No alcanzo a recordar en qué novela de los años veinte del pasado siglo sucedía. Puede que fuera en El secreto de un loco, de Benigno Bejarano, puede que en alguna de Carlos Mendizábal. Importa poco: lo que importa es señalarlo. De aquella novela no recuerdo nada más que esto: los personajes llevaban pequeños televisores en los bolsillos en los que continuamente veían noticiarios o películas que eran un claro vaticinio de los teléfonos móviles, aunque es cierto que los personajes no podían interactuar con sus aparatos, estos eran meros recipientes donde descargaban una programación más o menos educativa y dogmática. Pero lo que más llamaba la atención es que esta capacidad certera para intuir el futuro tecnológico se compensaba con una audaz carencia imaginativa en lo concerniente a la geopolítica: los personajes de la novela llevaban móviles en los bolsillos antes de que la televisión fuera un electrodoméstico, sí, pero en el mundo en que vivían Marruecos seguía siendo un protectorado. El autor, confiando en su capacidad de futurólogo, podía acertar en cuanto a la cuestión tecnológica, pero la política ni se la planteaba, daba por hecho que todo seguiría más o menos como estaba. Podía imaginar nuevas formas de dominio mediante la tecnología, pero las colonias eran colonias, y la geografía política no se tocaba, permanecía en el limbo de lo que no está sujeto a cambios.
El detalle no es anecdótico: coches voladores y viajes espontáneos eran recurrentes en la ciencia ficción de pantalón corto que se practicó a principios del XX —a menudo muy ladeada hacia la sátira, como otra novela que tampoco recuerdo en la que unos astronautas viajaban por el espacio en un armario en el que solo llevaban jamón ibérico para demostrar a las civilizaciones de ahí fuera la calidad de vida de este planeta—, pero, en cuanto a la cuestión política, el único movimiento que se permitían —como haría Orwell más tarde— consistía en reducirlo todo a grandes bloques en pugna, cuantos menos bloques mejor, nosotros contra ellos, el norte contra el sur, Oriente y Occidente, imperio y rebeldes. O dejarlo todo tal y como estaba —Marruecos como protectorado— porque ningún cambio tecnológico iba a amenazar el statu quo de los países que mandaban en el mundo en tenso equilibrio.
Ahora pasa igual. A cualquiera le es fácil imaginar, en el aspecto tecnológico, a dónde van a conducir los avances de ingenieros e informáticos (puede que también se unan los cirujanos para implantarnos cosas en la cabeza, quizá una ranura donde insertar novelas), es prudente suponer que, como acontece en algunas películas del género, nada más nacer una nueva criatura se entregue a los padres un informe donde se detallen los padecimientos que la visitarán y recomendándoles alimentación y hábitos para retrasarlos —cuando no la propia selección de laboratorio sea la que cree criaturas sin defectos de fábrica: solo tendrán los padecimientos que ellos mismos se procuren con sus decisiones, no por falla de la genética—. Pero ¿quién se atreve a imaginar el futuro político? ¿Necesitaremos un tirano? ¿Se saldrá con la suya Platón, primer teórico de la realidad virtual? Lo cierto es que no hubo un solo historiador ni periodista que se adelantara a los acontecimientos para decirnos: «El Muro de Berlín va a caer». Ninguno —que yo sepa— advirtió de que la infalible necesidad de guerra de la industria del armamento y la pamplina del patriotismo necesitaría un golpe colosal como el ataque a las Torres Gemelas. Y, antes, nadie dijo nada de los campos de concentración nazis antes de que estos abrieran —naturalmente, después fueron muchos los que dijeron que lo habían predicho, que lo avisaron, pero que nadie los escuchó—.
Las ilusiones de la influencia tecnológica en los mapas políticos se evaporan rápido y ahora suenan a cánticos de parvulario todos aquellos himnos que sonaron cuando emergió internet como una herramienta contra las fronteras, por la libertad, en impetuosa cabalgada de una globalización que, a expensas de multiplicar las posibilidades de mercado, abrocharía también definitivamente las menguadas virtudes de los nacionalismos. Más o menos cualquiera puede fantasear con coches que van solos y no chocan nunca, pero, en la cuestión política, ¿quién se atreve a apostar por nada más allá del hecho, ya obvio, de que el dataísmo se ha convertido en el ismo más influyente de la historia de los ismos? Pero hasta el dataísmo tiene todavía sus límites, porque ¿quién, por mucho big data que tuviera a mano el año pasado, hubiera sido capaz de vaticinar que habría, aquí en España, mediante moción de censura que aunara a las más diversas opciones ideológicas, un nuevo Gobierno formado por un grupo con solo ochenta y pico diputados?
Cuando, a finales de los años noventa, internet nos empezó a colonizar la vida, ya hubo quien adelantó que un aparato como el teléfono se volvería médula de nuestra existencia, pero, en pleno boom del internacionalismo, ¿quién se habría atrevido a vaticinar que la fuerza política más pujante aquí y allá hundiría sus raíces en el populismo? ¿Perón tenía alguna lección que darnos, de veras? ¿El catecismo de Goebbels iba a ser resucitado en aras de una democracia virtual donde el ruido y la furia iban a dictar sus sentencias sin el menor asomo de respeto por lo que susurrasen los tribunales instituidos para llevar a cabo juicios? Así las cosas, ¿quién se atreve a imaginar lo que nos espera, en el plano político, a la vuelta de la esquina? Lo único que puede predecirse es lo de siempre: los cacaos ideológicos servirán solo para alzar hasta el poder a quien sea, el cual, una vez ganado el poder, traicionará minuciosamente todos los peldaños con que construyó su escalera. El poder es como el lenguaje, que decía Wittgenstein: una escalera que te permite llegar a algún punto desde el cual derribar la escalera que te ha alzado. Por ese motivo quienes ostentan el poder se parecen tanto entre sí, más allá de las escaleras que hayan utilizado para llegar al poder. Entre el Obama aspirante y el Obama presidente hay mucha más distancia ideológica que entre el Obama presidente y el Bush Jr. presidente, porque lo que pesa ahí es el cargo, no el apellido. Por eso fue tan decepcionante el mandato de Obama, porque lo comparábamos todo el tiempo con el aspirante a presidente, con la promesa, en un ejercicio de ingenuidad pasmoso. Quien ostenta el poder es siempre un enemigo de la promesa.
En aquellos días aurorales de la era digital se pensaba que la democracia se fortalecería de tal manera que se convertiría al fin —sin tener nada que ver con ese sintagma del terror soviético— en una democracia real. La tecnología facilitaría que nuestra opinión —opinión significa opción— se tuviera en cuenta no solo cada cuatro o cada seis años, sino prácticamente a diario. Votar sería una cosa cotidiana. Decidir a diario, implicarnos en la tarea de gobierno de manera habitual, un smartphone, un voto. Nos parecía que, una vez armado cada individuo con su máquina, como una extensión natural de su persona física, el Estado podría, para acabar con la farsa de la representación, ponerse de veras en las manos del pueblo —utilizo la palabra más con melancolía que con cinismo, aunque también— para que este fuera decidiendo su suerte cada mañana, con el desayuno, o al menos una vez a la semana, para que no se volviera tediosa la emisión de opiniones.
Pero, aunque cambien las reglas del juego, el juego apenas cambia, eso lo sabe cualquiera, y por supuesto que estábamos avisados de que quien hace la ley hace la trampa, y nos temíamos, quizá, en algún momento de lucidez escéptica, que solo se nos permitiese votar desde nuestro teléfono o computadora —en conexión segura, si es que la hay— en aquellos puntos en los que sería temible escuchar a la mayoría, porque la democracia podrá tener la buena prensa que se quiera, pero es evidente que en muchos asuntos el NO le gana al SÍ, aunque haya conciencia de irresponsabilidad e injusticia, porque la suma de enemigos de algo es casi siempre superior a sus defensores. Imaginen tener que elegir un Gobierno de esa manera, donde se nos preguntase por cada cargo. El presidente propone a alguien y los ciudadanos tienen que decir sí o no, todos los ciudadanos, no solo los votantes del partido del Gobierno. No se nombraría un solo ministro nunca. La gente que tiene algo en contra de alguien siempre es más que la que lo tiene a favor, aunque solo sea por joder. La facilidad de comunicación, como se ha visto con Twitter y otras redes, lleva indefectiblemente al cinismo y la falta de piedad, porque, por incidencia que tenga en el mundo real, las decisiones que se toman siguen inyectadas del veneno de lo virtual: aquí conviene citar una desconocida novelita de César Aira, El juego de los mundos, donde los chavales destruyen planetas reales —sabiendo que son reales— desde sus computadoras. Que el acto virtual tenga incidencia en la realidad no hace que quien lo ejecuta cobre ningún sentido de responsabilidad, pues el acto contamina a sus consecuencias, por lo que las consecuencias también serán virtuales en la conciencia de quien lo realiza.
No hace falta asomarse al futuro para obtener pruebas fehacientes de este mecanismo siniestro.
¿Cómo imaginar la realidad política en un mundo tan tecnológico como el que ya habitamos, que es apenas un parvulario del que nos espera y donde disciplinas escasamente científicas —como la sociología— parecen haberse alzado al podio de las ciencias puras, por lo que no es raro que se haya instalado en nuestras vidas la sensación de habitar en la era de la posverdad? Imaginarlo, intentarlo siquiera, tiene algo de desafío contraproducente, como saltarse un montón de capítulos intermedios en una novela para ir a las páginas finales y descubrir allí qué pasa a sabiendas de que con esa información quizá podamos imaginarnos lo que ocurrió en medio.
Confieso que el futuro nunca me ha interesado lo más mínimo, como todo lo que no existe. No es más que el lugar de nuestra tumba. Pero si es fácil, como en la novela que no recuerdo si era de Bejarano o de quién, intuir que en el ámbito tecnológico los avances serán extraordinarios —trenes que van a dos mil por hora, desayunas pan con aceite en la estación de Cádiz a las ocho y a las nueve y media entras a trabajar en algún lugar de París— y que, naturalmente, afectarán a la vida cotidiana —¿desaparecerá el sexo entre humanos? ¿Las nuevas generaciones solo sentirán deseos ardientes por mecanos exquisitamente diseñados para aparentar ser criaturas de belleza inmarcesible? ¿Cobrarán las leyes del copyright a quienes se masturben el porcentaje de «derechos de autor» que le corresponda a quien inspire el acto onanista?—, no resulta nada sencillo intuir siquiera qué tipo de régimen político padecerán los ciudadanos, aunque es previsible que, como todos hasta el día de hoy, esté en manos de una élite y se ejerza sobre una masa uniforme a la que mantener contenta con pequeños sorbitos de vida. Pero ¿cómo? ¿Cómo conseguirá disfrazar la autoridad del Estado su mentira una vez que perezcan todos sus símbolos? ¿Que no perecerán esos símbolos? Ya, ¿alguien puede decirme cuál era la bandera de Gengis Kan, el hombre más poderoso de la historia? ¿Pueden señalarme los límites, alucinantes, de su imperio? Sí, los símbolos perecerán todos y serán suplidos por otros, eso está claro, pero ¿será toda la Tierra un Parlamento y el sueño de la razón producirá monstruos —expresión que significa, según el grabado de Goya, dos cosas muy distintas: una, que si la razón se duerme vienen los monstruos y, otra, que la razón llevada a su límite, su sueño, es también monstruosa—?
No lo sé. Solo sé que cualquier expedición futuróloga que se atreva a dibujar un panorama político se equivocará. Porque es lo único apasionante que tiene la política: que nadie puede decir «mañana a las doce y cuarto empieza la Edad Media», que solo puede acertarse su quiniela cuando ya están todos los partidos jugados, que, aunque su negocio verdadero sea el futuro, la promesa, no ha habido un solo escritor, ni Orwell siquiera, que, si se atrevía a entrar en detalles, acertara cuando imaginaba, políticamente, el futuro. Solo sabemos que empezó una revolución. Y también sabemos, nos lo ha enseñado la historia, que toda revolución acaba siempre en un Napoleón hambriento.
A ver… Ha puesto tanta carne en la parrilla que no sé por dónde empezar. Usted me recuerda a Slavoj Zizec que, a pesar de la opinión mordaz de Fernando Savater, aprecio por la inquietud intelectual que despliega en sus páginas, examinando todo aquello que está más allá de nuestra comprensión o previsión. Qué futuro político nos espera, y encima acompañado con la presencia cada vez más ubicua de la tecnología es un ejercicio intelectual que entraría en la narración fantástica, y siguiendo esta veta literaria me animo a afirmar que: mientras la política sea un feudo del varón hetero las cosas poco y nada cambiarán. Esta es una convicción que he volcado en más de un comentario pertinente, y a costa de ser reiterativo o aburrido la repito, y creo que, de aquí en adelante, cuando me toque opinar sobre lo mismo, iniciaré con algo parecido a la frase de Catone durante las guerras púnicas, frase que exclamaba antes y después de abordar cualquier otro tema en el senado romano: Carthago delenda est. Sé poco y nada del latín, pero creo que “Viris delenda est” andaría bien, esperando encontrar una sustitución al “delenda” ya que, como varón, no quisiera ser destruido. No sé si las mujeres serán capaces de dar un salto antropomórfico ignorando el natural deseo de competir en cualquier campo que nos distingue, y en especial modo en la política, pero estoy casi seguro de que, si en todos los parlamentos de las democracias maduras ellas fueran mayoría absoluta como lo éramos nosotros siglos ha, esta renovada y estúpida carrera a los armamentos se vería seriamente amenazada, y con el ahorro presupuestario que tal cancelación depararía se solucionarían no solo los problemas vernáculos, sino el de los demás. Ya sería hora que aprendiéramos a “feminizarnos”, cuidando los hijos, cocinando, limpiando, haciendo las compras, tertuliando con nuestros compadres viendo lucha, box, rugby y fútbol viril, carreras mortales, obras y medios de transporte faraónicos, films porno, pero sobre todo leyendo para entender por qué diablos tuvo que aparecer el macho en el proceso evolutivo. Nosotros no somos otra cosa que la necesaria mutación genética de los primeros organismos que continuaban a desdoblarse generando y multiplicando la vida como continúan a hacerlo ellas. Fue necesario porque en los orígenes el contorno era hostil y ellas, debido a sus funciones primordiales no poseían los medios para defenderse. Lo hicimos nosotros, y con creces; además de protegerlas inventamos las guerras, las estrategias, las emboscadas, la intolerancia, la hipocresía, las vejaciones, las matanzas. Por cierto, que también inventamos la filosofía y sus secuelas: las ciencias exactas, las religiones. Pareciera que, a diferencia de ellas somos mas dotados para estos ejercicios intelectuales en donde se necesita visión de conjunto, profundidad y fantasía con los cuales hemos sido capaces de rodearnos de todas estas maravillas tecnológicas que quedarían como una ofrenda al progreso de la humanidad. Si cada vez nos convencemos más de que hay que conocer, respetar y en lo posible copiar el dinamismo de la evolución, bien haríamos en pasarle el mando a ellas ya que fueron elegidas. Nuestra misión, curiosamente, termina con el ocaso virtual del occidente. Ya no nos necesitan. Saben defenderse solas y creo que habrá en el futuro un Nobel femenino para las matemáticas. Más mal que bien hemos cumplido con lo que nos fue impuesto. Agrego que es una condena haber nacido varón. Y no es un descargo porque estoy muy a mis anchas a pesar del velo masculino. Viris (delenda) est.