El 8 de diciembre de 1779 el puerto de El Ferrol fue honrado con una imprevista visita. El coautor de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, quien llegaría a ser el segundo presidente en la historia del país, John Adams, se encontraba a bordo de la fragata Le Sensible en una misión diplomática con destino a París para negociar el final de la Guerra de Independencia, pero una vía de agua en el casco les obligó a tomar puerto antes de tiempo. Ante la incertidumbre sobre cuánto tardaría la embarcación en ser reparada, Adams decidió entonces seguir su viaje por tierra, realizando para ello el Camino de Santiago en sentido inverso.
Tal como refleja su diario, una persona de inteligencia tan vivaz como la suya no perdió detalle de todo cuanto vio en su recorrido por nuestro país: desde el comercio y las manufacturas —a su juicio lastrados por un sistema feudal aún vigente— , pasando por la austera moda en el vestir, hasta la belleza del arte sacro («nada parece lujoso salvo las iglesias, nadie está gordo salvo los curas») que causó una gran impresión en él… aunque tal vez no tanta como el vino, los embutidos y el chocolate a la taza español, inaugurando la devoción estadounidense por los alimentos hipercalóricos. Como abogado y legislador prestó también atención a las leyes, ensalzando con cierta sorna la humanidad y el ingenio de los españoles para interpretarlas, pues si esta requería que los reos de ciertos delitos fueran tirados al mar dentro de un barril con una víbora, un sapo, un perro y un gato, en la práctica se metía el cuerpo ya sin vida del criminal y bastaba con dibujar los animales en la superficie del barril. Aparte, encontraba particularmente irritante la falta de chimeneas allá donde se hospedaba (por la época del año se entiende), mientras que la omnipresencia del catolicismo despertaba en él constantes suspicacias como protestante, sin desaprovechar ocasión de vincularlo con la pobreza. Quizá hace una leve excepción con lo que denomina «The Republick of Bilbao», una villa de febril actividad comercial donde fue recibido por su buen amigo Diego de Gardoqui, quien poco después sería el primer embajador español en Estados Unidos. Pero tampoco vayan a creer que aquí llegara a sentirse a gusto este cascarrabias, pues más adelante, cito: «alcanzamos San Juan de Luz, el primer pueblo francés, y allí cenamos, y nunca un prisionero escapado de la cárcel estuvo más contento que yo lo estaba; todo aquí era limpio, dulce y confortable en comparación con cualquier cosa que habíamos encontrado en cualquier parte de España». Ea, tanta paz lleves como descanso dejas.
En definitiva, las descripciones que realizó sobre nuestro país durante el poco más de un mes que duró su estancia son muy reveladoras acerca del lugar, pero también de la mirada de quien lo observaba. Como uno de los líderes de la revolución burguesa americana todo lo juzgaba de acuerdo a ese filtro y, paradójicamente, su empeño en independizarse del Imperio británico no impidió que fuera inequívocamente inglés en sus prejuicios. Su visión de España era la de la Leyenda Negra, que ya llevaba un par de siglos circulando en las islas, y con esa conclusión ya de inicio solo debía buscar los hechos que la corroborasen e ignorar el resto. Pero lo más interesante es que el país que fundó no tardaría también en separarse de ese esquema mental, desarrollando otra manera de vernos, seguidora en parte de la tradición inglesa, sí, pero a la que añadió elementos propios a medida que construía su propia historia. Como señala el hispanista Richard L. Kagan en The Spanish Craze: «Los norteamericanos han tenido dos visiones de España. Una estaba asociada con la Leyenda Negra heredada de los ingleses: la España de la Inquisición, la que expulsó a los judíos en 1492, la de los conquistadores sedientos de sangre que cometieron escabechinas recorriendo América. La otra es la España de la Leyenda Blanca. La de los soldados, misioneros y colonos que lejos de diezmar a los indígenas, les llevaron los bienes de la civilización».
Esas dos Españas, lejos de helar sus corazones, avivaron su interés por lo que consideraban un país de fuertes contrastes, sensual y tosco, muy cercano a ellos y al mismo tiempo exótico. Al fin y al cabo el propio origen de Estados Unidos estaba en deuda. El gobernador de la Luisiana, el malagueño Bernardo de Gálvez, ayudó de forma encubierta aunque decisiva a los rebeldes —hecho por el que hace unos años fue nombrado ciudadano honorario de los Estados Unidos— mientras que el citado Diego de Gardoqui les suministró armas y financiación, un dinero, el «spanish dollar», que daría lugar posteriormente a la moneda norteamericana. La extensión posterior desde esas trece colonias independizadas de la costa este hacia el anhelado país de escala continental, parte esencial de su mitología nacional, se vio facilitada por el Tratado de Adams-Onís en 1821, inicialmente conocido con el más expresivo título «Tratado de amistad, arreglo de diferencias y límites entre su majestad católica el rey de España y los Estados Unidos de América». Hasta un tercio del territorio del país norteamericano formó parte en algún momento del Imperio español sin que el cambio de manos resultara particularmente traumático y finalmente en 1898, tras una guerra de escaso coste, España dejó definitivamente de resultar una amenaza para los intereses estadounidenses. Podía ser ya una nación «simpática».
Este cambio histórico-político fue paralelo a un cambio cultural. El otro autor de la Declaración de Independencia junto a Adams, Thomas Jefferson, que le sucedería en la presidencia, tenía una visión mucho más positiva de nuestro país. En buena medida debido a la literatura, hasta el punto de leer a sus hijas cada noche un fragmento de El Quijote en castellano, idioma en el que estaban escritos cientos de libros de su extensa biblioteca personal. Pero tal vez quien más contribuyó a moldear la percepción americana de España fue el escritor y diplomático Washington Irving, quien ya se hubiera hecho un hueco en la posteridad solamente por La leyenda de Sleepy Hollow y porque la ciudad en la que vive Batman se llame Gotham, aunque en realidad el grueso de su obra y de su fama gira en torno a España. En 1826 recaló en San Lorenzo de El Escorial para estudiar en la biblioteca del monasterio la figura de Colón, y de ahí surgió un libro que supuso un sensacional éxito con más de un centenar de ediciones. A él se le debe el perdurable mito de que en tiempos del descubridor la gente creyera que la Tierra era plana. Tras ese libro su estancia se prolongó indefinidamente (llegó a ser embajador) y vinieron otros como los Cuentos de la Alhambra, en los que fue acuñando una imagen de España que marcaría una fuerte impronta entre sus compatriotas, pues tal como dejó escrito: «Cada montaña de este país muestra ante ti una vasta historia, repleta de lugares famosos por algún salvaje y heroico acontecimiento». España seguía siendo salvaje en el imaginario anglosajón, pero ahora también heroica, exótica, pintoresca y fascinante.
Difícilmente podía ser de otra manera. Si los estadounidenses eran herederos, partícipes en su ámbito, del proceso de descubrimiento y conquista del continente, entonces esta debía ser buena, noble, admirable… Esas palabras incluso se nos quedan cortas, por citar las que usaba Charles Lummis en The Spanish Pioneers, aquello que hicieron los pioneros españoles fue «la más extensa, prolongada y maravillosa hazaña de toda la historia de la humanidad», algo «sobrehumano» a cargo de una «nación de héroes». Otro escritor decimonónico, elevado con el tiempo al altar de poeta nacional americano, Walt Whitman, en su breve ensayo The Spanish Element in our Nationality ya desde su mismo título establece la hispanidad como parte de la identidad estadounidense y corta de raíz la Leyenda Negra al proclamar que no hallaremos más crueldad, tiranía y superstición en el pasado español que en el anglosajón.
Pero a muchos no les bastaba con reconocer esa huella histórica, había además que visitar ese país originario, buscar las raíces. Un libro de viajes titulado A Year in Spain, by a Young American que volvió muy popular a su autor, Alexander Slidell MacKenzie, expresaba como motivos para pasar en nuestro país ese año de 1826 (el mismo, como veíamos antes, que eligió Irving) dos razones: el interés por perfeccionar el conocimiento de un idioma muy importante para el continente americano, y el deseo de visitar lugares cargados de leyenda. Era un país simultáneamente cercano y enigmático, en el que dice el autor que «no existe otra ley que la del más fuerte»… aunque a continuación se extienda en pasajes costumbristas menos impresionantes e incluso reconocibles hoy día, como su descripción de La Rambla de Barcelona como una calle que exhibía un variadísimo muestrario humano. Irving y MacKenzie, por lo tanto, de forma prácticamente simultánea, insuflaron entre sus compatriotas el anhelo romántico por viajar a España. Una llamada que tuvo un particular eco entre escritores y artistas, cuya obra serviría a su vez de estímulo para sucesivas generaciones.
Nuevamente hemos de mencionar el año 1826 como el de otra llegada decisiva a España de un yanqui (en el sentido original de la palabra). Aconsejado por su padre sobre la relevancia de aprender castellano por su lugar en el contexto americano, Henry Wadsworth Longfellow llegó a Madrid, donde conoció a Irving y fue animado por este para que se dedicase a la escritura. Debió quedarse rumiando la idea sin prisa pues siete años después publicó su primer libro, una traducción al inglés de los poemas de Jorge Manrique. Más adelante escribió The Spanish Student, inspirándose para ello en La gitanilla de Cervantes y en su antología Poems of Places también dedicó una parte a los poemas sobre nuestro país de diversos autores así como de cosecha propia, como este «Castles in Spain», que evoca en tono romántico la época medieval. No obstante, este autor de vida increíblemente desdichada —quedó viudo dos veces, la segunda tras ver arder a su esposa por una vela que prendió su vestido— logró la mayor parte del reconocimiento en su tiempo debido a los temas de corte patriótico tanto apoyando la causa del Norte en la Guerra de la Secesión como en torno a la reconciliación nacional posterior. Un buen ejemplo es este hermoso villancico «I Heard the Bells on Christmas Day». No deja de ser significativo ver nuevamente a un poeta volcado en dotar a Estados Unidos de una literatura nacional y una conciencia colectiva como país y que de forma simultánea esté tan interesado en España. Un caso semejante al de George Ticknor, hispanista miembro de los elitistas Boston Brahmins, cuyo objetivo era convertir a su país en una gran potencia. Para ello era imprescindible adquirir todo el conocimiento posible de Europa, recorriéndola y recopilando la mayor cantidad posible de libros por el camino para llevarlos al otro lado del Atlántico. De tal empeño surgió su Diarios de viaje por España, en el que aún están presentes las secuelas de la invasión napoleónica.
Aunque seguramente nadie haya podido igualar nunca la fiebre coleccionista de Archer Huntington. Heredero de una inmensa fortuna que su padre amasó con los ferrocarriles y astilleros, desde la adolescencia comenzó a estudiar español en Nueva York con una profesora vallisoletana que fue despertando su interés por nuestro país. Primero viajó a varios países hispanoamericanos y finalmente a los veintidós vino a España. Quizá esperando vivir grandes aventuras en una tierra agreste, pues antes dedicó un tiempo a estudiar cirugía por si tenía que curarse heridas por sí mismo. Repitió la experiencia en varias ocasiones, recopilando miles de libros, cientos de incunables, patrocinando excavaciones arqueológicas y adquiriendo cuadros de El Greco, Zurbarán, Velázquez, Goya, Sorolla y otros muchos. Su objetivo era crear un museo español, una institución a la que dedicó su vida y que ha pervivido hasta nuestros días, la Hispanic Society of America. Esta sociedad contribuyó a difundir entre amplias capas de la población un hispanismo como vemos hasta entonces bastante elitista. Al igual que la Exposición Mundial Colombina de Chicago en 1893, que logró más de veintisiete millones de visitantes o que la triunfal gira por Estados Unidos de Carmencita, aquí grabada por Edison.
Tampoco podemos dejar de mencionar a los pintores estadounidenses que a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX vinieron a España generalmente con un doble objetivo: conocer de primera mano la obra de los grandes maestros —particularmente Velázquez y Murillo, muy apreciado este último en la época— y retratar los paisajes y paisanajes típicos españoles. Fue el caso de Samuel Colman, adscrito a la llamada Escuela del Río Hudson, un grupo de pintores paisajistas que buscaba ensalzar el patriotismo americano, de nuevo aquí vinculado al hispanismo. Aunque también hubo otros nombres destacados, como John Singer Sargent, William Merritt Chase, Mary Cassatt, George Henry Hall o Thomas Eakins. Así como el escultor Augustus Saint-Gaudens.
En conclusión, podríamos seguir citando a artistas e intelectuales americanos que en el siglo XX continuaron peregrinando a España en busca de aventura, diversión, raíces, cultura, reencuentro su propia identidad como americanos… Ahí tenemos a Gertrude Stein, John Dos Passos o Waldo Frank, entre tantos, pero seguro que a todos se nos viene a la mente un par de nombres aún no mencionados. A la vista de todo lo anterior y sin demérito alguno hacia su talento, la fascinación española de Ernest Hemingway y Orson Welles no fue una excentricidad de almas singulares. Simplemente continuación una larga tradición, de la que Woody Allen en nuestro días parece haber tomado el testigo. Esperemos que perdure.
Tan solo indicar que El Ferrol no existe,ni ahora, ni en la época a la que hace referencia el artículo
Salvo durante la dictadura, su nombre siempre ha sido Ferrol.
Por lo demás solo felicitarles y darles las gracias por su revista, es una joya.
Un saludo