo mucho más recomendable ver Carnivàle que un batallón de series completas. Primero, y la principal: es un drama gótico ambientado en la Era de la Depresión, que narra las andanzas de una feria ambulante, con atracciones mecánicas, shows eróticos y exhibición de fenómenos (freaks), pero con trasfondo sobrenatural. La idea de utilizar en televisión una barraca de feria para componer un relato sobre la condición humana es más que atractiva. Que yo recuerde, este tema solo lo había tocado el cine, y salvo algunas referencias de pasada; por ejemplo, aquel episodio memorable de Expediente X, «Humbug» (1995), la no tan memorable temporada de American Horror Story (2014), y el formato documental, sigue siendo muy raro de ver.
Segundo, solo estas dos temporadas ya resultan un festín para el fan del drama social, los sideshows, los conflictos religiosos y el horror apocalíptico. Son un espectáculo gigantesco, tanto por el contenido (docenas de personajes, a cuál más fascinante y meticulosamente trazado, con distintos matices y evolución de su comportamiento, y una multitud de referencias poéticas, visuales, religiosas y políticas, entre el retrato social y el género de terror), como por la factura, un cuidada y lujosa puesta en escena, ambientación y fotografía, con excelentes interpretaciones, muy parecido a lo que se hizo en la serie Deadwood, también del mismo canal, y también suprimida antes de tiempo. En eso reside la grandeza de Carnivàle, pero también su debilidad, y por eso fue cancelada, a pesar de las protestas de sus fans más acérrimos. Era carísima de producir (leo en los foros de televisión que se llegaron a gastar cuatro millones de dólares en algún capítulo, y no lo dudo), y el público, tras un recibimiento entusiasta, se fue cansando de tantas subtramas, y una acción que se desenvolvía, unas veces deslumbrante y otras no tanto, pero siempre lenta, demasiado lenta para nosotros, espectadores con déficit de atención, acostumbrados a ver varias películas al mismo tiempo, con dos realities entre medias, y todo a doble velocidad, sin enterarnos mucho, ni querer tampoco enterarnos. Pero la última palabra la dijo HBO. No es una serie especialmente complicada ni tan densa como parece, pero quizá los temas que aborda no eran los adecuados para un canal de entretenimiento.
Tercero, aunque no finalizada, y quedando sin resolver muchos enigmas, la serie se puede comprender como un todo desde el primer capítulo, en el que nos presentan su esquema principal, y yo diría casi su desenlace. Ya está en el misterioso monólogo que recita Michael J. Anderson nada más comenzar el primer capítulo.
«Antes del principio, tras la gran guerra entre el cielo y el infierno, Dios creó la tierra y le concedió su soberanía a un astuto simio a quien llamó hombre. En cada generación, nacerían una criatura de la luz y una criatura de las tinieblas; grandes ejércitos lucharon en la oscuridad, durante la antigua guerra entre el Bien y el Mal. Por entonces existían la magia, la nobleza y una crueldad inimaginables. Así fue hasta el día que un falso sol explotó sobre Trinidad, y el hombre cambió para siempre la magia por la ciencia».
Como la noria que preside cada capítulo y sus ejes luminosos, unas veces estrella recta y otras invertida, Carnivàle representa un círculo que gira sobre sí mismo y empieza donde termina, hasta que llegue el momento de su revelación o destrucción. Porque de eso trata la serie: sobre las andanzas de esta singular feria ambulante, en lucha contra los elementos de la naturaleza, las adversidades económicas y los problemas de convivencia de sus integrantes, Carnivàle narra una historia vieja como el mundo, que bebe (un tanto atropellada) de referencias bíblicas, ciertas ideas del gnosticismo y cultos mistéricos, pero, sobre todo, de los mitos populares que cimentaron los Estados Unidos (la inmigración, la guerra, el racismo, el folclore europeo, desastres naturales y civiles, como tormentas o descarrilamientos de trenes, iglesias fundamentalistas, etc.). En ella se libra el eterno enfrentamiento entre padres e hijos, hombres y mujeres, el bien y el mal, ángeles celestiales y demoníacos, los falsos profetas contra los buenos creyentes, la magia y la razón, y predice con sus acontecimientos lo que llevaría al mundo a una segunda guerra mundial, tras una crisis económica y un surtido de plagas naturales.
La caravana de Carnivàle viaja montando su espectáculo por la ruta más inhóspita posible, el «cinturón de polvo»: territorio comprendido entre los estados de Kansas, Oklahoma, Texas, Nuevo México y Colorado, cuando por efecto de la sequía y un uso indebido de la roturación del suelo, se produjeron en la década de los años treinta unas terribles tormentas de polvo que arruinaron las ya escasas cosechas, por si no había sido suficiente con los efectos de la Gran Depresión, que habían movilizado a miles de personas en condiciones penosísimas. Recordemos aquellas procesiones de inmigrantes en dirección a los campos de California, que se hacinaban en inmundos campamentos, y a quienes retrató John Steinbeck en Las uvas de la ira (y la adaptación al cine de John Ford, de la que Carnivàle toma prestada su iconografía, además del trabajo de fotógrafos como Dorothea Lange). Por qué la feria se obstina en ir dando tumbos por este decorado de pueblos fantasma, como si fuese el extraño pueblo elegido en su travesía por el desierto de las llanuras, será una de las claves de la narración. Pero hay muchísimas más…
Génesis de Carnivàle
El creador de la serie, Daniel Knauf, es un guionista y productor que no ha tenido demasiada suerte. Especializado en guiones de terror, hasta entonces había estrenado productos de serie B, como Blind Justice, Wolf Lake y la película Descenso a las tinieblas, donde firmaba con el pseudónimo de Wilfred Schmidt, en homenaje al ocultista californiano Wilfred Talbot Smith. Cuando casi la había olvidado, los ejecutivos de televisión se interesaron por su historia, y Knauf, incrédulo, se puso a escribir la primera temporada, arropado por un presupuesto millonario y toda la libertad que HBO permitía. Carnivàle nace de la fascinación de este guionista por las ferias de fenómenos (la misma obsesión que llevó a Gresham a escribir Nightmare Alley) y su experiencia personal: como consecuencia de la polio, su padre permaneció en una silla de ruedas toda la vida. Esa convivencia con una persona «diferente» le marcó a la hora de concebir una historia sobre personajes marginados, que viven según sus propias reglas, pero comparten las mismas virtudes y defectos que el resto.
Era también una oportunidad para que los protagonistas no fuesen los estereotipos habituales. Knauf no quería jóvenes musculados y jóvenes siliconadas, sino seres humanos que casi nunca aparecen en la televisión: bailarinas exóticas con otras hechuras, gigantes y forzudos, contorsionistas, siamesas, hombres-lagarto, hermafroditas, mujeres barbudas, y un enano como administrador del negocio, que trabaja a las órdenes del misterioso «gerente», que no sale nunca de su roulotte y habla tras una cortina (como el Mago de Oz, pero más siniestro). Todos ellos, más los trabajadores que montan y desmontan los cachivaches, forman una familia desarraigada y paupérrima, en nada distinta de las otras familias de campesinos, delincuentes y hillbillies que van encontrando por el camino, todos huyendo del hambre, la violencia y el rigor del entorno.
Carnivàle se despliega, desde la extrañeza de este planteamiento, en una panoplia de historias con doble interpretación. El tema central, según su creador, sería el destino de cada personaje, y por causa de sus actos, el de toda la humanidad, porque la feria servirá de cobijo y séquito a la encarnación del Bien, un convicto de asesinato fugado de la justicia, que tendrá que luchar contra el abanderado del Mal, encarnado en un pulcro sacerdote anglicano. La lectura mágica se yuxtapone a la lectura dramática, y creo que la serie se hace realmente atractiva por esta última, más allá de la historia de enfrentamientos entre el Bien y el Mal y demostración de poderes sobrenaturales. Lo que fascina de Carnivàle es la indefinición de sus criaturas, el mensaje contradictorio que ofrece su imagen frente a las ideas que expresa. En un lado, Ben Hawkins (Nick Stahl), el avatar bueno, un tipo que tiene un don increíble, puede dar la vida y curar las enfermedades, pero que ha huido de una cuerda de presos por cometer asesinato, y se comporta como un auténtico zoquete, renegando de esta carga. En el otro, el padre Justin Crow (Clancy Brown), un reverendo que solo quiere cumplir la palabra de Dios, ser recto y fiel a los mandamientos, pero el destino le tiene reservado el papel de emisario del mal.
En Carnivàle se hace bien patente esa diferenciación de las ideas frente a su imagen. En la fractura, el Bien es un agente pasivo y nada fascinante ante nuestros ojos, que usa sus poderes, primero, con miedo; después, con pena, y por último, como una pesada responsabilidad. Al principio, los demás tratan a Ben como un desgraciado y, cuando conocen su don, lo van a reverenciar a distancia, como el verdadero extraño, el auténtico freak intocable (¿qué habrá sido del actor, Nick Stahl?). Por el contrario, el Mal se presenta como un poderoso y activo catalizador (evoquen el físico y la voz de Clancy Brown), que consigue arrastrar a las masas con el poder de sus palabras, pero utilizando los adelantos de la ciencia: la radio y la publicidad, para llegar a la mayor cantidad de personas. La cháchara cristiana de Crow es completamente sincera en su boca, aunque desprovista de conciencia y significado (como lo era la del reverendo Elmer Gantry, incluso la del pastor enloquecido de Sangre sabia) y hace mella en el corazón de los infortunados que acoge en su campamento, mucho más que el discurso populista que enarbola el político que se le arrima, cuyas frases podía repetir, sin quitar una coma, el actual presidente Trump o cualquier otro iluminado populista.
Ambos, Hawkins y Crow, giran como la noria hacia un destino que ninguno de los dos habría querido ni imaginado: el primero, ser un bendito, la encarnación del bien; el segundo, el maldito mensajero de la destrucción. No voy a destripar la serie, pero Daniel Knauf ya tenía pensado el desenlace, y este se iba a dirimir, tal y como explica Samson cuando menciona la explosión del sol, en un escenario de política-ficción muy cercano al de la novela de Stephen King La zona muerta…
Sobre el enfrentamiento mágico, la serie se pierde en una espiral de referencias al apocalipsis bíblico, los evangelios gnósticos, una orden templaria y los símbolos que encierran las cartas del tarot, omnipresentes desde los títulos de crédito, pero que solo funcionan de brillante accesorio o decorado adicional al verdadero núcleo de la trama: los personajes y su lucha por el poder, el amor y la supervivencia, desde la otredad física y social, y en un espacio perfecto para la magia, donde los límites entre el sueño-realidad, la verdad-engaño y el bien-mal se desdibujan, porque la serie nos sitúa en una feria (y en un campamento religioso: la serie iguala a las iglesias fundamentalistas con el circo); más aún, nos permite cotillear detrás de los escenarios de las casetas y en el interior de las roulottes. Solo el mundo de los sueños (todos violentos y terroríficos, que persiguen a los protagonistas) es clave en la trama; en eso, tiene más que evidentes conexiones con el universo de David Lynch.
Es especialmente tremenda la historia de la familia Dreyfuss, madre y dos hijas (Cynthia Ettinger, Carla Gallo y Amanda Aday) a quienes presenta su propio padre (Toby Huss, siempre magnífico) en un show de baile sicalíptico, y después vende como prostitutas. La promesa malograda del béisbol, el noble Jonesy (Tim DeKay), se convierte, al mismo tiempo, en el arcángel Miguel de la contienda, el capataz de la obra y el objeto del deseo de las mujeres Dreyfuss. La mujer barbuda (Debra Christopherson) es una persona sofisticada que adora al vidente ciego, quien tiene el don de leer los sueños de la gente: ambos actúan como el coro griego de la narración. Para relación trágica, la de la madre catatónica, Apollonia (Diane Salinger), y su hija, Sophie (Clea DuVall), que lee el tarot a los pueblerinos y ambas se comunican telepáticamente. La camaradería entre los freaks, el hombre lagarto y las siamesas, el hermafrodita y la mujer serpiente de la segunda temporada, en más de un capítulo recrean fielmente actitudes y planos de Freaks. Y los dos «avatares» anteriores a esta generación, que planean en toda la historia: ese «gerente» de la feria en la sombra, al que solo escuchamos (en la voz cavernosa de Linda Hunt) y sabremos quién es en la segunda temporada, aunque aparece de forma recurrente en los sueños de los protagonistas, y el enigmático Henry Scudder (Jon Savage), a quien Ben busca desesperadamente en la primera.
En el lado de los «piadosos», también hay un buen puñado de personajes e historias: la extraña relación entre Justin y su hermana Iris (Amy Madigan), y los orígenes familiares que los conectan con la feria… El personaje del locutor de radio, los mandos superiores de la iglesia, y esos concejales, que siempre aparecen cuando huelen el dinero. Por encima de todos, la prodigiosa figura de Samson (engrandecida por el trabajo de Michael J. Anderson), que representa al ángel custodio de la feria, el padre/madre que vigila cada una de las criaturas del negocio.
Luces de la feria (sin spoilers)
-La tormenta de arena. El cuatro episodio, «Black Blizzard», es espléndido, por los efectos especiales y las historias de los dos protagonistas, Crow y Hawkins (los apellidos no son al azar). El primero tiene que contemplar, impotente, cómo su iglesia, el refugio de huérfanos, queda reducida a escombros a causa de un incendio, y es cuando abjura de su vocación de hombre de Dios. Hawkins, por su parte, queda atrapado en una impresionante tormenta de polvo junto al vidente Lodz. Este le dirá que conoce su don, que será capaz de hacer cosas increíbles, pero va a tener que aprender. Y Ben consigue detener la tormenta. Lástima que el personaje del vidente como maestro jedi (muy bien interpretado por Patrick Bauchau) fuera suprimido, por exigencias de la cadena, en la segunda temporada.
-La trama de «Babylon». La llegada de la troupe a un pueblo minero, arrasado por las tormentas y en apariencia deshabitado (nada que ver con la suntuosa Babilonia bíblica, en una composición de fotografía y decorado que hace prever los peores augurios), se desarrolla en una horrible sucesión de acontecimientos para los protagonistas, con claras referencias a Twin Peaks y una secuencia final aterradora.
-La música de la feria. Jeff Beal compone una gran banda sonora, que fue justamente premiada y reconocida. La sintonía que abre cada capítulo posee tiene una cualidad espectral, un tono de recitado admonitorio (en ella participan Wendy & Lisa, las instrumentistas que trabajaron con Prince, y en otras tantas películas y series). Sin embargo, los vibrantes y emotivos arreglos de cuerda que acompañan a la acción, tienen otro color, mucho más humano (ciertos ecos de Ry Cooder), por no mencionar la cantidad de fragmentos de grandes canciones de la época que se escuchan en los capítulos, interpretadas por artistas como Jimmie Rodgers, Cab Calloway, Roy Smeck, Bessie Smith, Tommy Dorsey, Patsy Montana, King Oliver… Música sublime, para una serie que deslumbra en la solidaridad, el amor, el fanatismo y la miseria que muestra, todo girando al mismo tiempo.
Lo he defendido siempre: Estoy harto de oir hablar de «The wire», que personalmente, me resulta exasperante, y nunca leer sobre «Carnivale», con una gran ambientación, interpretaciones de altura y una sensación fascinante (supongo que es lo de siempre, una es supuestamente realista y la otra es fantástica, y eso convierte a la segunda en algo menor).
Su cierre en falso es una pena ya que al fin se desvela al «Omega» pero es un viaje fascinante. Episodios casi documentales en su realismo (las caravanas de emigrantes, los campamentos religiosos, la miseria de los pueblos) pero también desasosegantes (Babylon se lleva la palma, es un episodio grandioso). A esa sensación lynchiana contribuye la presencia de Michael Emerson, pero el Gerente, Scudder o Lodz son personajes dignos del Lynch mas pasado de rosca.
Igual valía la pena una película como la de Desdwood para sacarnos la espinita.
Recuerdo a Carnivale con cariño, recuerdo el misterio, los personajes, recuerdo la atmósfera…fue un duro golpe enterarme que no habrían más temporadas, que no habría final…¡excelente texto, gracias!
Hacía tiempo que no veía Carnivale y cada vez que la veo me gusta más.
Me he metido en internet para ver si hay referencias a una nueva temporada y me he encontrado con esta web.
Maravilloso artículo!
Sería mucho pedir que me recomendaras otras series?
Gracias!