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Leer la televisión: sobre Apostrophes

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Marguerite Duras en Apostrophes, 1984. Fotografía: Cordon Press.

Suena un fragmento del Concierto para piano y orquesta n.º 1 en fa sostenido menor, op. 1 de Serguéi Rajmáninov, interpretación de Byron Janis y la orquesta filarmónica de Moscú bajo la batuta de Kiril Kondrashin. Apenas algunas imágenes acompañan a la sintonía. Cuando termina, la cámara enfoca a un hombre vestido con traje. Frente despejada, cejas hirsutas, mirada un poco irónica, media sonrisa. Se llama Bernard Pivot. Empieza a hablar. Unos cinco millones de franceses beben impacientes, desde casa, todas sus palabras.

Ocurre cada viernes a las 21:35 horas, horario de máxima audiencia. Durante quince años, entre 1975 y 1990. Un acontecimiento de la pequeña pantalla, todo un fenómeno social, uno de esos programas que se comentan, que marca tendencias, estilo, que influye en los gustos del público. Un bombazo audiovisual, vaya. Solo que este espacio habla de libros. Sí, de libros. Pueden creerlo. Se llama Apostrophes y es, hoy, una leyenda.

Seguramente parte del éxito de Apostrophes vino provocado por el arrollador carisma de Bernard Pivot. Un tipo normal, aparentemente, alguien con quien charlar de deportes en la barra de alguna cafetería mientras se hojea el periódico. Presto a la carcajada, de ojillos inteligentes, gestos pausados que ayudan a la gente a continuar hablando. Ese vecino tan simpático que todos tenemos (y si no lo tienen es que su vida es triste, muy triste). Solo que Pivot tiene una pasión insoslayable.

La literatura, claro.

Quién no.

El formato es muy sencillo. Está Pivot, hay una mesa baja y a su alrededor se sientan cuatro o cinco personas que hablan sobre libros siguiendo, de forma muy laxa, un pequeño tema central. Ya ven, nada espectacular. El propio Sánchez Dragó no ha dudado en plagiar la fórmula unas cuantas veces. Pero, claro… Y mira que cuando llevaba al Jodorowsky más lisérgico la cosa tenía su punto, ¿eh?

Volvamos a Apostrophes. La mayoría de los invitados están allí presentando sus novedades. Novela, historia, ensayo. Las que al día siguiente saltan a los primeros puestos en las listas de ventas, únicamente por haber compartido un ratito en el programa. Casi nunca poetas, casi nunca literatura de género. La segunda no le agrada a Pivot, los primeros, cuenta el presentador, no suelen rendir bien en un formato dinámico y directo donde los silencios no existen.

Porque ahí está la gracia. En saber combinar lo más culto con un tono ligero, a veces casi desenfadado. Solo así se puede explicar que te lleves a la televisión a Lévi-Strauss y la cosa te salga en plan locurón de audiencia, por ejemplo. O que pongas a debatir una semana a intelectuales árabes con pensadores israelíes y la siguiente hagas lo propio con Michel Serres (filósofo) y Maurice Bernachon (chocolatero). Que un día los verbos suban de tono entre eruditos trotskistas y antitrotskistas (antes existían estas especies, amigos), y siete más tarde compartan espacio el lingüista Claude Hagège y el humorista, especializado en juegos de palabras, Raymond Devos. La gente disfrutaba con aquellos tipos hablando de libros, de los propios y de los ajenos, sonriendo, jugueteando con metáforas e ironías. Había un subtexto muy poderoso, claro, cómo podría no haberlo en una entrevista a Simenon, a Zinóviev, a Grass, Milorad Pavić o Alejo Carpentier. Pero también estaba lo otro. El reconocimiento de que, sí, la literatura es una de esas cosas que hacen la vida más feliz. Que leer no es sufrir (o no tiene que serlo) y que quien te diga lo contrario es un amargado o un esnob. Seguramente ambas cosas. Parece sencillo, pero plantearlo fue toda una revolución en aquella Francia pos-Mayo. Que Apostrophes sobreviviese con cada vez mejor salud durante tanto tiempo habla bien a las claras de la magia que se concentraba alrededor de aquella simple mesita.

Claro, para hacer eso posible hacía falta una personalidad muy particular. Alguien con fama de inquebrantable para las editoriales. Porque, como dijo hace tiempo un novelista cuyo nombre no recuerdo ahora, «un gran poder conlleva una gran responsabilidad». Durante todos los años de Apostrophes Bernard Pivot solo publicó un par de obras menores, casi fetichistas, pese a las ofertas que desde las mayores casas francesas le llegaban día sí, día también. Una era sobre su colección de botellas de Beaujolais, la otra sobre el Saint-Éttiene, equipo de fútbol que protagonizó sueños adolescentes…

Pivot era Apostrophes, y Apostrophes debía ser riguroso aunque no desease caer en la seriedad. El presentador leía personalmente todas las obras a las que hacía referencia en el programa, dedicando una media de diez horas diarias a la lectura. Si toca filosofía, llegó a decir, ni siquiera pruebo el vino… Su obsesión era tan grande que en el asiento del copiloto de su coche siempre reposaba un libro. «Para los embotellamientos… el tráfico urbano es un medio que invita a leer».

Y luego estaba el carisma, ese je ne sais quoi que le hacía destacar como entrevistador. Porque dejaba hablar, no le asustaban las ideas peregrinas, preguntaba exactamente lo mismo que hubiera preguntado un lector. Y eso no es fácil. Lo más sencillo es intentar sobresalir, ponerse a la altura de los gigantes, fracasar humillantemente aunque no te des cuenta de ello. Pero Pivot era diferente también en esto. Un «intérprete de la curiosidad pública», lo denominó acertadamente Pierre Nora. Su éxito fue tan grande que hasta Berlusconi le propuso adaptar Apostrophes para Italia. Pero Silvio, oh, sorpresa, anuló la cita unos días antes, seguramente pensando que, joder, las Mama Chicho daban más réditos sin tantos problemas, ¿no?

Por Apostrophes pasaron todos. Todos los que usted se pueda imaginar. Auster, Mailer, Irving, Sontag, Bellow, Vargas Llosa, Tom Wolfe, Arthur Miller, Julian Barnes, Calvino, Sábato, Bowles, Eco, además de las letras galas más escogidas. Siempre que se podía, en francés, siempre que era posible, en directo. Sin cobrar, claro. Nadie. Ni siquiera Kissinger, que estuvo un poco pesado con el tema y al final tuvo que claudicar. Sí, Kissinger tuvo que envainársela y acudir gratis a un programa de libros. Léanlo en voz alta… se le llena a uno la boca.

Con la casa a cuestas

A veces Apostrophes estaba viajero y se desplazaba hasta el domicilio de algún escritor para dedicarle un monográfico. Un poco como lo de Bertín Osborne, solo que en vez de Arévalo contando chistes de gangosos se te plantaba allí Solzhenitsyn diciéndote el frío que hacía en Ekibastuz. Ya ven, un aire…

Entonces todo cambiaba. La conversación era más amplia y la propia situación revelaba muchas de las obsesiones del creador. Nabokov exigió conocer de antemano las preguntas, redactar sus respuestas y luego leerlas. «Le prometo que no se notará». Y no se notó, porque era Nabokov. También porque no dejaba de llenarse la taza desde una tetera que en realidad contenía whisky.

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Charles Bukowski en Apostrophes, 1978.

La delicadeza de Yourcenar, las palabras titubeantes de Duras, el entrañable nerviosismo de Modiano, la seguridad cosmopolita de Le Carré («Le he mentido una sola vez, pero no le diré cuándo, porque sería otra mentira»)… todos fueron más grandes tras su Apostrophes. Incluso se llegó a mezclar política y cultura (ejem), con entrevistas a Mitterrand (que planteó una interpretación de El desierto de los tártaros seductora y profunda) y Giscard d’Estaing, quien habló de Maupassant desde el mismísimo Palacio de Marigny, contiguo al Elíseo. Claro que, como ese lugar lo nombra Proust en su Recherche, pues igual escogieron el sitio por su simbolismo literario…

Hasta hubo tiempo para el sexo. Por allí pasaron Xaviera Hollander y, más tarde, Brigitte Lahaie, inteligente y encantadora, respondiendo a las preguntas de críticos e intelectuales. Al día siguiente en las librerías la gente pedía «el libro de la chica rubia tan simpática que salió en Apostrophes». Eso sí, mientras el resto se sentaban en sillas con apoyabrazos, Brigitte reposaba sobre un pequeño taburete. De color rosa. O tempora, o mores.

Apostrophes se atrevía, incluso, con lo bufo. En el programa seiscientos, Pivot apareció vestido con lentejuelas para entrevistar a Jeanne Champion, Philippe Sollers y Lucien Bodard. Como este último contestó mejor que nadie a sus preguntas aquella noche, le regalaron un microondas. Para celebrar el setecientos se fueron todos al Museo Grévin, y sentó a la misma mesa a escritores vivos y figuras de cera de Victor Hugo, Racine, Zola, Descartes. Seguramente, cuando uno se sabe culto no tiene miedo de hacer el ridículo jugando con la cultura, que para eso está…

¿Demasiado jabón? ¿Es Pivot únicamente el tipo simpático y sonriente con el que sueña cualquier interrogado? Nada más lejos, ojo. Si había que bajar al barro, se bajaba. Como cuando afeó a Roger Peyrefitte, un autor que en sus memorias se confesaba orgulloso pederasta («a mí me gustan los corderos, no los carneros»), el utilizar su talento para contar tales monstruosidades. En esa ocasión pidió, por favor, a Peyrefitte que enseñase las manos a la cámara, y cuando este lo hizo, pomposo, dijo que era una pena que unas manos tan bonitas solo disfrutasen «removiendo la mierda». En otro programa Pivot felicitó a Loup Durand por su novela La femme pressée. Nada raro, si no fuera porque esa obra la había firmado Paul-Loup Sulitzer, un generador de best sellers. En otras palabras, dijo claramente que sabía que él era el negro del otro. Ante cinco millones de espectadores, nada menos. Con la consiguiente polémica, en la que Sulitzer admitió que, vaya, trabajaban a cuatro manos, sí, pero blablablá… Ya ven, en Apostrophes también volaban, a veces, buenas hostias. Y no siempre metafóricas.

Mamporros y polémicas

Porque ustedes han venido aquí buscando sangre, que lo sé yo, que se les ve en la mirada. Quieren leer trapos sucios, peleas, borracheras indecentes, cosas de las de contar en voz bajita. Tranquilos, que también hubo de eso.

Quizá el más recordado de todos los Apostrophes se emitiese el 22 de septiembre de 1978. Entre los invitados está el escritor Charles Bukowski. Que ya son ganas, ¿eh? Primero le hicieron una breve entrevista, en falso directo con traducción simultánea. El problema es que, entre el final de su intervención y la entrada en vivo de un pequeño debate, el de Chinaski se trasiega por el coleto tres botellitas de vino blanco. «Parecía engullirlas», dijo Pivot, «las volcaba completamente en su garganta». Así las cosas, el tipo aparece en las imágenes con una melopea bastante llamativa, para qué engañarnos. Otro vaso de vino en una mano, por cierto, cigarrillo humeando en la otra. Sus tripas no paran de rugir, de vez en cuando ahoga un eructo. El presentador teme que vaya a vomitar, aunque, diplomático, continúa como si nada. Pero el americano interrumpe, farfulla cosas, se ríe, no tiene, parece, ni puta idea de lo que está haciendo. El glorioso mostacho de François Cavanna se enfada. «Cierra el pico, Bukowski». La verdad es que Cavanna acojona un montón, amigos. El final llega cuando el padre de Factótum se inclina con, aparentemente, la aviesa intención de tocar los muy castos muslos de Catherine Paysan, quien se levanta aterrada al grito de «esto es la gota que colma el vaso». El agente de Bukowski entra en escena, ayuda a levantarse al escritor, Charles parece que va a caer sobre la mesa baja. Al final, tambaleante, sale del plano. Pivot lo despide con un seco ciao.

(¿Saben qué? Aquí ganamos nosotros, porque la merluza milenarista de Fernando Arrabal es mucho más simpática, para qué negarlo. Y el dramaturgo es mejor escritor, queda dicho).

¿Quieren más? En 1984 Georges-Marc Benamou está viendo un Apostrophes que trata sobre «los malos sentimientos». Allí un joven Marc-Édouard Nabe aguanta una diatriba terrible por parte del resto de invitados. Justa, además, porque Nabe es un personajillo sin más talento que el trenzar frases provocadoras en sus aburridísimos tomos. El tipo se revuelve, y empieza a lanzar invectivas bastante vergonzosas contra la democracia, los negros, los judíos, los blancos que no son racistas, las mujeres… en fin, esas cosas. Se pueden imaginar. Benamou, que es periodista (aunque no pretendemos establecer interrelaciones entre oficio y actuación), sale de su casa y se acerca tranquilamente al estudio de Antenne 2 donde graban Apostrophes. Una vez allí, espera a que todo termine, se cuela entre bambalinas y le da un número indeterminado de hostias a Nabe (las crónicas difieren en este punto). Preguntado más tarde por su reacción, la respuesta de Benamou fue impecable: también le hubiese partido la cara a Céline hace cincuenta años. No sé, si yo fuese Houellebecq no lo invitaría a mi cumpleaños…

Unos años antes, y en pleno directo, las cosas también se pusieron tensas. Nuevamente con periodistas (sigo sin establecer relación alguna, ¿eh?). Jean-François Josselin (del socialdemócrata Le Nouvel Observateur) entró en una fuerte discusión con Jean-François Chauvel (del conservador Le Figaro). En un momento dado, este se levantó con la muy maléfica idea de plantar un par de sopapos a su némesis. Afortunadamente, el micro de la solapa actuó como el lazo en una peli de vaqueros, y Chauvel se quedó a medio camino, con cara de imbécil y en pose bastante ridícula.

A veces las polémicas eran puramente literarias, pero no por ello menos cruentas. Simon Leys aprovechó que tenía delante a Maria Antonietta Macciocchi para soltarle todo lo que no había podido decir a Sollers, a Barthes. Esto es, que ese tal Mao a lo mejor no era tan cool y cojonudo como ellos sostenían. Así que se dedicó durante setenta y cinco minutos a destrozar intelectualmente a la italiana haciendo gala de una ironía agresiva que combinaba inteligencia y resentimiento. Al día siguiente los libros de Leys se agotaban en las librerías. Los de Macciocchi, curiosamente, también. Era la magia del programa, claro.

El 22 de junio de 1990 se emite el último Apostrophes. Casi dos horas y media, con ochenta escritores escogidos de entre los ciento cuarenta que habían sido invitados más de una vez. Una fiesta de las letras. A todos, en un momento dado, se les preguntó por su palabra preferida de la lengua francesa. Solo había un veto: apostrophes. Claro que Jean Dutourd sorprendió ligeramente al escoger «eje».

O, en francés, Pivot.

Lean.

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2 Comentarios

  1. Me acuerdo en el 89 cuando llevaron a Felipe González. Recitó a Machado. Pero habló de literatura universal. Por supuesto en francés.
    Mi profesora de literatura francesa vino al día siguiente emocionada, diciéndome qué gran presidente teníamos. Yo le contesté que lo llevaba muy preparado, que no era para tanto, que en algún momento me había resultado forzado. Pero ella insistió en que aunque estuviera preparado, tenía mucho mérito. Pivot luego sacó otro programa Bouillon de culture. Pero no fue lo mismo

  2. «Un gran poder conlleva una gran responsabilidad», la cita es de… el Tío Ben, es decir el tío de Spiderman, por lo que el escritor que la creó sería Stan Lee.

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