Leo que El Mundo entrevista al Dioni en el treinta aniversario de su golpe. Como muchos recordarán, trabajaba en una empresa de seguridad que recogía o repartía en un furgón blindado sacas con la recaudación de comercios, nóminas de empresa y dinerales varios de bancos. El Dioni, fingiendo un ataque de ciática, en un momento en que sus compañeros se bajaron del vehículo, aceleró y se largó con alrededor de trescientos millones de pesetas, casi dos millones de euros. Al cabo de unos meses lo encontraron en Brasil, donde fue detenido.
En la entrevista, de titular «Soy el menos hijo de puta de todos los que han robado en España», anunciaba la salida de un libro de memorias que recopilaba todos sus recuerdos de aquella, la gran peripecia de su vida. Es curioso porque yo ya tenía un libro de esas características. Se titulaba Palabra de ladrón (Colección Documentos, Prensa Siete) y apareció en 1994. A partir de conversaciones en Alcalá Meco con los periodistas de El Periódico Jordi Gordon y Mariano Sánchez Soler, se había reconstruido toda la historia.
La verdad es que después de su paso por el mundo de la canción ligera y el cine porno el personaje ha quedado sobreexplotado, pero en los noventa ese libro estaba bastante bien. Había una historia de serie negra bastante cañí, pero con buenos tics literarios. No en vano, la obra venía recomendada nada menos que por el escritor y maestro del género Juan Madrid, que edulcoraba el suceso tal y como hace su protagonista actualmente: «En este país de ladrones nunca cayeron mal los ladrones que roban a otros ladrones sin matar a nadie ni hacer más daño que el que se hacen a ellos mismos».
¿Por qué cometió la apropiación indebida? Según contó en Palabra de ladrón, porque llevaba años en la empresa sin ver una hora extra y, a la hora de la verdad, después de tanto esfuerzo, le habían relegado a los furgones donde cobraba casi la mitad que como escolta; puestos que se habían cubierto con empleados que tenían enchufe. Como venganza, maquinó su plan.
Lo cierto es que si al leer lo mira uno en perspectiva, antes de tener el encuentro con su jefe en el que se planteó esta discusión, había tenido un incidente en una discoteca en el que le habían abierto la cabeza con un vaso y había terminado en comisaría porque le acusaron de sacar su arma en la pelea. En esas memorias se deja claro que le tendieron una trampa por una historieta pasada y bla, bla, bla… Pero por ese motivo, porque no podía ir de escolta de Miguel Durán, entonces director general de la ONCE, con la cabeza vendada por una trifulca, le apartaron de su puesto. Aunque él dice que fue cosa suya, que lo pidió. El lector, como en Elige tu propia aventura, puede hacer sus cábalas.
En el primer perfil que le dedicó El País justo después del suceso, el 4 de agosto de 1989, decía: «En 1980 ingresó como vigilante en Candi, pese a que la mayoría de sus vecinos pensaba que no duraría mucho en este trabajo debido a su afición a la vida nocturna (…) Cuentan en su barrio que Rodríguez había pedido presupuesto a un amigo manitas para que le fabricara una cama giratoria y un juego de luces adecuadas para un dormitorio de atmósfera excitante». En estas cuatro líneas está toda la esencia del personaje.
El motivo oficial, publicado en estas páginas, por el que decidió «hacerse un blindado» fue por los derechos laborales. De hecho, como alegó su abogado en el juicio, tuvo el detalle de no llevarse del furgón una de las sacas, que correspondía a la nómina de los trabajadores de una empresa. Siempre quiso dejar claro que no robó a trabajadores, dejando esas bolsas de dinero en el furgón, y se apropió del dinero del banco, como dice en esta última entrevista, con la intención de «meterle una preferente al banco antes de que ellos me la metieran a mí».
Sonar, suena bien, pero mejor pasemos a escenas irrepetibles. Cuando dio el golpe, se refugió en un piso de Vallecas. Ahí, rápidamente, presa de la angustia por la precipitación y falta de planificación con la que había realizado el robo, se arrepintió. Pensó que si huía al extranjero tal vez no volvería nunca a su barrio. Una verdadera lástima, porque la descripción que hace de aquel ambiente y años de juventud es única, es un mosaico imposible:
En el cuarto piso vivía Paco Valladares, en el portal de al lado, el Bombero Torero; y en casa de doña María, en régimen de pensión, vivían varios jugadores del Real Madrid. Fui muy amigo del actor Rafael Arcos, al que conseguía preservativos. Estudié hasta los catorce años en el colegio del Pilar, Santa Ana y San Rafael. Incluso formé parte de una tuna llamada Crisol de Arte, que dirigía el futurólogo Marqués de Araciel. Con todas aquellas imágenes en mi cabeza no pude evitar una sonrisa amarga.
Para que se le subiera un poco la moral en esos momentos críticos, pidió a sus amigos que le consiguiesen casetes de «Pink Floyd, Julio Iglesias, Police…» pero quien llegó al apartamento fue un tal Celso. La persona que consiguió su traslado a Brasil. Era un ladrón de guante blanco que solo entraba en chalés de lujo. Se ganó la confianza del Dioni mostrándole un reloj Omega Constelation robado en el domicilio de Pozuelo de Rafael Gordillo, jugador del Real Madrid.
Antes de iniciar su periplo, se dedicó a arrugar los billetes del botín. Estuvo dos días sentándose encima de ellos, pisándolos, haciendo papiroflexia. Cuando los turistas se lanzaron a las carreteras el 15 de agosto, salió él también en dirección a Portugal. Tuvo dos opciones en su huida a Sudamérica, la que le ofrecía un matrimonio de acompañarles a Chile y la de Celso, que le propuso Brasil.
Rechazó el país andino «por la dictadura de Pinochet» y se dirigió a Río de Janeiro atraído, entre otros motivos más prosaicos, por la corrupción policial. Le dijeron que allí podría comprar un cadáver humano calcinado para que la policía, previo pago, diera parte de su fallecimiento en accidente de tráfico. Simular su propia muerte.
La frontera con el país vecino la pasó con su propio DNI, aunque estaba en todos los telediarios, sonando casetes de Julio Iglesias y Los Panchos en el reproductor del coche. En la capital portuguesa, mientras falsificaba el pasaporte para cruzar el Atlántico, tuvo tiempo de inspirarse viendo a Roberto Carlos en directo en la plaza de toros de Lisboa y se las arregló para pasar la noche en compañía de prostitutas dos veces. No hubo una tercera porque, desgraciadamente, antes de hacer un menage à trois, el sueño de su vida, el Chivas le pasó mala factura y las dos mujeres tuvieron que meterle en la bañera. Se bebía la vida de un trago, como se dice.
Con una resaca cósmica, atravesar el control de pasaportes era la parte más complicada. El relato de estas escenas sí que pertenece al pasado, hoy día nunca se haría, o no se debería hacer en esos términos, pero es otro de los momentos álgidos de una historia que llegados a este punto, el centenar de páginas, uno seguía leyendo enganchado más por lo inverosímil que por la crudeza:
Estaba un poquito pasado de copas, maquillado, con la peluca rubia de pelo largo, la mariconera cargada de billetes, un radiocasete estereofónico bajo el brazo y una ligera cojera causada por la ciática. Aparentaba cualquier cosa menos una persona normal; más bien parecía un gay, y yo me dispuse a interpretar mi papel (…) me armé de valor y, echándole un poco de humor al asunto, avancé con mi cojera y mi peluca rubia. Con un «hola» afeminado en los labios —que algunas veces usaba en broma con mis compañeros de Candi—, saludé al policía que sellaba los pasaportes. Este más que ninguno pensó que yo era un afeminado extremo, de los que rozan la locura. Con cara de pocos amigos y, quizá satisfecho de que un tipo semejante abandonara su país, metió un golpetazo sonoro al pasaporte y me dejó pasar.
En el avión las azafatas se rieron de él cuando, durmiendo la mona, se le cayó la peluca. Al llegar, no recordaba cuáles eran sus maletas y, en la cinta transportadora, esperó a que todo el mundo recogiera las suyas a ver si eran las que quedaban. El viejo truco. Con el nuevo pasaporte no hubo problemas en entrar en Río de Janeiro. Respirando sus calles, gritó libertad:
«¡Esto es como La Manga, pero a lo bestia!» —exclamé.
En este segundo tercio del libro la trama detectivesca se difumina. Pasamos al relato de unos hechos muy difíciles de entender ni por la época ni por lo cañí. Después de haberle salido el plan de afanar trescientos millones de pesetas, un poco menos de lo que el FC Barcelona había pagado por Maradona en 1982, con su rostro en el telediario y en todos los periódicos y revistas de España, cuando la lógica más elemental conduciría a cualquiera a guardar cierta discreción, digamos que se le fue un poco el pinzón.
Alquiló un apartamento de lujo, según se publicó en este volumen, con vistas al mar y piscina. Iba en helicóptero, cuando no en avioneta. Realizó viajes en barco a las islas cercanas. Se hizo asiduo del restaurante al que iba a cenar su ídolo Julio Iglesias, se permitió el lujo de que una orquesta italiana tocase para él «Oh sole mío» en uno de los restaurantes más caros de la ciudad. Las amistades que hizo en los locales que visitaba le recomendaban «desparramar» cocaína por las sábanas de la cama para que cuando se acostase con alguien, al sudar, su cuerpo transpirase la droga y se pusiera en estado de «macaco nervioso». Para los trayectos cortos, alquilaba limusinas. Elegía el color del vehículo para que hiciera juego con el de la piel de la brasileña que le acompañaba «en cada momento». Porque, adornado o no, lo que queda claro en este texto es que en lo que gastó con más fruición fue en prostitutas:
Sus culos parecían hechos de mármol de Carraca y sus pezones eran duros como castañas pilongas. Cada vez que me miraba una de ellas, los ojos se me ponían como el coche fantástico (…) Frecuentábamos Help y Barbarella. Era asombroso la gran cantidad de mujeres jóvenes y preciosas que había allí y la facilidad para llevárselas a la cama. A los pocos días, mi generosidad se hizo tan famosa que ellas esperaban impacientes su turno.
El pináculo del éxtasis de esta lectura se alcanza en las primeras cuatro palabras del capítulo diez. Podrían pasar fácilmente a los anales de la literatura universal. Pasaba uno la página suavemente, recorría con su vista la carilla en blanco y, al comenzar a leer el nuevo episodio en página impar, este se iniciaba así: «No todo era juerga».
Solo por ese instante merecía la pena experimentar esta lectura, aunque a partir de ahí fuese cuesta abajo. Contaba su visita a un cirujano para, según el plan, cambiarse la cara e iniciar una nueva vida con una identidad distinta tras, más o menos como se había anunciado antes, fingir su propia muerte. El problema es que un relato de esas características necesitaba, ya pasada la mitad del libro, un giro inesperado. Sin embargo aquí ya se habían acabado las sorpresas. Es más, lo que ocurría después era totalmente predecible. Un día cualquiera pasó lo que tenía que pasar y así lo narró:
Cuando abrí despreocupadamente la puerta, me quedé atónito. A la altura de mi nariz, seis o siete hombres, unos de rodillas y otros de pie, me encañonaban con sus revólveres y pistolones.
Efectivamente, era la policía. Lo que pasa es que esta tenía cierto interés en que confesase dónde ocultaba el botín. Se lo llevaron a una playa y simularon ejecutarle. Llorando, entre orines y sus deposiciones del susto, se lo llevaron a un local, donde le aplicaron descargas eléctricas en los testículos. No confesó. O eso dijo aquí. Lo mismo sí lo contó y esos ciento cuarenta millones de pesetas que todavía faltan y nadie saben dónde están quizá son la jubilación de un coronel Nascimento de turno. Nunca lo sabremos, o no por ahora.
Aquí es donde se acaba el pacto con el lector que puede ofrecer Palabra de ladrón estirando el chicle al máximo y siempre y cuando sea de los que no buscan prestigio con lo que leen. Lo que sigue es su diario de la estancia en la prisión brasileña, periodo que no estuvo exento tampoco de hazañas sexuales irreproducibles, mucha ansiedad y un instante de alivio, cuando le cuelan en la cárcel un walkman con su cinta de Julio Iglesias.
Extraditado a España, un violador de menores le robó el aludido reloj cuyo legítimo propietario era el futbolista del Real Madrid. En Alcalá Meco estuvo con Carlos Goyanes, dice que iba a misa con Celso Barreiros, detenido en la Operación Nécora, y andaban también por ahí varios miembros del GRAPO, ETA y Terra Lliure, con los que tuvo que mediar, confiesa, para que dejasen jugar al baloncesto con ellos a Ricardo Saenz de Ynestrillas:
No seáis piojosos —me atreví a decirles a los boicoteadores—. Lo mismo que se hacen selecciones de fútbol de diversos países, bien podéis hacer una selección de diversas siglas, o de distintas bandas armadas.
Esa es la traca final. Como es sabido, en el juicio fue condenado a tres años por apropiación indebida, lo que celebró como un éxito. La prensa, que alguna hubo que comparó su apropiación con los pelotazos que se pegan en los consejos de administración —habría tenido más éxito hoy la analogía— tampoco le consideró lo que se diría un Robin Hood, «subalterno resentido» (Interviu), «robamelones venido a más» (El Independiente), «cantimpalos con peluca» (Diario 16)… No obstante, ninguno de estos epítetos fueron óbice para que volviera a despreciar el peligro y tomase la decisión de presentarse a las elecciones municipales de El Molar (Comunidad de Madrid) que tenía tres mil trescienos habitantes en aquel momento. Obtuvo diez votos y, con ese crédito, se cerró la primera etapa de sus correrías.
Personajazo, se te olvidó comentar q cuando robó el furgón en el primer semaforo le entraron los sudores y dudó, pero de repente escuchó la canción «Jalisco no t rajes» y salió escopeteado. No se rajó.
El encanto de este fenómeno es q representa lo q todo españolito de a pie desearía hacer una vez en la vida: robar al jefe q te pute* y quemar rl dinero sin control en todos los vicios posibles un par de meses.
Si a eso le unes un físico simpático ya tienes un fenómeno total.
De todos modos este tipo flipaba un poco. Con ese rítmo de vida ¿cuánto pensaba que iba a durarle el dinero? En dos años iba a estar arruinado. Y acerca de esos 140 millones que nunca aparecieron, yo opino lo mismo que Alvaro, lo más probable es que cantase y se lo quedasen los corruptos de allí. Una poli a la que pagando te consigue un cadáver a la carta, sabe perfectamente cómo sacarle una confesión hasta a ese mismo muerto churrasco si es preciso. Lo que sucede es que este tipo, como buen fantasmilla de la España cañí, no te va a decir que cantó como un niño de San Ildefonso. En fin, otro ejemplo más de la clase de «heroes» que se veneran en este país de pandereta. Cuando el casposo de Sabina te dedica una canción, es por algo.
Qué personaje! Puso en práctica, sin importale las consecuencia, aquel famoso dicho, «Ladrón que roba a otro ladrón tiene cien años de perdón». Excelente divulgación.